27 de julio de 2019

DOS COMANDOS ENEMIGOS EN MALVINAS: EL ARGENTINO LO CAPTURÓ Y PROTEGIÓ DEL FRÍO Y AL CAER PRISIONERO, EL INGLÉS LO RECONFORTÓ

El comando (RE) Francisco Altamirano narró para Infobae el suceso en Malvinas que lo marcó para siempre; una singular historia de respeto por la vida y la muerte en el campo de combate

Por Loreley Gaffoglio

Los comandos del Regimiento 601 que operaron en la isla Gran Malvina, uno de ellos carga en sus espaldas un misil antiaéreo Blow Pipe
Los comandos del Regimiento 601 que operaron en la isla Gran Malvina, uno de ellos carga en sus espaldas un misil antiaéreo Blow Pipe

Gavin John Hamilton no era un comando cualquiera. En 45 días de conflicto, el Capitán del Escuadrón 19 de Montaña del SAS (Servicio Aéreo Especial) había incursionado con éxito en las operaciones terrestres más audaces en el Atlántico Sur.

Junto a su tropa, en medio de condiciones atmosféricas infrahumanas, el oficial inglés había sobrevivido a la caída de su helicóptero en el glaciar Fortuna en las Georgias. Dos días después, lideraba la avanzada contra las posiciones enemigas en Grytviken cuando, superados en número y armas, las tropas argentinas se rindieron en las Georgias.

Uno de los dos helicópteros ingleses estrellados por vientos de 200 km por hora en el glaciar Fortuna, en las Georgias.
Uno de los dos helicópteros ingleses estrellados por vientos de 200 km por hora en el glaciar Fortuna, en las Georgias.

Aquella victoria, bautizada Operation Paraquat por los ingleses, fue apenas el preludio de lo que protagonizaría después: en la isla Bordón, en el extremo norte de Gran Malvina, Hamilton y su gente descendieron de madrugada de un Chinook, alcanzaron a pie la Estación Aeronaval Calderón y canibalizaron con cargas explosivas, morteros y cohetes una flota completa de aviones: 6 IA 58 Pucará, 4 Beechcraft T-34 Mentor y uno de transporte Skyvan.

Uno de los 6 Pucará destruidos el 15 de mayo en el isla Bordón por el capitán John Hamilton del SAS
Uno de los 6 Pucará destruidos el 15 de mayo en la isla Bordón por el Capitán John Hamilton del SAS

El asalto había sido magistralmente ejecutado: reeditando las operaciones del SAS en aeródromos del Norte de África durante la II Guerra Mundial, en 30 minutos redujeron a chatarra las 11 naves, eliminando la defensa aérea desde esa base estratégica para el desembarco en San Carlos.

Otra misión encumbró su liderazgo entre los mountain troopers: en Darwin emboscó y capturó a 5 argentinos, 3 heridos. Pero ahora Hamilton, de 29 años, operaba del otro lado del estrecho. Desde el atalaya de un macizo, mezcla de filosas piedras y turba húmeda, presidía una patrulla de observación en Puerto Mitre (Howard). Infiltrado detrás de las líneas argentinas, hacía cinco días que enviaba informes codificados y precisos sobre los movimientos del aislado Regimiento de Infantería 5 (RI5).

Los soldados de las Fuerzas Especiales del Ejército del Comando 601 como los del RI5 sufrieron todo tipo de privaciones en Puerto Howard, en la isla de Gran Malvina
Los soldados de las Fuerzas Especiales del Ejército del Comando 601 como los del RI5 sufrieron todo tipo de privaciones en Puerto Howard, en la isla de Gran Malvina

Ni Hamilton ni Fonseka intuyeron la amenaza inminente; ese tipo de peligro que a veces engendra el azar: otra patrulla de la 1° Sección de la Compañía de Comandos 601, tan adiestrados como ellos, regresaba de una misión idéntica a la suya: escudriñar con la vista y los oídos el despliegue de buques, helicópteros y tropas desde la costa del Estrecho San Carlos.

