El
25 de mayo de 1982 los Súper Etendard lanzaron sus misiles contra el Atlantic
Conveyor. Fue considerada una de las pérdidas más graves para la flota. Los
soldados británicos se vieron obligados a una marcha de 105 kilómetros hasta
Puerto Argentino. En el libro “La Guerra Invisible” se revela la intimidad de
la misión, la reacción del almirante Woodward y la conmoción política que
generó en Gran Bretaña.
Por
Marcelo Larraquy
El
ataque al Atlantic Conveyor el 25 de mayo de 1982
Fue
el 25 de mayo de 1982. Luego de la ceremonia de conmemoración del día patrio,
dos pilotos de la Armada dejaron Río Grande para atacar a la flota británica.
Esta vez no lo harían desde el sur, como cuando se hundió al Sheffield.
Sorprenderían a los británicos entrando por el norte.
El
turno para la misión fue para la dupla del Capitán Roberto Curilovic y su
numeral, el Teniente de Navío Julio Barraza. Despegaron después del almuerzo.
En
la pantalla del radar, Curilovic vio aparecer dos ecos chicos y uno más grande.
Con el radar abierto, avisó a Barraza. “Top al mayor”, le dijo. La suerte del
Atlantic Conveyor estaba sellada.
El
hundimiento de la nave, que llevaba helicópteros para transporte de tropas y
suministros, fue considerado una de las pérdidas más graves de la flota naval
en un momento en que las tropas todavía estaban inmovilizadas en la Bahía San
Carlos.
En
el libro La Guerra Invisible se revela cómo impactó en el jefe de la Fuerza de
Tareas, el Almirante Woodward, el hundimiento del buque carguero, y la
conmoción política que generó en Gran Bretaña, ante la posibilidad que se
declarara un “cese de fuego”.
Aquí,
el extracto del libro.
La
Fuerza de Tareas no había tenido más noticias de los Súper Etendard después del
impacto contra el Sheffield. Desde aquel día, los (aviones) Neptune mantuvieron
la exploración por el sureste de las islas, pero (el Comandante Sandy) Woodward
ya había alejado la flota. Faltaban blancos. Después los dos aviones empezaron
a reducir su prestación por fallas mecánicas. Consumían aceite en exceso. Nunca
los habían exigido con tanta frecuencia e intensidad como en los últimos dos
meses. Su mantenimiento requería más trabajo que el de un avión nuevo. Por cada
hora del Súper Etendard en el aire se requerían cuatro horas de revisión. El
Neptune necesitaba de diez horas de mantenimiento por hora de vuelo. Y en cada
salida volaba entre siete y nueve horas, en condiciones límites de combustible
y meteorología.
Un
Neptune había dejado de volar el 12 de mayo. El otro, el 15. Fueron llevados al
taller de la Base Espora para hacerles reparaciones. Sus ausencias resintieron
las misiones de los SUE. (…) Los dos aviones Neptune que habían participado en
el salvataje de los náufragos del crucero Belgrano y habían detectado al
Sheffield quedaron definitivamente fuera de servicio luego de cincuenta y tres
salidas y cuatrocientas veinticinco horas de vuelo desde el 23 de marzo.
Los
pilotos del Electra reemplazaron la búsqueda de superficie del Neptune, pero
este avión no contaba con equipos de contramedidas electrónicas; también podía
convertirse en blanco fácil de los buques.
(…)
La información sobre la flota británica comenzó́ a llegar desde la estación
radar aire móvil AN/TPS-43, enmascarada en el terreno. Cada vez que detectaban
la proximidad de un avión que volaba en dirección a su posición, apagaban y encendían
varias veces el radar para evitar ser localizados. Los operadores observaban
que, cuando un Harrier se alejaba después de bombardear sobre las islas, el
radar perdía el eco en determinado punto, en una distancia compatible con su autonomía
de vuelo. Esta desaparición del eco los hizo suponer que descendía sobre una embarcación.
“Abajo tiene que haber algo”, dedujeron. Podía ser un portaviones o un
transporte de aeronaves.
Súper
Etendard en 1982, Guerra de Malvinas
El
AN/TPS-43 podía detectar el vuelo de un avión a 200 millas de distancia. De
inmediato, los radaristas daban aviso al Centro de Información y Control (CIC)
y este transmitía el blanco a las baterías de defensa aérea. Cuanto mayor fuera
la distancia de detección mayor era el margen de reacción disponible para
disparar, aunque era difícil que las baterías lograran impactar sobre el avión
con un canon, aun cuando tuvieran un radar de control de tiro.
