11 de mayo de 2019

MALVINAS, LA CARA OCULTA DE LA LUNA


Los isleños viven distantes de la nostalgia argentina. Son ricos y miran al mundo.

 
Malvinas hoy, tan cerca y tan lejos / Foto: Gabriel Pecot

Las Malvinas son la Luna. Están ahí, sabemos casi todo de ellas, pero la mayoría no fuimos nunca. Hace 80 años les hicimos una marcha que comienza Tras su manto de neblina... y tras su manto de neblina está Londres. No las hemos de olvidar, claro. Jamás.

El fin de semana hubo bandas militares que entonaron la Marcha de las Malvinas, compuesta en 1940 por Carlos Obligado, un intelectual que traducía poemas de Edgar Alan Poe, en distintas canchas argentinas, donde hubo homenaje a los caídos. Malvinas también es ese orgullo recuperado tras años de silencio y vergüenza: el orgullo de los veteranos y sus islas perdidas en el Sur que son su Norte.

En los estadios, el público esperó en silencio el último acorde para seguir con un clásico: El que no salta es un inglés...

¿El que no salta es Thatcher, Theresa May o Paul McCartney, con quien estuvimos saltando hace unos días en el Campo Argentino de Polo?

No importa tanto. Por eso al gol más grande de la historia lo seguimos llamando el gol de Maradona a los ingleses. A todos los ingleses.

Nuestro gol de la venganza eterna en dos versiones: primero con la mano y luego con los pies, gambeteando insensatez, muerte, derrota y olvido para recuperar el orgullo provisorio. Un arrebato individual que supere a la organización colectiva sólo funciona en el fútbol. Pero las islas siguieron lejísimo.

Ahora, dos enviados de Clarín vivieron una semana en lo que las guías del mundo llaman Port Stanley y lo que vieron fue a isleños modernos, conectados, millonarios y europeos en el Fin del Mundo. Distantes de la nostalgia argentina y recelosos de cada bandera celeste y blanca: está prohibido exhibirlas fuera del Cementerio de Darwin o más arriba de la cintura.

Cada argentino les recuerda que no están en Europa y que no quieren ser la Argentina. Por eso conservan en el paisaje cabinas telefónicas londinenses que nadie usa, se reúnen a tomar el té y manejan por la mano izquierda vehículos de lujo con volantes a la derecha.

No hay bares con fileteado porteño sino pubs con cerveza roja y fish and chips. Y ningún desayuno tiene medialunas ni dulce de leche.

Cada tanto, un puñado de argentinos va a ver cómo es nuestro territorio extranjero. Esa prolongación de Patagonia ventosa y árida que abriga prosperidad y no sufre con la inflación, la inseguridad, la pobreza ni el dólar y donde la única argentinidad permitida es la del cementerio.

Hasta allí peregrinan aún las familias de los chicos que fueron héroes antes de ser adultos. Los chicos perdidos por las esquirlas de la conciencia nacional que recién ahora van recuperando el derecho a una tumba con nombre.

La producción especial de Clarín incluye también el relato de un hombre que desembarcó allí el 2 de abril de 1982, con la ilusión de la quimera insensata. Y documentos inéditos que muestran desde cuándo las islas eran gobernadas y habitadas por argentinos y cómo el mundo reconocía la soberanía nacional.

La guerra marcó a una generación que en la Argentina lleva 37 años y en Port Stanley, una eternidad. Para nosotros no pasa nunca. Para ellos fue una batalla medieval, ganada con los estandartes reales y tan lejana y beneficiosa que no quieren ni mirarla. Los kelpers granjeros son ahora ingleses ricos. La guerra lo hizo.

Por eso sienten que hablar de soberanía con los argentinos es como discutir si York, ocupada por los vikingos antes del año 1000, debería volver a ser de Dinamarca.

Esa ajenidad creciente es la otra cara de nuestra Luna enorme y distante.

Fuente: https://www.clarin.com

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