Capitán John Hamilton de las tropas de montaña del SAS
Capitán John Hamilton de las tropas de montaña del SAS

Liderados por el Teniente Primero José Martiniano Duarte, secundado por los Sargentos Eusebio "Negro" Moreno y Francisco "Mono" Altamirano y el Cabo Roberto "el Terco" Ríos, la patrulla venía marchando a campo traviesa desde las 5 de la madrugada. Era un desplazamiento táctico, sigiloso. Los comandos se comunicaban por señas y cubrían todos los flancos: uno al frente, otro a la retaguardia y el resto a cada costado con el peso del equipo de radio.

El reloj marcó las 11 cuando la columna decidió hacer un alto y rotar la formación. Detrás de una cresta rocosa los comandos se alivianaron de cargas y engañaron al frío con el remanente de una cantimplora con mate cocido. Todavía faltaban 5 km para alcanzar las filas argentinas en poblado de Howard, cuando al reanudar la marcha los adelantados Moreno y Duarte súbitamente se detuvieron. A unos 50 metros señalaron un paredón rocoso en altura, y con sus índices en los labios impusieron silencio.

Hay alguien ahí, alertó el líder con un susurro al marcar el punto.

Están hablando por radio. ¡Son ingleses!, retrucó Moreno.

No, pueden ser kelpers. O tal vez del ECA (Equipo de Control Aéreo, encargados de las alertas tempranas), dudó el jefe.

La tensión y los borbotones de cortisol aumentaban mientras deliberaban. Soltaron los equipos y se parapetaron con sus FAL en posición de combate.

No, no, son ingleses. Yo los escuché bien, insistió Moreno, en una clara arenga ofensiva.

De golpe, Altamirano divisó un gorro oscuro entre las piedras.

¡Alto!, ordenó a los gritos, ¿Son argentinos?

La respuesta sobrevino al instante a través de una feroz ráfaga de fusiles M16, seguida por una granada que picó larga. Los comandos argentinos abrieron fuego y Moreno arrojó dos granadas de mano.

Acorralados y superados en número, los SAS iniciaron un repliegue colina abajo: Fonseka corría y disparaba mientras su jefe lo cubría. En ese intenso fuego cruzado, con proyectiles trazantes del lado argentino, a Fonseka la precisión de un impacto le voló el fusil de sus manos. Cuando quiso recuperarlo, otros 4 proyectiles lo rozaron y le agujerearon la parca. Las andanadas continuaron por un lapso breve hasta que el cuerpo en fuga de Hamilton "dio como una vuelta en el aire" y se desplomó de espaldas. Quedó inmóvil entre la maleza húmeda y achaparrada.

A unos metros del cuerpo de Hamilton, el Sargento Fonseka, cuerpo a tierra entre la hierba, levantó levemente las manos.

¡Alto el fuego, alto el fuego! Se rinde, se rinde, se desgañitó, con desesperación, Altamirano. Intentaba atemperar el fragor y la adrenalina de sus camaradas en aquel combate por la supervivencia.

Sin emitir palabra, con las manos ahora bien en alto, conminaron al inglés a caminar hasta los comandos. Duarte no se fiaba y todos continuaban apuntándole. Le ordenó a Altamirano que lo palpara y a Ríos que socorriera al caído y le retirara el arma. Al acercarse el Cabo comprobó que Hamilton había muerto en el acto. Prosiguió unos pasos y revisó los equipos ingleses guarecidos detrás de aquel "escudo" pétreo. Una radiobaliza permanecía encendida, lo cual significaba que otra patrulla podría acudir en ayuda y tenderles una emboscada. Como no supo cómo cortar la transmisión, rompió a cascotazos y patadas la radio.

La lápida en Puerto Howard que recuerda el lugar exacto donde se ocultó Hamilton antes de caer en combate. El oficial inglés fue condecorado postmortem por la valentía que demostró al enfrentar a los comandos argentinos y al cubrir a su camarada.
La lápida en Puerto Howard que recuerda el lugar exacto donde se ocultó Hamilton antes de caer en combate. El oficial inglés fue condecorado postmortem por la valentía que demostró al enfrentar a los comandos argentinos y al cubrir a su camarada.