El
21 de mayo, desde el CIC comenzaron a informar a Comodoro Rivadavia la altitud
y la distancia en que desaparecían los aviones del radar de Malvinas. Lo hacían
por radio o teléfono, generalmente con soldados correntinos que hablaban guaraní́,
para evitar que las comunicaciones fuesen decodificadas.
Las
novedades llegaron al bunker (de la base de Río Grande). El 22 de mayo las
condiciones meteorológicas no fueron buenas. Se detectaron pocos vuelos británicos.
El 23 los radaristas ya tenían elaborado un plateo, un dibujo envolvente que
precisaba la ubicación de los descensos. Los vuelos desaparecían siempre en el
mismo lugar. Dentro de esa “envolvente”, se presumía, estaba la plataforma de
aterrizaje. El Neptune ya no podía volar para verificarlo.
Se
decidió́ el ataque a esa posición, a ese punto dato.
El
23 de mayo despegaron desde la base los pilotos Roberto Agotegaray y Juan José́
Rodríguez Mariani. Era el tercer despegue de los Súper Etendard a veintitrés días
del inicio de las acciones bélicas. El primero había sido el del Comandante
Colombo, con su numeral Machetanz. El segundo fue el de Bedacarratz-Mayora, que
había hundido al Sheffield.
En
esta tercera misión despegaron a las tres de la tarde; cuarenta y cinco minutos
después recibieron combustible desde el Hércules KC-130, y desde la milla 130
se pegaron al mar hasta la milla 55. Emitieron radar, pero ninguno de los dos
pilotos vio un eco en su pantalla, ni en la milla 38 ni en la 23 encontraron
ninguna referencia del supuesto blanco. Regresaron a la base.
Esa
misma noche, los dos Exocet volaron a la Base Espora para su revisión técnica.
Y al día siguiente fueron devueltos a Rio Grande.
Roberto
Curilovic, alias Toro, al regresar de la misión del 25 de mayo. El atraco había
sido letal, aunque todavía el resultado era un enigma
La
mañana del 25 de mayo de 1982 los pilotos se levantaron y desayunaron como cada
día. Se pusieron el traje de goma, participaron de la formación militar de
ceremonia y un rato después Colombo les informó sobre una posición
determinada. Existía la posibilidad de una misión.
El
turno era para la dupla del Capitán Roberto Curilovic y su numeral, el Teniente
de Navío Julio Barraza. Se habían adiestrado un año en Francia. En sus inicios
en la Escuela de Aviación Naval, Curilovic había volado un avión T-28 a hélice.
Su primer vuelo. “Esto no va a ser para mí”, había comentado cuando salió́ de
la cabina.
Se
puso en marcha la rutina, las tareas de prevuelo en la sala del hangar, el mapa
sobre la mesa. Curilovic pidió́ al resto de los pilotos que fumaran afuera. “A
partir de ahora, acá́ adentro no se fuma más”, dijo. La llegada de cada blanco
generaba tensión. Había mucha gente trabajando en la sala, el personal de
Operaciones, Meteorología, Comunicaciones. Un rato después sonó́ el teléfono de
pared. Colombo informó las coordenadas del probable blanco. Curilovic pidió́
un Hércules para las once de la mañana. Lo encontrarían mar adentro, a la
altura de Puerto Deseado, para el traspaso de combustible.
Ya
eran las diez. Cada piloto se subió́ a su avión y prepararon el instrumental
para el despegue. Esperaron la orden, pero se demoraba. Hasta que les avisaron
que el Hércules estaba en operaciones. Lo podrían interceptar en las
coordenadas previstas a las tres de la tarde. No antes.
Barraza
descendió́ del Súper Etendard, fue al comedor y comió́ un plato de guiso.
Curilovic no tenía hambre. Prefirió́ hacer tiempo y no comer. Se sentó́ en la
sala del hangar. Allí́ recibió́ una nueva información desde el bunker. En la
entrada del estrecho San Carlos había dos buques “piquete”, uno de clase 42 y
otro de clase 21, dispuestos para detectar aviones con sus radares y
dispararles en su aproximación al este. “La trampa de misiles”. Era un nuevo
escudo de protección para la Fuerza de Tareas.
Barraza,
alias Mate, al arribar ya de noche el 25 de mayo de 1982. Todavía no sabía a
cuál buque de la flota había impactado
Los
pilotos habían decidido que no volarían en línea directa. El Sheffield había
sido hundido desde una incursión por el sur. El nuevo diseño de vuelo sería
desde el norte, ingresando por un lugar inesperado para la formación de buques.
Después de la hora del almuerzo despegaron.
Sin
coordinación previa con la Aviación Naval, los aviones de la Fuerza Aérea
comenzaron a atacar al norte de la isla Gran Malvina. Las bombas cayeron sobre
el Coventry.
