5 de diciembre de 2018

EL CONFLICTO POR LA RECUPERACIÓN DE LAS ISLAS MALVINAS - LOS INICIOS DEL PUENTE AÉREO



Por Roberto BRIEND

El plan para recuperar las Islas Malvinas había sido confeccionado en absoluto secreto. El 2 de abril de 1982, los responsables de cumplir las diversas tareas que detallaba el plan lo habían hecho a la perfección. Todo había salido bien. En la Argentina y en el mundo se hablaba del acontecimiento. Muchos no salían del asombro que producía esa noticia.

Mis compañeros de escuadrón habían llevado a cabo una delicada operación de asalto aéreo que, muchas fotografías, obtenidas en el aeropuerto principal de las islas, la harían parte de la historia de la Fuerza Aérea y ¿Por qué no de la historia nacional?.

Particularmente, por esos días experimentaba una mezcla de congoja y tristeza por no haber sido uno de los elegidos para ser actor en ese acontecimiento histórico. Ciertamente la causa de no estar allí, era que no tenía mucha experiencia como piloto de Hércules C-130. El curso de adaptación al avión lo había finalizado en noviembre de 1981.

Pocos días después, la situación cambió. El Escuadrón C-130 convocó a todos sus tripulantes. El 7 de abril fuimos desplegados a Comodoro Rivadavia y quedamos afectados al Comando Aéreo de Transporte. Por fin me habían dado la oportunidad de participar en el conflicto, Llegué pensando que volaríamos poco, sin embargo, una decisión estratégica del Comando Naval cambió rotundamente nuestro cronograma. A partir del día 15 no habría más transporte por vía marítima hacia las islas y todo debía ser trasladado por vía aérea.


Entonces, los vuelos para el transporte de tropas y cargas a Malvinas se hicieron mucho más frecuentes y el movimiento aéreo que comenzó a tener Puerto Argentino fue inusitado. Comenzaba el Puente Aéreo. Las tripulaciones hacían dos vuelos diarios entre Comodoro Rivadavia y las islas, totalizando catorce horas de vuelo, interrumpido únicamente cuando las malas condiciones meteorológicas impedían la operación.

Al comienzo, los vuelos no se diferenciaban en nada a los que estábamos acostumbrados a realizar durante tiempos normales de paz. Sin embargo, con el paso de los días, nuestras rutinas y hábitos fueron cambiando. Los tripulantes de cabina comenzamos a dedicar parte del vuelo para observar, con mayor atención, algunos detalles geográficos, concretamente los más significativos de las costas isleñas, pensando que podrían ser útiles en un futuro que, si bien era incierto, comenzaba a ser previsible, por el desplazamiento de la Fuerza de Tareas inglesa. ¡Qué importante resultó esa tarea de relevamiento topográfico!

El trabajo de la tripulación durante el vuelo era bien coordinado, el comandante de aeronave establecía los roles de cada uno de los miembros, especialmente las tareas que se debían cumplir luego del aterrizaje en las islas, ya que los espacios de operación en tierra eran escasos y estaban normalmente congestionados, además los responsables del aeropuerto cada vez exigían más rapidez y eficiencia en las descargas.

El tiempo de permanencia en tierra se fue adecuando a las duras exigencias. Los tripulantes y los asistentes terrestres debimos ir ajustando los procedimientos para reducir los tiempos en los lugares de estacionamiento asignados en la pequeña plataforma. Mientras los auxiliares de carga efectuaban la descarga, los mecánicos sacaban combustible de los tanques de los C-130 que se almacenaba en tambores, para ser utilizado por las aeronaves asignadas a las islas, y el navegador completaba los requerimientos de plan de vuelo. Mientras todo esto ocurría, se producían ligeras charlas tratando de satisfacer las incógnitas del personal que cumplía tareas en el aeródromo, demás está decir que el transporte de correspondencia entre las islas y el continente se hizo cada vez más frecuente.

El 29 de abril, luego de casi cuatro intensas semanas, la presencia del enemigo en la zona obligó a dar por finalizado el Puente Aéreo a Malvinas. Comenzaba otro, que tendría diferentes características. Este nuevo puente aéreo pasó a tener una importancia fundamental para mantener el único nexo entre el continente y las islas.

Las cosas cambiaron, y mucho. Los vuelos empezaron a ser individuales, aislados y sigilosos. Sólo se realizaban para transportar elementos esenciales: armamento, municiones, comida y de regreso, para la evacuación de heridos.