La muerte del soldado enemigo cuya identidad desconocían estremeció a los comandos, todos devotos católicos.

En la sobaquera de Fonseka, Altamirano descubrió una pistola 9 mm. Debajo del puño leyó, exaltado: "Fábrica Militar de Armas portátiles Domingo Mateu. Rosario-Argentina".

Con un inglés muy rudimentario, le exigió al prisionero una explicación:

Army, army argie, señaló nervioso Altamirano, confundiendo "arma" (weapon) por "army" (ejército): This what?

Darwin, soltó Fonseka, en medio de la incertidumbre por su suerte y tal vez por su propia supervivencia.

La patrulla se escindió en dos grupos para el regreso por diferentes rutas. El jefe y el Mono Altamirano caminaban con el prisionero, mientras los otros llevaban los equipos y su radio apagada para evitar ser detectados.

Vamos a hacerle bajar los brazos a este pobre hombre que ya debe estar acalambrado, sugirió el subordinado, que lo secundaba desde atrás, sin dejar de apuntarle a la espalda con su FAL.

Si, sí, que las baje, asintió Duarte.

Cruzaron un arroyo con el agua hasta la cintura y poco antes de entrar en Puerto Howard el jefe le ordenó adelantarse y buscar a un grupo de comandos para "ponerle un poncho" y camuflar al inglés". Eso suponía hacerlo pasar desapercibido entre los soldados ante la mirada indiscreta de los kelpers.

Francisco “Mono” Altamirano (parado a la izquierda) y Eusebio “El Terco” Moreno, su pareja de combate (sentado con guantes negros).
Francisco “Mono” Altamirano (parado a la izquierda) y Eusebio “El Terco” Moreno, su pareja de combate (sentado con guantes negros).

"El alma angustiada"

La muerte instantánea del inglés abandonado en la colina, aunque nadie pudiera precisar cuál de todos lo había acribillado, embargaba de zozobra a Altamirano. A pesar de su temple de comando, a pesar del conflicto bélico, se trataba de una vida sesgada.

La guerra, pensaba el sargento, es una platea desde la que se observan las peores miserias humanas. "Matás o te matan. Y cuando entrás en combate, rogás que el enemigo tire para otro lado cuando ahí también hay vidas humanas".

Altamirano corrió cerca de un kilómetro hasta el campamento y al ver a sus compañeros la emoción lo desbordó:

Tuvimos un combate. Estamos todos bien. Pero matamos a un soldado, se desahogó.

¿Un soldado argentino?, preguntaron.

No, no, un soldado inglés, dijo y por primera vez en la guerra estalló en llanto.

Al arribar a la guarnición con la estrategia ideada, Duarte entregó a Fonseka y ordenó a otra patrulla que buscaran el cuerpo de Hamilton. Las coordenadas tal vez no habían sido precisas y fueron necesarias dos incursiones hasta hallarlo. Previo al entierro con honores, lo velaron en un depósito sobre improvisados cajones al lado de un joven conscripto correntino: Remigio Antonio Fernández, fallecido en condiciones trágicas.

Ambos cuerpos a la par, sin distinciones; envueltos en nylon negro, cerrados en los extremos con ganchos de abrochadora. El mismo respeto ante la muerte. En ese escenario precario, ascético, Altamirano y su compañero de combate, Moreno, los despidieron rezándoles un rosario.

Aún perturbado, el Sargento pidió permiso para visitar al prisionero. "Quería que supiera que yo lo respetaba, como a todo soldado que se rinde. Fui a tenderle una mano amiga y de paso quería asegurarme que nadie lo maltratara". Roy Fonseka permanecía custodiado en un pozo tapado con pesadas maderas y fardos de lana.

Hijo de una empleada doméstica y de un jornalero, Altamirano huyó de la pobreza extrema enrolándose en el Ejército. Con una gran destreza física, se destacó como comando y montañista. En el 2000 dejó la Fuerza y abrió su escuela de buceo en Santa Fe.
Hijo de una empleada doméstica y de un jornalero, Altamirano huyó de la pobreza extrema enrolándose en el Ejército. Con una gran destreza física, se destacó como comando y montañista. En el 2000 dejó la Fuerza y abrió su escuela de buceo en Santa Fe.

