17 de julio de 2010

YO VI MORIR A NUESTRO QUERIDO TENIENTE ESTÉVEZ






















Por Sergio Daniel Rodríguez
ex-soldado conscripto

Pertenezco a la clase 63 e ingresé en febrero de 1982 en el Regimiento de Infantería 25, que tiene asiento en la localidad de Sarmiento, provincia del Chubut. A poco de haber llegado, los que teníamos estudios fuimos separados del resto de los soldados conscriptos. Yo estaba cursando la carrera de analista de sistemas en el primer año; me ubicaron en la sección de aspirantes. El Teniente Roberto Néstor Estévez, quien posteriormente dejaría un recuerdo imborrable en todos nosotros, fue el que nos seleccionó personalmente uno a uno.

Comenzó una instrucción, que no vacilo en calificar de dura y severa, hasta el 24 de marzo a cargo de Estévez, que pertenecía el grupo de Comandos, y su segundo jefe de sección, el Cabo Primero Faustino Olmos, también de esa misma especialidad.

La instrucción era diurna y nocturna con todo tipo de armamentos, teorica–práctica, y estaba destinada solamente a este grupo seleccionado, que yo, gracias a Dios, tuve la suerte de integrar. Debo añadir que esta instrucción fue altamente valiosa a la hora del combate y Estévez, un jefe calificado que no sólo se preocupaba por nuestro estado físico sino también por nuestra espiritualidad, no cesaba de darnos ánimo y valor con sus propios gestos personales. Les cuento un ejemplo:

Allá, en el sur, hay unos pastos ásperos y filosos llamados coirones y durante nuestros habituales “cuerpo a tierra” y posteriores deslizamientos, tratábamos de evitarlos. Al darse cuenta de esto, Estévez hizo él mismo el ejercicio, sin importarle las lastimaduras que tales matas le ocasionaron, y luego nos dijo: “Si están en pleno combate, no van a tener tiempo de bordearlos, la guerra es así”.

Este tipo de ejemplos estaban muy a tono con su naturaleza de persona de una alta moral, ética y honor. Y sólo tenía 24 años. Nosotros, los AOR (Aspirantes a Oficiales de Reserva) en la mitad de la noche, más de una vez fuimos levantados y nos hacían salir a correr sorpresivamente bajo fina lluvia o nevizca, sólo vestidos con pantaloncitos cortos y ballenera (remera de manga corta).

Y como decía Nietzsche, lo que no te mata te fortifica. Ese fue nuestro caso. Del inicial grupo escogido, cuarenta y cinco, quedamos cuarenta. Y esos cuarenta fuimos a Malvinas.

Aquel inolvidable 02 de abril nos tocó desembarcar al mediodía y nos sentíamos muy orgullosos en razón de pertenecer al único elemento del Ejército que participó de la operación de neto corte aeronaval en aquel momento. A bordo del Almirante Irizar fuimos partícipes de una tocante ceremonia que nos concernía de un modo muy especial.

Como no habíamos tenido tiempo de jurar la bandera se organizó para nosotros una jura de nuestra enseña nacional, que tuvo el carácter de provisoria y levantó nuestro orgullo hacia las nubes. Y ahí nos enteramos de que íbamos a Malvinas. Puedo afirmar que, entre lágrimas y abrazos, ahí mismo se terminó de consolidar nuestro grupo.

Estuvimos brevemente en Puerto Argentino y luego, a bordo del barco Isla de los Estados fuimos enviados a Darwin con el objetivo de tomarlo. Nuestro grupo de AOR era parte de la Compañía C, formada por tres secciones, Gato, Bote (la de Estévez) y Romeo, a cargo de Gómez Centurión. Entre el 04 y 05 de abril nos asentamos en Darwin y comenzamos nuestras tareas de limpieza, minado y excavación de “pozos de zorro” y puestos de ametralladora.

Nuestro jefe directo era Estévez y el jefe de la compañía, el Teniente Primero Daniel Esteban. Yo era tirador de MAG (ametralladora pesada) y fui elegido para eso debido a mi buena puntería en aquellos ejercicios anteriores en Chubut. Disponíamos de 2 MAG, 2 lanzacohetes y fusiles FAP y FAL. Nuestra base de operaciones era una escuela kelper construida íntegramente de madera, que constaba de dos pisos; ahí estaba ubicada la compañía C. Recuerdo que, faltando algo de raciones, algunos oficiales y suboficiales se fueron a cazar avutardas y durante tres días esos pajarracos fueron parte distinguida de nuestro menú. Disponíamos de un buen equipo de abrigo, muchas medias de recambio y guantes que nos protegían manos y pies del frío.