Al
momento del ataque, los Súper Etendard cargaban combustible en el horario
previsto tras casi una hora de vuelo. Ya no había diálogo entre los pilotos. El
Hércules solo les corrigió́ las coordenadas. El radar de Malvinas había
transmitido una nueva posición. Continuarían el vuelo con el perfil previsto,
20 mil pies, a seis mil metros de altura, hasta llegar a las 150 millas y después
bajar a 60 pies, 20 metros por encima del mar, y seguirían rumbo al blanco,
como indicaba la doctrina.
Los
aviones iban casi pegados. Entre uno y otro habría cien metros de distancia
lateral. Volaban en línea y en silencio. No tenían nada que decirse. Ya sabían dónde
estaba el objetivo, cuándo debían descender a ras del mar, cuándo trepar en
altura, cuándo emitir radar, cuándo lanzar los misiles.
A
55 millas del blanco, Curilovic miró a la cabina de Barraza y le hizo una seña.
Arriba. Treparon en altura y emitieron radar. Fueron tres barridos. Y allí́
estaban. En la pantalla aparecieron los buques. Vieron tres ecos. Se sintieron
seguros. Pero desde esa distancia no podían disparar. Volvieron a bajar, a
pegarse al agua hasta llegar a la milla 35. Fue un minuto, quizás un minuto y
medio más de vuelo a máxima potencia, y subieron otra vez hasta 400 pies, 120
metros de altura. A partir de entonces ya podían realizar el lanzamiento. También
estaban expuestos al alcance de un misil enemigo. Había que ver quién lanzaba
primero, como en un duelo de cowboys.
Así
fue la ruta de ataque: desde Río Grande volaron mil kilómetros hasta la latitud
de Puerto Deseado donde reabastecieron combustible. Luego viraron hacia el este
y a una distancia de 37 km del blanco dispararon los misiles. Fueron 4.10 horas
de vuelo.
Volvieron
a emitir con el radar. En la pantalla de Curilovic aparecieron dos ecos chicos
y uno más grande. Con el radar abierto, avisó a Barraza. “Top al mayor”, le
dijo. No tenía tiempo de sentir nada. En ese momento, cada segundo que se perdía
era una concesión. Un segundo menos para él, un segundo más para el enemigo. El
SUE ya estaba en condiciones de ser impactado con misiles desde los buques,
pero si no había sido interceptado por un radar en la trepada de la milla 55
era improbable que lo detectaran y dispararan en la segunda, en la milla 27.
Los
destructores británicos tenían el Sea Dart como defensa antiaérea, un misil diseñado
para batir blancos de hasta 40 millas en altura. El sistema de defensa
funcionaba así́: el radar detectaba el eco de la aeronave enemiga y el operador
daba autorización para el disparo automático del misil. Si era un avión que
volaba en altura, lo iba trackeando en la pantalla, lo seguía, lo miraba, no le
perdía pisada, y, cuando se aproximaba, le apuntaba y lo enganchaba con el
radar de control de tiro. Apretaba el botón y disparaba. Este era el
procedimiento contra aviones que transportaran armas convencionales, que debían
sobrevolar las unidades para lanzar sus bombas, u otros que volasen en altura.
Pero
el sistema de defensa antiaérea tenía menos opciones para parar aviones que
lanzaban misiles Exocet a distancia. Solo el chaff podría engañar su dirección,
o los misiles Sea Wolf, para defensa puntual, contra blancos que se
aproximaban, aunque cuando los detectaban ya tenían el misil encima del buque.
Atlantic
Conveyor instantes después del ataque
En
la milla 33, Curilovic llevó la alidada sobre el eco mayor que aparecía en
pantalla. Pero no disparó. Siguió́ volando. El radar quedó enganchado sobre
el blanco y comenzó́ su comunicación con el misil. Le dio entrada. Curilovic
lanzó a 23 millas de distancia al top mayor. La computadora informó al misil adónde
debía dirigirse. El misil se desprendió́ del ala en caída libre, 660 kilos
hacia abajo. Luego encendió́ su motor y se desplazó́ hacia su blanco. Barraza también
disparó. Luego colocaron el avión a máxima potencia y giraron a ras del agua
para alejarse de la zona de operaciones.
Curilovic
vio el sol y los dos misiles en el aire; se quedó́ mirándolos, atraído por su
vuelo. Después empezó́ a establecer la frecuencia para la comunicación con el Hércules.
Aunque con lo que aún tenía en el tanque podría llegar a Puerto Deseado, prefería
regresar a Rio Grande para concentrar la logística en la base. Pero necesitaba
combustible. El piloto del Hércules le indicó la posición donde lo encontraría.