Ayudándose con los gestos, se presentó ante Fonseka, le ofreció un cigarrillo, que siempre llevaba, aunque no fumaba y compartieron un té entre los tres, que les acercó el soldado de guardia.

Tomorrow, championat, the war cup, lanzó con una sonrisa sobre el Mundial de Fútbol de España 1982, sin darse cuenta de la mezcolanza idiomática.

Oh, yeah, the soccer World Cup, tradujo Fonseka.

Conversaron en ese argot y observó la molestia del prisionero por sus botas y medias todavía húmedas tras cruzar el arroyo. Notó además que tenía frío. Alguien se había quedado con un trofeo de guerra: la chaqueta del comando inglés. Buscó en su mochila y le regaló un sweater y un par de medias secas. El inglés lo agradeció y se despidieron con un apretón de manos.

Dos días después, el General Mario Benjamín Menéndez firmaba en Puerto Argentino la rendición ante John "Sandy" Woodward, comandante de la flota británica.

Puerto Howard al comienzo de la guerra.
Puerto Howard al comienzo de la guerra.

En Puerto Howard las noticias eran confusas. Aislados como estaban se pensó en un primer momento que sólo se trataba de un alto el fuego. Pero más tarde, cuando se ordenó que todos los soldados se desarmaran el peso de la rendición quebró el ánimo de los combatientes.

A Altamirano le ordenaron acondicionar una pista para el aterrizaje de un helicóptero inglés y permanecer en su lugar de emplazamiento: un oscuro y pequeño cobertizo que compartía con su grupo de comandos.

En medio de la desazón y el encierro, una voz le dio ánimo.

Francis, Francis, lo buscaba Fonseka para despedirlo, antes de que lo sometieran a una revista minuciosa por su condición de comando y lo confinaran a una turbera durante 4 días.

Very good, Francis. Very good (muy bien, Francisco), le dijo el inglés con el pulgar en alto por cómo lo había tratado. No ahondó quizás en muchas más palabras, consciente de las limitaciones idiomáticas entre ambos.

Very good for you (muy bien para vos), se sinceró Altamirano.

Do not worry! The war is politics (no te preocupes, la guerra es política), intentó consolarlo el inglés, mientras levantaba el brazo en alto sugiriendo que las decisiones se tomaban en un nivel de mando muchísimo más alto.

Roy Fonseca y Francisco Altamirano se reencontraron y se abrazaron fraternalmente 35 años después de la guerra en las islas Seychelles, en el Índico.  Roy le regaló una de las boinas del SAS y Francisco un libro con las fotos de Malvinas.
Roy Fonseca y Francisco Altamirano se reencontraron y se abrazaron fraternalmente 35 años después de la guerra en las islas Seychelles, en el Índico.  Roy le regaló una de las boinas del SAS y Francisco un libro con las fotos de Malvinas.

En una ofrenda inusual de hermandad profesional, Altamirano le regaló su boina de comando. Todo un símbolo de su fuerza de pertenencia. En esas boinas los comandos suelen escribir los nombres y cumpleaños de sus hijos. La que le entregaba a Fonseka tenía los de Ivana, Iván, Iris e Irina.

Se despidieron como soldados, con la venia militar y no volvieron a verse hasta 35 años después, cuando con sus alumnos de buceo de la escuela que fundó en Santa Fe, viajaron a las islas Seychelles.

Roy, el ex comando inglés, convertido en un próspero empresario en el rubro de la seguridad marítima, lo agasajó en su casa y lo invitó a participar de la ceremonia oficial del Memorial Day. En esa fecha los países del Commonwealth honran a los caídos en todas las guerras.