El 01 de mayo, a las 0800 de la mañana, los Harrier ingleses atacaron a los Pucará estacionados en el aeropuerto de Darwin. Nosotros estábamos ubicados a unos 500 metros del aeropuerto y vimos perfectamente todo. Darwin es un caserío, una especie de pequeña bahía, todo bastante plano geográficamente hablando.

Luego del ataque abandonamos la escuela y nos instalamos en nuestros “pozos de zorro”. De ahí en más, el agua y el frío fueron nuestros íntimos compañeros. Recuerdo que rezábamos al levantarnos y al acostarnos. En los respiros que nos daban los desayunos hablábamos de nuestras respectivas familias y el hecho histórico y singular que estábamos protagonizando. Todas esas cosas no hacían más que reforzar la alta moral que, inculcada por la labor encomiable de Estévez, existía en el grupo. Debo añadir que el día 24 de abril hicimos nuestro juramento oficial a la bandera en suelo malvinense, privilegio que, creo, nadie lo tuvo.

La compañía se dividió. Rumbo a San Carlos marcharon Esteban y los suyos al caserío de Darwin, Gómez Centurión con su gente y nosotros quedamos en nuestros “pozos de zorro” a cargo de Estévez. Y permanecimos en aquel sitio hasta el 27 de mayo, momento en que el Teniente Coronel Piaggi le ordenó a Estévez que debíamos marchar hacia la primera línea de combate, debido a que los ingleses, que habían desembarcado en San Carlos el 01 de mayo, avanzaban hacia Darwin y ya se habían producido enfrentamientos con efectivos del Regimiento de Infantería 12. Según nos testimonió el capellán militar padre Mora, al recibir la orden, Estévez se puso contento. “Era lo que estaba esperando”, dijo.

A las 02:00 de la madrugada del 28 de mayo llegamos a Boca House (Casa Boca), sitio cercano al cementerio de Darwin que ya era zona de combate. Al hacerlo, nos cruzamos con gente del Regimiento 12, a cargo del Subteniente Peluffo, que venía de combatir. Estévez nos hizo desplegar en abanico y quedamos distribuidos allí. Luego, a la derecha del abanico, entró en contacto con el enemigo y nosotros, que aún no estábamos en las posiciones que debíamos ocupar, según las órdenes recibidas, nos unimos con los del 12 para permitirles un respiro pues, mientras ellos se replegaron, nosotros contraatacamos. Al hacerlo, chocamos con la compañía A del batallón de paracaidistas ingleses, que tenía unos ciento cincuenta efectivos y estaban muy bien armados.

Se peleó muy duro, sin dar ni pedir cuartel, en un combate que desde las 05:00 de la mañana se prolongó hasta casi las 10:00. Fueron casi cinco horas de auténtica estadía en el infierno.

Nosotros efectuamos tres repliegues y sucesivos contraataques. Ellos tenían apoyos de las fragatas que estaban en San Carlos y de artillería, combinada con los Blowpipe (misiles antiaéreos) que barrían el terreno. La disparidad de fuerzas era abrumadora a favor del enemigo. Al hablar de lo que fue ese combate, recuerdo las balas trazantes que iluminaban la oscuridad, los morterazos, los gritos de dolor y de furia con que unos a otros nos animábamos.

Debido a la elevada preparación física-espiritual con que contábamos, durante el combate estábamos calmos, tranquilos. La angustia previa al choque con el enemigo nos había tenido nerviosos, pero ahora, en plena lucha, las cosas se revelaban tan simples como terribles. Y en la sencillez del “matar o morir” todo estaba resumido.

Yo estaba a cargo de una de las dos MAG que teníamos y Zabala, otro soldado conscripto, era mi cargador de municiones. Desde nuestro puesto disparaba a todo lo que veía o creía ver frente a mí. De pronto, un proyectil de mortero cayó muy cerca de nosotros. El pobre Zabala recibió de lleno las esquirlas y murió en el acto. Yo recibí impactos de esquirlas en el perineal izquierdo. Recuerdo que antes de perder la lucidez, atontado por la onda explosiva, le pedí a Dios que no me dejara morir allí. Realmente no sé cuánto tiempo estuve inconsciente o atontado. Luego, sin soltar mi MAG, me arrastré hasta un pozo cercano mientras sentía la tibieza de la sangre en mi piel y no sabía cuán herido estaba. Me zambullí en el pozo y encontré que allí había soldados del 12.