Las tripulaciones seguían siendo las mismas. Se confeccionó una lista con todas ellas y la que encabezaba esa lista debía estar en alerta para efectuar el vuelo. Al completar la tarea, la tripulación pasaba al último lugar de la lista y ascendía la siguiente, así hasta completarse el proceso completo que la llevaba nuevamente a estar en primer lugar. Los que estábamos asignados a los aviones de reabastecimiento aéreo de combustible, también éramos llamados para cumplir los vuelos en los C-130H, versión de transporte de carga y pasajeros, hacia las islas, y luego regresábamos al KC-130, especialmente diseñados para el reabastecimiento aéreo de combustible.

La tensión propia del vuelo se empezaba a notar por esos días. Quienes estábamos en espera, transitábamos esa “eterna vigilia” en el hotel, tratando de descansar, cosa que a veces era imposible, muchas veces aprovechábamos el tiempo para escribir cartas a familiares, para leer o recordar en silencio momentos más agradables.

Un equipo en tierra era responsable de organizar los vuelos. Ellos se encargaban de la planificación y de las coordinaciones necesarias, también del acondicionamiento de la carga, la preparación del avión y de obtener los últimos informes meteorológicos, liberando de esas tareas a los tripulantes de manera que pudiésemos descansar el mayor tiempo posible, ya que el estrés propio de los momentos previos a un vuelo de este tipo era grande. Recuerdo que, un día, en todos los aviones apareció un cajón de grandes dimensiones repleto de golosinas, galletitas y chocolates. Nunca pregunté, por ende, nunca supe, quién lo colocó y menos quién era el responsable de que en esos cajones nunca faltara nada. Todos agradecidos a quien tuvo la genial idea.

Llegado el momento, la tripulación seleccionada para el vuelo era recogida por un vehículo que los trasladaba hasta la sala de operaciones, donde se realizaba la reunión previa al vuelo, esto ocurría aproximadamente cuatro horas antes de la indicada para el aterrizaje en Malvinas. Allí se recibía la información correspondiente, se completaban los requisitos prevuelo y se partía hacia el avión, que esperaba en la plataforma perfectamente acondicionado y listo para volar.

Estos vuelos se cumplían normalmente de noche. Se seleccionaban horarios entre las 18 y las 21 o entre las 4 y las 7 horas, ya que se había detectado que durante esas horas disminuía la actividad de las Patrulla Aérea de Combate (PAC), aunque a veces las circunstancias obligaron a volar en otro horario.
Sin importar la hora prevista de despegue o las condiciones climáticas existentes, como si fuera parte de un tácito ritual, el Jefe del Grupo I de Transporte y Jefe del Componente de Transporte Aéreo de la Fuerza Aérea Sur, Comodoro D. Jorge Martínez, despedía, al pie del avión, a cada tripulación con un cálido abrazo, deseándoles suerte y expresándoles sus deseos de un pronto reencuentro. Frecuentemente se hacía presente algún capellán de la Fuerza Aérea, quien ofrecía el necesario apoyo espiritual a los que iniciábamos el vuelo. Las bendiciones eran acompañadas con la entrega de estampas de la Virgen de Loreto o rosarios con cuentas de madera. Al final de la guerra, muchos de nosotros teníamos en los bolsillos del equipo de vuelo varias estampas y tres o cuatro rosarios que nos habían entregado los sacerdotes.   

Luego, con la campera de vuelo puesta al revés, mostrando el color naranja de su interior, y con un pequeño salvavidas colocado, respondiendo más a una tranquilidad anímica que a una condición de supervivencia, ilusamente se pensaba que si ocurría algo inesperado y uno caía al agua sería más fácilmente visualizado, uno a uno los tripulantes subíamos al avión para ocupar nuestros puestos en la cabina o en el sector de carga. El silencio se podía “escuchar”, solamente era interrumpido por la lectura de la Lista de Control de Procedimientos o por alguna consulta propia de la preparación para el despegue.

Quienes cumplíamos los vuelos nos enfrentábamos con algo inusual… ¡el enemigo estaba allí!. Los aviones y tripulaciones nos veíamos expuestos a enormes riesgos, no sólo por las circunstancias propias del vuelo sino también por la falta total de defensa de este enorme avión de transporte. La única “supuesta protección” era adoptar niveles de vuelo tan bajos que permitieran permanecer ocultos a los radares enemigos, por eso a partir del 1º de mayo el nivel de vuelo utilizado pasó a ser de… 15 metros sobre el agua.

Para mucha gente del ambiente aeronáutico, esto puede parecer un procedimiento anormal, para aquellos que no saben mucho de aviones, puede resultar una locura. Para nosotros era la única manera de mitigar el peligro de ser descubiertos y pasar a ser blanco de los temibles misiles enemigos, lo que terminaría en un seguro derribo.