Dos comandos enfrentados por las circunstancias en 1982. “Nunca la guerra es justa” dijo Altamirano al honrar a los caídos de todos los conflictos en las islas Seychelles
Dos comandos enfrentados por las circunstancias en 1982. “Nunca la guerra es justa” dijo Altamirano al honrar a los caídos de todos los conflictos en las islas Seychelles

Allí Fonseka le entregó su boina a Altamirano y cada uno a turno recordaron al Capitán del SAS John Hamilton, condecorado con la Cruz Militar otorgada por la Reina Isabel.

Frente a las autoridades de la isla, coincidieron en un concepto: "Nunca hay guerras justas".

La tumba del capitán Hamilton en el cementerio de Howard
La tumba del capitán Hamilton en el cementerio de Howard

Fuente: https://www.infobae.com

23 de julio de 2019

LAS CARTAS DESDE MALVINAS COMO PRUEBAS DE VIDA: DE PUÑO Y LETRA, LOS SENTIMIENTOS DE LOS SOLDADOS ARGENTINOS DURANTE LA GUERRA


Familiares, amigos, novias e incluso gente que no los conocían, sintieron la necesidad de brindar su apoyo a los combatientes. El desasosiego de los padres, el amor de los hermanos, las promesas para cuando regresaran, los detalles del día a día en las islas se revelan en cartas y telegramas que hoy se exhiben en una muestra en Mar del Plata

Por Mateo Niro

La carta de Raúl a sus padres
La carta de Raúl a sus padres

"Queridos padres:
Esta carta la tengo que hacer rapidísimo. Estamos todos muy bien. No se preocupen. Acá no pasa nada. Por lo que le hayan dicho halla, acá no pasó nada. Espero verlos lo más pronto posible. Se supone que hay bloqueo aéreo así que no se si vamos a poder escribir de nuevo o recibir cartas.
Los quiero mucho a todos.
Perdonen la letra la carta la estoy haciendo rápido y a oscuras. Escriban por las dudas. De verdad acá no pasó nada y ojalá no pase".

Así empezaba una de las cartas que mandó Raúl desde las Islas Malvinas en tiempos de la guerra -que se transcribe tal cual, y uno puede imaginarlo con los dedos duros como hielo, doblando a duras penas el papel y metiéndolo adentro del sobre, rogando que llegue ese mensaje a buen puerto, que llegue hasta aquellos que se habían quedado esperándolo en Mar del Plata, solo esperándolo como en un tiempo detenido, mientras él estaba ahí, escribiendo cartas, entre el viento y la angustia, queriendo sí que el tiempo le pase de una vez para volver.

“Ojalá no sea la última correspondencia”, le escribió Ale a su familia
“Ojalá no sea la última correspondencia”, le escribió Ale a su familia

La guerra de Malvinas generó un intercambio epistolar de características extraordinarias.

Familiares, amigos, compañeros, incluso personas que no los conocían, sintieron una necesidad de brindar su apoyo, contención y cariño a los soldados. Así intercambiaron cartas y telegramas con los combatientes a lo largo de los 74 días del conflicto bélico y durante décadas después, cuando la lucha fue de carácter más personal pero igual de trágica.

La muestra en Torreón del Monje, de entrada libre y gratuita, muestra las cartas de los soldados de Malvinas
La muestra en Torreón del Monje, de entrada libre y gratuita, muestra las cartas de los soldados de Malvinas

Las cartas, telegramas y postales muestran la parte íntima de la guerra, los detalles del día a día, el desasosiego de las madres y los padres, las promesas de asados de amigos, los dibujos de los sobrinos, las encomiendas que no llegaban, las palabras de aliento, el deseo insuperable de volverse a encontrar.

"Cartas de Malvinas" es una muestra, de lunes a domingo, en el Torreón del Monje, que da cuenta del impacto de la guerra en Mar del Plata, con misivas que llegaron y salieron de la ciudad.

Analizando las cartas de la guerra

En tiempos de grandes sucesos, la carta hace las veces de historia mínima en medio de la bulla de la gran Historia. Y cuando el acontecimiento es la guerra, esa huella parece abrirse paso como un discurso pequeño, interpersonal, de sujetos casi anónimos que se escriben para contarse cosas de la vida en medio de la muerte que ronda. Así lo refleja un puñado de cartas que cruzaron el océano desde las Islas Malvinas hasta Mar del Plata y viceversa.

“Mami, te escribo para que sepas que estoy bien”
“Mami, te escribo para que sepas que estoy bien”

El teatro de operaciones en la guerra de Malvinas fue ajeno, distante, otro mundo. Desde los territorios de origen partieron cartas a los seres queridos ausentes para notificar, a simple vista, de cómo quedaron las cosas, del afecto que se tiene por ellos, de las noticias del mundo que dejaron, del deseo que les cuenten cómo anda todo por allá.

La materialidad de la carta permite determinados usos que se agravan en circunstancias como la guerra. Uno es la fetichización: el pequeño papel que va de una mano a la otra, la caligrafía insegura, una fotografía que llega al destino remoto. El otro, quizá resultado del primero, es cierto ánimo de acumulación: cuantas más cartas se reciben, más se es querido (de ahí esa fórmula de las cartas compasivas "al soldado que no recibe correspondencia").

“Te cuento que ahora puedo escribir porque las cartas no las pagamos”, le dijo Gustavo a sus padres
“Te cuento que ahora puedo escribir porque las cartas no las pagamos”, les dijo Gustavo a sus padres

La carta, más que constituirse en canal del mensaje, se transforma en el mensaje mismo: un acto. Como las cartas amorosas, no resulta tan importante el significado de sus palabras, sino que estas sean dichas, la mera enunciación.

En una de ellas, del 21 de abril del año fatídico, le escribió Gustavo a su mamá: "… no te voy a escribir mucho porque no tengo mucho para contarte…".

Lo que prima, entonces, no es el contenido sino la acción de decirlo. Pero, a pesar de eso, o más bien por eso, piden insistentemente respuesta (así lo dice al final en la misma carta).

"… bueno ma, esperando que me contestes pronto termino la carta así nomás, porque no sé qué contarte. Mañana te vuelvo a escribir.
Chau! Gustavo.
PD: Saludos a todos, no te olvides de nadie. Contesta pronto".

“Te quiero encontrar firme, de pie, y con unas fuerzas tremendas por el solo hecho de ser mi Madre a la cual adoro y admiro”
“Te quiero encontrar firme, de pie, y con unas fuerzas tremendas por el solo hecho de ser mi Madre a la cual adoro y admiro”

Las cartas van a explicitar a los cuatro vientos el deseo de que el vínculo no se corte y esto es dicho a veces con ánimo gentil o con gestos de gratitud sobre el potencial eco. Otras, con modalidad imperativa. Podemos pensar que en esto confluyen cuestiones afectuosas: si me escribís es porque me querés y quiero que me quieras.

Pero no se trata solo de cartas de amor, sino de amor y de guerra. Porque, si la correspondencia en los sujetos amantes se convierte en testimonio presente de la vitalidad del vínculo, en la carta de guerra lo que se prueba es la propia supervivencia: la caligrafía, el pequeño gesto personal, la broma íntima, la firma, indican que todavía se está ahí escribiendo, respirando.

Así les escribe Raúl a sus queridos padres: "Bueno ojalá que no sea la última correspondencia."

De hecho, muchas de las cartas empiezan con "estoy bien", como si quisiera decir: lo escribo: estoy bien. O mejor: porque puedo escribirlo, estoy bien.

“En lo referente a mí sigo como siempre con la muchachada mercedina (…) rogando a Dios y a la Virgen para que todo esto termine muy prontito”, escribió Julio a su padre
“En lo referente a mí sigo como siempre con la muchachada mercedina (…) rogando a Dios y a la Virgen para que todo esto termine muy prontito”, escribió Julio a su padre

La gran cantidad de estas cartas de Malvinas guarda, obviamente, un claro referente común: la guerra. Tan conocido es que permite no nombrarse ostensiblemente sin por ello perder ese sentido que todos entienden. Estas cartas construyen infinidad de eufemismos y rodeos para un sustantivo tan común como "guerra". Es la palabra que no se nombra, aunque se sabe, que se esquiva adrede por pudor, por temor, por respeto al destino, para que no vaya a ser cosa:

"Acá todavía no pasó nada" / "que ni bien se tranquilice la situación" / "rogando a Dios y a la virgen que todo esto termine muy prontito".