Ese pozo era como tener una butaca para contemplar el infierno. El Cabo Castro había intentado llegar también al pozo donde yo estaba cuando un proyectil de fósforo lo alcanzó y lo envolvió, convirtiéndolo en una antorcha humana. Oíamos sus gritos desgarradores. El pobre decía: “¡Rodríguez, máteme!”, gritaba mientras se quemaba vivo.

A Romero, otro soldado que estaba allí, le gritó lo mismo, pero nadie se atrevió a dispararle y terminar con su agonía. Un rato después no escuchamos más su voz; que Dios lo tenga en la gloria.

Y llego en mi relato a lo que considero el instante supremo del combate, desde mi situación personal por supuesto. No hay que olvidar que en medio de ese caos del combate muchos estaban sufriendo experiencias únicas e indelebles.

La que les narro a continuación fue la mía: El Teniente Estévez estaba recorriendo las posiciones, gritando órdenes a derecha e izquierda, todo esto, repito, bajo el terrible fuego enemigo. Al salir del pozo contiguo al mío recibió dos balazos en el brazo y pierna izquierda, respectivamente. Tambaleándose, llegó al pozo donde yo me encontraba. Este valeroso oficial, sin preocuparse de sus propias heridas, me preguntó por las mías, pues yo estaba ensangrentado. Le contesté que podía arreglármelas. Estévez tomó un FAL y comenzó a disparar; luego, por radio estuvo dando nuevas órdenes. Mi MAG la tomó otro soldado del 12 y abrió fuego contra el enemigo. Ese soldado recibió un balazo en la cabeza, obra de francotiradores, los que mayores bajas causaron en nuestra dotación, y cayó muerto. Éramos cinco en el pozo en ese momento. Comenzamos a soportar fuego directo de morteros y las cercanas explosiones de los proyectiles que caían nos arrojaban lluvia de tierra sobre nuestras cabezas. Estévez, lo repito, sin importarle sus heridas, tomó el casco del soldado muerto del 12 y me lo colocó en la cabeza para protegerme, ya que nosotros usábamos boinas verdes y eso no protege nada ante una bala o una esquirla.

En ese momento recibió un nuevo balazo en el pómulo derecho y se desplomó pesadamente a mi lado. Tratamos de auxiliarlo y le oímos decir algo, que nadie entendió, y luego expiró. Como estaba cargado de granadas, cualquier proyectil podía impactarlas y volarnos a todos, se las quitamos y sacamos el cuerpo fuera del pozo. Luego, afuera, su cuerpo de héroe recibió numerosos balazos más, quedó casi irreconocible y la prueba de esto es que, luego del combate, lo reconocieron por la manera especial que tenía, como lo hacen los comandos, de atarse los cordones de los borceguíes. Tomé la radio y después de algunos intentos logré comunicarme con el Teniente Coronel Piaggi y le informé que Bote (nombre clave de Estévez) estaba muerto. Le pedí instrucciones.

“Esperen y aguanten hasta que lleguen los Pucará de apoyo”, me contestó. Los Pucará nunca llegaron. Entretanto, los ingleses habían logrado tomar las alturas y desde allí su fuego nos estaba acribillando. El Subteniente Peluffo, para evitar un inútil derramamiento de sangre, ya que habíamos agotado todas nuestras municiones, alzó la bandera blanca y todo terminó para nosotros. Recuerdo que en nuestras posiciones los muchachos se pusieron a fumar o comer chocolates y caramelos, embargados de una total tranquilidad y satisfacción por haberse batido como bravos.

Al tomarnos, nos registraron como prisioneros y los ingleses descubrieron que teníamos ocultos cuchillos y “ahorcadores” (tanzas usadas para estrangular) y algunos recuerdos de tropas británicas que habíamos conseguido después de desembarcar. Eso, más que nada, los hizo entrar en furia y nos golpearon. A mí, que estaba herido en el suelo, tendido sobre un chapón, me propinaron un puntapié. La noche del 28 nos efectuaron los primeros auxilios. El Soldado Giraudo, que fue herido cumpliendo funciones de estafeta bajo el fuego enemigo, falleció esa noche. Sé que todos mis compañeros caídos, con el Teniente Estévez a la cabeza, deben estar ahora en el paraíso brutal de los valientes. Y vaya mi recuerdo sincero y emocionado para todos ellos.

Prosigo con mi relato. A la mañana siguiente, era el 29 de mayo, nos llevaron a un hospital de campaña en San Carlos y allí me efectuaron dos operaciones, una colostomía (ano contra natura) y una operación de búsqueda en el interior de mi cuerpo, tratando de localizar fragmentos de proyectil. Posteriormente, cirujanos argentinos me hicieron otras cuatro operaciones. Estando internado, un compañero me relató que Gómez Centurión y un grupo de prisioneros intentaron fugarse para regresar a nuestras líneas, pero no pudieron lograrlo.

Luego fui trasladado al buque hospital Uganda y ahí un capellán inglés, que hablaba un perfecto castellano, me dijo: “La guerra se terminó para vos”. Antes de que me trasladaran al Bahía Paraíso, el 05 y 06 de junio debí soportar, como todos mis compañeros, el interrogatorio de la inteligencia inglesa. El hecho de tener prisioneros “boinas verdes” en San Carlos y Darwin y la enconada resistencia que les opusimos les hacía no creer que cincuenta efectivos con sólo dos MAG, dos lanzacohetes y fusiles, hubieran podido detener a toda una compañía de tropas altamente especializadas, obligándolas a replegarse tres veces durante aquellas cinco horas infernales. Así fue, ciertamente, el combate de Goose Green o Pradera del Ganso. Algunos pocos soldados del 8 y del 12 y nuestra sección AOR dio material al jefe del comando inglés, Brigadier Mayor Julian Thompson, que en su libro No pic-nic describió la dureza de esta batalla que retrasó considerablemente los planes ingleses de tomar Darwin.

También supe que en otra acción durante el 29, el Teniente Coronel Jones, Jefe del Batallón de paracaidistas ingleses, murió en un choque con las fuerzas de la sección Romeo, a cargo del Subteniente Gómez Centurión.

El regreso

El 07 de junio desembarqué en Puerto Belgrano y permanecí internado en el hospital naval por seis meses, afrontando, como ya dije, cuatro operaciones más. Aquel maravilloso grupo formado por el Teniente Estévez aún perdura.

Entre agosto y octubre de cada año solemos reunirnos en comidas de camaradería donde abundan los recuerdos, las emociones y por qué no alguna que otra lágrima furtiva.
A pesar de todas las penurias sufridas, he logrado rescatar lo positivo que hubo y que fue mucho.

Quien tiene a la muerte cara a cara no deja, después de esos momentos, de mirar la vida de otra forma, la jerarquiza y trata de darle el más valioso y noble de los sentidos, el del amor a la familia, el trabajo, el estudio, la responsabilidad y el respeto.

El haber tenido el privilegio de estar junto a hombres de la talla del Teniente Estévez, que se convirtió en un modelo a seguir en mi vida, es algo que me ha marcado a fuego y que jamás olvidaré. Malvinas fue un punto de inflexión en nuestra historia. Nada será igual después de eso.

Ojalá todos los argentinos nos encolumnemos tras el objetivo de recuperarlas, esta vez siguiendo los caminos de la diplomacia, el respeto mutuo y la paz. En lo personal, me he propuesto rastrear, investigar, profundizar para rescatar del olvido a esos héroes y sus ejemplos, cosa que noto está faltando en la actual sociedad argentina.

Los conceptos de patria, probidad, honor, moral, ética, sustentados con la propia vida, estrella polar de los que cayeron en el Atlántico Sur, no deben caer jamás en saco roto. A las nuevas generaciones debemos hacerles conocer quiénes fuimos los que padecimos y luchamos y que ahora tenemos una edad de alrededor de cuarenta años; nosotros comenzamos a ser los nuevos dirigentes de este ciclo. Dios quiera que sepamos volcar nuestras experiencias para construir una Argentina mejor.

Deseo volver a Malvinas, detenerme ante la tumba del Teniente Estévez y las de mis compañeros caídos. Quiero volver a cierta ruta natural donde junto al Padre Mora emplazamos la imagen de la Virgen, ante la que teníamos misa por las mañanas. Quiero volver a rezar allí por el alma de los vivos y los muertos y agradecerle por haberme preservado. Y pedirle fuerza y conciencia para que mi vida no sea inútil sino provechosa para quienes me rodean, mi comunidad y mi familia.

Después de todo, ese es el mensaje que nos legó el Teniente Estévez.


Fuente: http://panoramacatolico.info/articulo/yo-vi-morir-a-nuestro-querido-teniente-estevez

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