¿Cómo volar con un avión de 70 toneladas y 40 metros de envergadura a esa altura? Luego del despegue y ya volando sobre el mar, regulábamos el radio altímetro, instrumento que mide la altitud existente entre una aeronave y el terreno que sobrevuela, a 15 metros y comenzábamos a bajar. Ese instrumento pasaba a tener una enorme importancia en el control distributivo que se realizaba durante el vuelo. La pequeña luz que indicaba haber alcanzado los 15 metros, le señalaba al piloto que debía ascender un poco para evitar el contacto con las olas que mojaban el fuselaje y hasta los vidrios del parabrisas.

Durante el vuelo no se hablaba casi nada. Muy pocas luces interiores estaban encendidas, solamente las imprescindibles y con su intensidad muy reducida. Todos nos concentrábamos en nuestras tareas manteniendo los ojos muy abiertos para tratar de ver, descubrir algo, sacarle un secreto a la oscuridad reinante, que paradójicamente siempre parecía más impenetrable que en épocas normales. A pesar de ello, siempre aparecía una mano acercando un mate o un café humeante que ayudaba a combatir la tensión.

El tiempo de vuelo desde el continente hasta Malvinas era normalmente de tres horas y media, durante las cuales manteníamos un estricto silencio de radio, pero en permanente escucha en todas las frecuencias posibles, tratando de obtener algún indicio de la presencia de buques enemigos, ya que se tenía conocimiento que la Fuerza de Tareas posicionaba buques adelantados conocidos como “piquetes radar”, con el objetivo de detectar, mediante el uso del radar, el movimiento de aviones argentinos en las posibles rutas de los C-130.

Próximos a Puerto Argentino, el CIC de la Fuerza Aérea en las islas, emitía escuetamente las condiciones meteorológicas y algunas instrucciones para la aproximación y aterrizaje o para avisar sobre la presencia enemiga y/o para cancelar la misión. En el primero de los casos, la tripulación se aprestaba silenciosamente para ejecutar el aterrizaje en una pista restringida por un impacto de bomba de 1000 libras lanzada desde un avión Vúlcan en la madrugada del 1º de mayo. A manera de ayuda, el personal de tierra encendía tres pequeñas luces en la pista, balizamiento de emergencia, una de ellas al comienzo, otra próxima al cráter dejado por la bomba inglesa y la tercera al final. La pista, a simple vista, presentaba “otros dos cráteres”, pero estos habían sido simulados por “expertas manos” del personal de tierra para hacer creer a los ingleses que estaba inoperable.

Los pilotos conocíamos esa situación y utilizábamos el costado sano de la pista. Lógicamente todos los aterrizajes se producían bajo las normas o procedimientos de un asalto táctico, que es una operación bajo condiciones de combate donde se somete al avión a un gran esfuerzo para aterrizar en pistas poco preparadas debiendo muchas veces, a último momento, ascender en lugar de descender debido a que la elevación de la pista es de 22,5 metros y la altura de vuelo era, como hemos dicho, de 15 metros.

Ya en tierra y en la cabecera opuesta al aterrizaje, comenzaba un frenético trabajo siempre con los motores en funcionamiento y mientras se giraba el avión para quedar en posición de despegue, los auxiliares de carga procedían a la descarga de lo transportado utilizando procedimientos de una descarga de combate, que consiste en desplazar el primer pallet (1)  por la rampa hasta que caiga al suelo, mover el avión unos metros hacia adelante para permitir lo mismo con el segundo y así sucesivamente hasta completar la descarga. Luego el rápido embarque de heridos que se evacuaban hacia el continente. En la cabina de mando, los pilotos cambiábamos de posición, normalmente el comandante de aeronave volaba la etapa hacia Malvinas y el copiloto volaba en el puesto de la derecha, de regreso la situación se invertía, el resto de los tripulantes rápidamente cumplía los pasos de preparación del avión y luego el despegue. ¡Habían pasado no más de diez minutos desde el aterrizaje! El avión estaba nuevamente en vuelo, esta vez de regreso a su base en el continente. Otra vez a enfrentar el peligro.

Nuevamente a 15 metros del agua, tripulación y avión tratábamos de alejarnos de la zona considerada de riesgo, con la mayor velocidad permitida. Recién una hora/hora y media después del despegue, adoptábamos un nivel de vuelo que podía llamarse normal, las tensiones se iban disipando, los nervios se relajaban y se podían escuchar algunos comentarios sobre lo vivido. A veces los tripulantes de cabina aprovechábamos para bajar al compartimiento de carga, hablar con los evacuados y estirar los entumecidos músculos. Era el momento en que nuevamente aparecía la mano amiga con el mate.

