8 de agosto de 2010

EL AVANCE BRITÁNICO EN EL ATLÁNTICO SUR - HABLANDO DE MALVINAS


Por Silvia Zimmermann del Castillo (*)


El pasado mes de octubre asistí a la tradicional asamblea mundial del Club de Roma. El encuentro fue en Ámsterdam. La ciudad lucía una dorada transparencia otoñal, y una serenidad que ahondaban las bicicletas, con su tránsito rítmico y silencioso.

El segundo día fue el turno de mi exposición en representación del Capítulo Argentino. Pero no es éste el tema de estas líneas, sino lo que ocurrió esa noche.

La comida de gala se ofrecía en una austera iglesia del siglo XVII que atesoraba un milagro: la mayoría de sus vitrales habían sobrevivido a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

Antes de pasar a la mesa, los miembros aprovechamos la distensión del momento para intercambiar ideas, charlar, conocernos mejor. Fue entonces cuando conocí a Crispin Tickell. Ese hombre, que se dirigía a mí en un flemático acento británico, me pareció un personaje surgido de alguna página de Virginia Woolf.

"La buscaba especialmente a usted, me dijo, porque escuché con sumo interés su exposición de esta mañana. Permítame presentarme." Es así como supe que se trataba de quien había sido el inspirador, defensor y negociador del restablecimiento de las relaciones entre nuestro país y el Reino Unido, después de la guerra de Malvinas.

La abrupta irrupción de un tema demasiado sensible para mí me tomó de sorpresa, por lo que sólo atiné a decir: "¡Qué inesperada emoción!, Malvinas es un tema muy doloroso para nosotros".

"Lo sé, repuso, y créame que lo comprendo porque siento por los argentinos un sincero afecto".

Seguidamente, me habló del entonces canciller Dante Caputo, a quien elogió por su inteligencia y sólida formación en cuestiones internacionales, y de su visita a nuestro país, que guardaba entre sus más gratos recuerdos.

Vaciló unos instantes y agregó: "Hace unos años, estuve en las islas y me acerqué al cementerio de sus caídos para rendirle mi respetuoso homenaje", y se inclinó ante mí replicando el recuerdo. Una súbita congoja me apretó la garganta.

El embajador Tickell hablaba de nuestros caídos, yo no podía dejar de pensar en que eran adolescentes; el me refería el llanto de algunos de nuestros jóvenes soldados al ser tomados prisioneros, yo no dejaba de pensar que eran nuestros hijos, inexpertos, casi niños frente a gurkas cuyo negocio es la guerra. El hablaba del orgullo británico mancillado por el desatino de un beodo, yo sentía la punción de un pasaje triste de nuestra historia y el intenso dolor de un amor.

Ahora que Gran Bretaña avanza sobre las aguas del Sur en su prepotente exploración petrolera, me vienen estas imágenes a la memoria, y me hago la pregunta que hice entonces a mi interlocutor: "Y ahora qué".

"La situación es compleja", me respondió entonces.

Las realidades siempre son complejas, aunque sean simples las verdades; la complejidad es un ingrediente que saben agregar los hombres.

No dudo de la simple, diáfana y justa legitimidad de nuestros reclamos, y es mi convicción que una nación no debe resignarlos. Se trata de compromisos históricos con lo profundo de nuestro ser enraizado en la heredad, en el suelo, en las glorias, los fracasos, la grandeza y los errores.

Mis inquietudes surgen, en cambio, cuando me detengo a reflexionar sobre la salud espiritual e intelectual de los argentinos, en la cual sustentarnos para hacer valer nuestros derechos.

Es entonces que me pregunto: ¿en qué estuvimos ocupados todo este tiempo mientras Gran Bretaña incluía en la Unión Europea las islas como territorios británicos de ultramar, acrecentaba su presencia armada en las islas y preparaba esta maniobra artera que hoy nos ofende y nos provoca.

Las conclusiones me afligen: estuvimos retrotraídos a los años 70, exhumando rencores, denostando instituciones republicanas, envileciéndonos en una cotidianidad de recriminaciones e improperios públicos, degradándonos en nuestro diario vivir.

El Bicentenario encuentra un país debilitado en increíbles enfrentamientos internos, postergado, sumido en la procacidad, y ahora humillado por una iniciativa inglesa frente a la cual nuestra indignación no hace más que develarnos nuestra intemperie interior.

Y no porque deseemos ir a una guerra, como tan obstinadamente insiste Inglaterra en hacer creer, sino porque, a fuerza de reproches sostenidos hasta el hartazgo y de odios realimentados, hemos descuidado la tarea que nos correspondía encarar: la consolidación de la Argentina que debemos a los padres de esta patria, a nuestros hijos, digna y apta para la defensa de lo que ya es hoy antes que mañana, el más preciado tesoro de los tiempos y que nos ha sido dado en abundancia: nuestros recursos naturales.

Les cabe a nuestros gobernantes la responsabilidad de esta negligencia, pero también a la sociedad en su conjunto, porque los representantes que tenemos o padecemos no son sino la cara visible de una gangrena moral. Testimonio de ello son nuestro lenguaje soez y los contenidos de las declaraciones públicas tan groseras como ignaras. Efectivamente, nuestra realidad es compleja en vulgaridad, indolencia y liviandad.

Vez pasada, me detuve a escuchar los comentarios de un diputado nacional cuyo nombre ofrendo al olvido. De acuerdo con su visión, es absurdo hablar de crisis cuando la gente se va de vacaciones y no se priva de gastar. Quedé atónita ante esa insólita estadística ad hoc que hacía de la parte el todo, pero mucho más me alarmó sospechar que su concepción bien podía representar la miopía de una gran mayoría de ciudadanos.

En la urgencia por responder a la flagrante afrenta británica, hemos logrado el apoyo de las naciones latinoamericanas y caribeñas a nuestros reclamos y el reconocimiento de nuestra soberanía sobre las islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur, y los mares circundantes. En este siglo que estará signado por la pugna por el manejo de los recursos naturales, este hecho que debemos honrar reviste una significancia esperanzadora, porque un hemisferio que se pronuncia en unidad es una fuerza moral cuya contundencia se fortalecerá ciertamente en el tiempo, si la Argentina se pone a la altura de las circunstancias.

Tenemos por delante una ardua tarea de reconstrucción a realizar en todos los ámbitos, comenzando por el de la calidad de nuestras interrelaciones, porque el lodo en que se han convertido nos invalida espiritualmente ante nosotros mismos para luchar las contiendas internacionales. Mi padre solía decir que no sólo hay que ser, sino también parecer lo que se es: ser digno y también parecerlo, porque a fuerza de malentender la libertad, hemos invertido los valores, sin advertir que, de tanto confundir obscenidad con veracidad, hemos corrompido nuestros pensamientos.

Para esta labor patria, habrá necesidad de lo increíble: la poesía retornando a la televisión y a los colegios, la literatura como ocupación social, los filósofos presentes en los debates sobre estrategias nacionales, la buena música en las calles, dar a los jóvenes de los barrios marginales no sólo las herramientas para sobrevivir, sino las herramientas para pensar de la manera más elevada. Abrir los horizontes que hoy nuestros hijos sienten clausurados no es una tarea de finanzas cuyas ecuaciones suelen cerrar siempre en detrimento de los necesitados, es una tarea de mentes y de espíritus para derivar muros y traspasar lo imposible.

Una nación es como una obra de arte en la que se trabaja de generación en generación, día a día, golpe a golpe, verso a verso.

Aquella noche, Tickell y yo hablamos de El Aleph, de Borges, de los sonetos de Shakespeare, de los ciegos de Sábato, del extraordinario género policial inglés. Ambos profesábamos por lo mejor de nuestros países una mutua admiración. El hablaba de las Falkland isles; yo, de las islas Malvinas. Pero al brindar por la paz entre nuestros pueblos, él dijo Falkand-Malvinas, y entonces sentí que acabábamos de escribir un poema.

(*) La autora es directora del Capítulo Argentino del Club de Roma

Fuente: La Nación. Publicado el 01 de marzo de 2010

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