Cuando empezó́ a cargarla en la computadora, se encendió́ la alarma de detección
de señal radar en su indicador. Estaba siendo iluminado por un radar: lo habían
detectado. Lo estaban viendo. Dejó de operar sobre la computadora. En ese
segundo supuso que podría ser un Sea Harrier. Sintió́ angustia e incertidumbre,
hasta que vio el avión de Barraza listo para formarse y alinearse junto al
suyo.
Barraza
hizo un gesto con el dedo en alto, señal de que la misión había estado bien.
Curilovic dedujo que la señal radar detectada correspondía al Súper Etendard de
su piloto numeral.
El
área de popa por donde ingresó uno de los Exocet
Arriba,
en el cielo, todavía había luz cuando encontraron al avión tanque. Pero abajo
ya era de noche. El piloto del Hércules no le dijo nada. Ninguna información
desde tierra. Nadie sabía qué había ocurrido con los dos misiles.
A
las 6:10 de la tarde aterrizaron en Rio Grande. Habían volado casi cuatro horas
para cumplir la misión. Fueron a la sala del hangar a esperar novedades.
Dejaron la radio BBC encendida. (…)
El
Atlantic Conveyor se hundió́ el 28 de mayo. El Brigadier Julian Thompson, que
acababa de asumir el mando de las tropas terrestres desembarcadas, lo consideraría
la pérdida más grave de la flota naval. Complicó su estrategia. Tuvo que
cambiar el plan de batalla. Ahora los soldados tenían que desandar cien kilómetros
en marcha terrestre.
El
Atlantic Conveyor era un buque que en la práctica obraba como un portaviones.
En el ataque se habían perdido seiscientas bombas, misiles Sidewinder, misiles
para helicópteros, cohetes antitanques, combustible, municiones, abastecimiento
logístico para cuatro mil quinientos hombres que habían desembarcado, una
planta potabilizadora de agua, y placas de aluminio y equipos eléctricos para
montar la pista de aterrizaje vertical sobre la costa de San Carlos, a fin de
que los Harrier pudieran operar desde tierra.
También,
y, sobre todo, se perdieron tres helicópteros Chinook y otros cinco Wessex, que
iban a ser descargados esa misma noche en la costa del estrecho para el
traslado de tropas hacia Puerto Argentino. Un solo helicóptero Chinook sobrevivió́
al ataque. En ese momento estaba en vuelo, transportando equipos y personal a
barcos logísticos. El Chinook podía cargar hasta diez toneladas. Tenía cinco
veces más capacidad que un Sea King. Con esa única unidad, en diferentes
misiones sobre la isla, trasladaría a mil quinientos soldados, además de baterías
antiaéreas y cañones, entre otros materiales de guerra.
El
buque ardió durante tres días. Luego, el Atlantic Conveyor se fue a pique y
ello significó la mayor pérdida logística unitaria en la guerra
El
Almirante Woodward también lamentaría el ataque. Había mantenido al Atlantic
Conveyor en la retaguardia para protegerlo de los Súper Etendard, luego lo haría
navegar durante la noche en velocidad hacia San Carlos para descargar material
de guerra y retornar a una posición más segura, hacia el este de las islas.
Se
suponía que era un área inalcanzable para aviones que despegaban desde Rio
Grande. No imaginaba que el ataque llegaría desde el norte. “¡Maldición, todavía
es 25 de mayo! ¿Acaso este maldito día no terminará nunca?”, escribiría en su
diario (…)
En
el balance, al 25 de mayo, la flota británica había perdido cinco barcos y las
tropas en tierra todavía permanecían alrededor de la cabecera de puente. La expedición
a Puerto Argentino no se iniciaba. Los planes de movilización se habían desecho
tras la pérdida de los helicópteros Chinook. Ahora debían atravesar pantanos,
arroyos y cerros con mochilas, granadas y armas pesadas, además de convivir con
la tensión de un inminente ataque aéreo argentino.
Julio
Barraza y Roberto Curilovic en Río Grande
El
gabinete político y la Cámara de los Comunes entraron otra vez en pánico, como
el día del ataque al Sheffield. ¿Estamos perdiendo la guerra?, preguntaban a
funcionarios de Defensa. La comunidad política se impacientaba. La peor
pesadilla era volver a vivir una experiencia semejante a la del canal de Suez
en 1956, cuando la presión diplomática de la ONU había obligado a Gran Bretaña
a retirar sus tropas luego de la victoria militar, en alianza con Francia e Israel.
La
maldición, ahora, sería que las Naciones Unidas resolvieran el “cese de fuego”
y obligaran a sus fuerzas a salir de las islas sin haber resuelto su recuperación
militar. La Argentina, en cambio, esperaba que los combates terrestres se
retrasasen y se resolviera una tregua. (…)
Fuente:
https://www.infobae.com