La misión concluía con el aterrizaje en Comodoro Rivadavia. Habían transcurrido varias horas desde el despegue, nunca menos de siete, un tiempo demasiado largo para soportar tantas tensiones pero que los tripulantes soportábamos sin quejarnos. Allí, en tierra, se completaba la otra parte del “tácito ritual”: el recibimiento por parte del Comodoro Martínez y otros integrantes del Estado Mayor. Abrazos, felicitaciones, palabras de apoyo, transmisión de información y nuevamente abordar el vehículo que nos trasladaba a nuestro alojamiento. Los que podían dormir lo hacían, pero la mayoría de las veces se producían largas tertulias en el comedor donde fluían los comentarios y ahora sí, jocosas alusiones a diversas situaciones ocurridas durante el vuelo. El equipo de tierra debía lavar los aviones para sacarle la sal del mar que había quedado adherida en las chapas del fuselaje, alas y especialmente en los motores.

Sin embargo, se podían presentar dos situaciones que nos obligaran a abortar la misión muy cerca de Puerto Argentino: condiciones meteorológicas adversas que hicieran imposible el aterrizaje, o que el personal del Centro de Información y Control constatara la presencia de buques, aviones o helicópteros enemigos en la zona; en este caso, simplemente se nos ordenaba regresar. En ambas situaciones la tripulación se veía obligada a emprender el regreso con una enorme sensación de impotencia y frustración, ya que habiendo llegado casi hasta las islas, superando todos los inconvenientes propios del vuelo, sin haber sido detectados, solamente faltaba la última parte: encontrar la pista y aterrizar…. pero, otra vez sería.

Todas y cada una de las tripulaciones que cumplimos estos vuelos poseemos entrañables y sabrosas anécdotas sobre situaciones vividas, como aquella que se produjo cuando los encargados de la logística del Ejército pretendieron cargar un avión con catorce toneladas de naranjas porque en las islas necesitaban vitamina C, o sobre los muchos peligros que debimos enfrentar. Todos los tripulantes, sin excepción, éramos conscientes que, de ser detectados, las posibilidades de escapar eran remotas. Lo mejor que nos podía ocurrir era tener que practicar un amerizaje, pero, por las condiciones normales del mar en esa zona, este sería extremadamente dificultoso, por ello casi ninguno de los tripulantes utilizábamos los trajes antiexposición que, además de haber sido tardíamente provistos, resultaban sumamente incómodos para volar.

Durante ese período del conflicto, se realizaron treinta y tres vuelos exitosos, que burlaron el bloqueo impuesto por el enemigo. Fueron hechos con un avión de transporte pesado, lento, al que apodaban “la chancha”, sin armamento y sin defensa para contrarrestar un ataque enemigo. La continuidad de los vuelos hasta la finalización del conflicto demostró al mundo la capacitación, la eficiencia y la valentía de los tripulantes de C-130 de la Fuerza Aérea Argentina. El propio enemigo ha expresado su sorpresa y admiración por la operación de los C-130 en la pista de Puerto Argentino hasta prácticamente pocas horas antes de que se firmara la rendición. 

En el puente aéreo a Malvinas participaron aviones de la I Brigada Aérea que volaron 1620 horas con 397 aterrizajes. Aviones de Aerolíneas Argentinas y Austral, que sumaron 293:25 y 15:40 horas respectivamente, cumplimentando 55 aterrizajes. Se transportaron 9215 personas y 5008 toneladas de carga.

Luego del bloqueo impuesto a partir del 1º de mayo, solamente los C-130 continuaron con el abastecimiento a las islas. Entre el 1º de mayo y el 14 de junio, la FAS ordenó setenta y cuatro salidas de las cuales se cumplieron sesenta y una, logrando romper el bloqueo en treinta y tres oportunidades. Se concretaron treinta y un aterrizajes y dos reabastecimientos aéreos en Pradera del Ganso y Bahía Fox, lanzándose en paracaídas un total de 19 toneladas de provisiones.

De las catorce tripulaciones de C-130 con que contaba el Escuadrón, diez fueron condecoradas por el Honorable Congreso de la Nación con la medalla “La Nación Argentina al Valor en Combate”, una de ellas post-morten, lo que da una idea bastante aproximada del alto grado de cumplimiento del deber y capacidad profesional de sus integrantes.

(1)    Estructura de aluminio para la agrupación de carga. El piso del avión dispone de un sistema de rodillos por donde se desplaza el pallet empujado fácilmente por dos o tres personas.

Bibliografía

Dirección de Estudios Históricos, Historia de la Fuerza Aérea Argentina. La Fuerza Aérea en Malvinas. Tomo VI. Vol 1 y 2. Buenos Aires. Agosto 1998
Palazzi Rubén Oscar, Puente Aéreo a Malvinas. Editorial Dunken. Buenos Aires. Mayo 2006
Palazzi Rubén Oscar, El Hércules en la Fuerza Aérea Argentina. (Crónica Histórica 1968-1998) Buenos Aires. Marzo 2001
Cano, Alfredo Abelardo, La aviación de transporte durante la Guerra de Malvinas. http://www.marambio.aq/aviaciontransportemalvinas.html


No hay comentarios: