26 de septiembre de 2010

LAS MALVINAS YA NO PUEDEN PERMANECER COMO UN COSTOSO FASTIDIO DE GRAN BRETAÑA


Colonias distantes son un anacronismo. Gran Bretaña tendrá que negociar con Argentina porque el mundo insistirá en ello

Por Simon Jenkins (*)

Una disputa comercial estalló en el Atlántico Sur. Argentina se afirma en una vieja demanda por las Malvinas y la lleva a la ONU. Gran Bretaña la rechaza, ¡Ustedes deben estar hablando en broma!. Nadie la toma seriamente, tanto como la guerra es inconcebible. Downing Street se preocupa más por impopularidad interna.


Eso fue en marzo de 1982. También la semana pasada. Cuando los tabloides saludaron la demanda de Argentina mordazmente. Ahora están igualmente teñidos, llamando a la presidente argentina, Cristina Kirchner, “Reina cuestionadora” y “Vieja cara de plástico”. Tomó nueve semanas la contra-invasión, con 1000 muertes y 3000 millones de Libras Esterlinas gastadas, para que Gran Bretaña pudiera restaurar la apuesta del statu quo. La guerra de Malvinas fue un fracaso catastrófico de la diplomacia y la disuasión. Ahora, por lo menos, la guerra es improbable.


Gran Bretaña tiene casi tantos soldados en las islas, 1200, como isleños había en el momento de la invasión. Está en guardia y la última cuestión con Argentina está relacionada con la llegada de una plataforma de exploración petrolera, el Guardián del Océano, a las aguas del norte de Puerto Stanley. Argentina considera los recursos submarinos dentro de las cuestiones de su larga demanda por las islas que, a pesar de su derrota en la guerra de 1982, no disminuyeron. La conquista militar no establece el título legal.


Cualquiera que estudie la tortuosa historia y las leyes de Malvinas sabrá que la demanda de Argentina sobre las islas era ciertamente válida. El tratado de Utrecht reconoció la soberanía española y esto llevó a 40 años de ocupación española de las islas que se reafirmaron en 1823 por Buenos Aires después de su independencia de España. Diez años después, las islas eran incorporadas por la fuerza por Gran Bretaña, y los colonos fueron impuestos en un crudo acto de agresión imperial.


Argentina protestó desde entonces por sus derechos sobre las islas y lo viene registrando regularmente ante el Comité del Descolonización de la ONU, apoyado por otros estados anti-imperialistas del sur y del norte de América. Treinta y dos países latinoamericanos reafirmaron ese apoyo en México esta semana, incluso los Estados Unidos de Norteamérica, que simpáticamente se negó a acompañar a Gran Bretaña, en lo que también su puede ver como un visible postura anti-imperial.


La defensa de Gran Bretaña está basada en una "fórmula"; que expresa que los británicos han estado ocupando ininterrumpidamente las islas desde el siglo XIX, apoyada, a menudo, por el deseo proclamado de los isleños que no querer ser argentinos. Tales consideraciones pueden ser fuertes, si no agobiantes, para las leyes internacionales. Ellos se apoyan en que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la respuesta del ejército inglés a la invasión argentina de 1982.


Pero el título legal no es todo. Los isleños son los mármoles de Elgin de la diplomacia, quizás trivial para Londres, demostrando un estado de permanente agravio hacia los argentinos. Antes de 1982, Gran Bretaña reconocía esto. Las islas despedían de la Argentina, que era su obvio eslabón al mundo externo. Continuar defendiendo y proporcionando abastecimientos desde Gran Bretaña era un costoso legado del imperio.


De hecho en el mismo momento que ocurría la guerra de Malvinas, Margaret Thatcher estaba transfiriendo Hong Kong a China, y su ministro favorito, Nicolás Ridley, estaba buscando un compromiso negociado sobre las Malvinas con Argentina en la ONU. Esto era para el traspaso de la soberanía de las islas a Buenos Aires con un acordado arrendamiento a Gran Bretaña para administrar en nombre de los 1800 isleños que retendrían su derecho para permanecer británicos.


La ironía es que el arrendamiento podría haber sido aceptable para los isleños ante una Argentina democrática, pero ocurrió un evento que hizo que tal confianza se desmoronara y fuera imposible: la guerra de Malvinas. Pero eso era en el corto plazo. El corto plazo no puede ser el final del problema.


Argentina no ha amenazado con llevar a cabo una acción militar contra la plataforma petrolera, ni necesariamente la protesta de la Presidente Kirchner es para lograr una mayor popularidad. Las Malvinas son un problema importante en la política de Buenos Aires. La decisión de Gran Bretaña para proseguir las tareas de perforación, a pesar de la Declaración Conjunta de 1995 sobre el petróleo, es visto en América Latina como una arrogancia imperial. El problema todavía puede decidirse por la Corte Internacional en La Haya.


El derecho a la libre determinación de los isleños, categórico obstáculo para cualquier trato con la Argentina, tiene que ser analizado. Intransigentes en su contestación a las negociaciones de Ridley, los isleños exigieron y consiguieron su rescate en 1982 por la fuerza de tareas y mediante el apoyo extravagante, de siempre, del ala derecha de los neo-imperialistas en la Cámara de los Comunes. Ellos han desairado todos los esfuerzos de los mediadores de Buenos Aires para restablecer el contacto.


Los isleños exigen que el costo de sostener su enorme aislamiento pueda solventarse con el rédito potencial del petróleo. Pero ese rédito del petróleo les pertenece a ellos tanto como el rédito del petróleo del Mar Norte le pertenece a las islas Orkneys. En cuanto al potencial petróleo del lejano sur, la inhabitada Georgias del Sur y las Islas de Orkney del Sur deberían exigir "su libre determinación" para justificar que Gran Bretaña destine el rédito obtenido allí, qué muchos en América del Sur consideran suyos.


El consentimiento democrático siempre es importante, aunque no absoluto. Gran Bretaña nunca les dijo a los isleños de Hong Kong que los entregaría a Beijing. El destino de Gibraltar no puede delegarse completamente a los habitantes de Gibraltar. Hay una feroz oposición entre los partidos políticos ingleses para permitirle a los escoceses a votar para acabar o no su unión con Inglaterra. No hay nada especial sobre las Malvinas.


En otros términos, 2500 colonos no pueden disfrutar por un descalificado veto en la política gubernamental británica. Thatcher pensó que era interés de Gran Bretaña, negociar con Argentina en 1982, incluso cuando allí había una dictadura. Ahora que en Argentina hay una democracia aquel interés no puede haber disminuido. Los subsecuentes gobiernos británicos supieron esto, pero les faltaron agallas para actuar en aquella línea. Malvinas seguirá siendo una costosa molestia para la diplomacia británica, y posiblemente para el comercio con América Latina, más aún después del apoyo obtenido por Kirchner la última semana en México.


La mejor esperanza para unas Malvinas estables y prósperas bajo la ocupación británica estaría dada por un reavivamiento de un arrendamiento bajo la vigilancia de ONU. Las islas deben tener eslabones con el continente adyacente. Es absurdo proporcionarlos, para siempre, a través de un puente aéreo desde Gran Bretaña y Ascensión. Tampoco la seguridad de ciudadanos británicos debe depender de la explotación de petróleo en la plataforma continental de América del Sur.


Gran Bretaña tuvo mucha suerte al ganar la guerra de Malvinas. Sin una casual ocupación de las vacías Georgias del Sur que permitieron más tarde planear una invasión, y sin el público y secreto apoyo de los Estados Unidos sosteniendo a la fuerza de la tarea británica, el juego desesperado de Thatcher podría haber fallado y la ocupación Argentina hubiera tenido un éxito similar, al de la toma del Goa portugués por la India. (Se llamó incluso el Plan Goa)


Aquella guerra improbablemente se repita. Pero ello no puede permitirnos ignorar sus causas. Las colonias distantes son un anacronismo post-imperial. Gran Bretaña tendrá que negociar con Argentina porque el mundo, o en la ONU o en La Haya, insistirá en ello. El gobierno y los medios de comunicación pueden enterrar sus cabezas en la arena, pero eso no hará que las disputas de los isleños continúe o se intente que se paguen las culpas por la muerte de un tonto en una guerra ocurrida hace un cuarto de siglo.

(*) Simon Jenkins es periodista y autor. Escribe para El Guardian, El Sunday Times y para la BBC. Fue editor del Times y del London Evening Standard

Fuente: http://www.guardian.co.uk. Publicado el jueves 25 de Febrero de 2010

Traducción no oficial de Roberto Briend

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