La palabra "guerra" parece esconderse como cuando se habla de una penosa y larga enfermedad, que en los pasillos oscuros del hospital nadie nombra.

La carta permite espiar por el ojo de la cerradura esa historia que hoy forma parte de los libros de Historia. Ahí está el gesto inmóvil del protagonista de entonces como si el tiempo no hubiese pasado.

“…que se queden tranquilos que acá estamos en una posición muy difícil que ataquen”
“…que se queden tranquilos que acá estamos en una posición muy difícil que ataquen”

"Por el momento lo único que esperamos todos aquí es que todo se solucione para volver lo antes posible. Aquí el problema no son los ingleses sino la monotonía de todos los días, comer una sola vez por día, dormir en un pozo húmedo, etc. Eso es solamente lo que aquí nos está agotando y embolando. Bueno cuando vuelva les aseguro que, si tengo licencia, los voy a visitar y disfrutar de la buena vida. Bueno ahora me despido esperando que se queden tranquilos y no me extrañen mucho. Quien los quiere mucho. Marcelo".

“Cartas de Malvinas” se puede visitar de lunes a domingo de 10 a 19 horas en el Torreón del Monje, Paseo Jesús De Galíndez S/N, Mar del Plata.
“Cartas de Malvinas” se puede visitar de lunes a domingo de 10 a 19 horas en el Torreón del Monje, Paseo Jesús De Galíndez S/N, Mar del Plata.

Para conocer de manera próxima e íntima un gran acontecimiento como el de la guerra de Malvinas, las cartas constituyen un documento que registra sus modestas versiones del suceso a través de pequeños testimonios en primera y segunda persona. Son huellas que hacen ver lo que el plano general relega y oscurecen lo que la Historia realza.

Es que la carta parece evidenciar a la mano que escribe, allá lejos, como un cuchicheo en el inmenso estruendo de la guerra. Y permite decir, como nada, lo imprescindible: "No sabés las ganas que tengo de volver a verte".

Fuente: https://www.infobae.com

20 de julio de 2019

HUNDIMIENTO DEL ANTHELOPE. MAS VERDADES SOBRE MALVINAS


EL CONMOVEDOR ENCUENTRO ENTRE UN SOLDADO Y LA MADRE DEL HÉROE QUE MURIÓ POR SALVARLE LA VIDA EN LA GUERRA DE MALVINAS


Esta es la historia de dos personas que no se conocían, Pedro y Amanda, pero que estaban unidas por esos lazos que la vida teje sin que nos demos cuenta. Cada uno sabía de la existencia del otro y cada uno de ellos sabía por qué: la guerra de Malvinas les había dado y les había quitado, todo al mismo tiempo. A 37 años de la guerra, Infobae los reunió por primera vez

Por Adrián Pignatelli

Pedro

Pedro Francisco Adorno es clase 62, nacido en Luján un 26 de junio. Nos recibió en su casa, en un barrio a escasos dos kilómetros del centro de la Basílica. Es imposible no ubicar dónde vive: el frente de su casa exhibe dibujos que remiten a la guerra de Malvinas, cuidadosamente pintados por manos amigas.

No falta en esa pared ningún símbolo, de esos que él guardó todos estos años en su memoria: el escudo del Regimiento 6, los montes malvinenses, la turba, el cóndor, que quiso que estuviera como algo autóctono, además de siluetas de soldados, aviones y buques. Y la Bandera Argentina, bien grande, sobre la puerta de entrada.

Pedro habla tranquilo, pausado, sin tutear. Se indigna cuando escucha que alguien cuenta mal alguna historia de su Regimiento. Relata que antes de la guerra vivía con sus padres y sus siete hermanos en el campo y que también había sido camionero. Fue a la escuela algunos años, pero pronto conoció lo que eran las duras tareas rurales, donde toda la familia debía colaborar para poder salir adelante.

Pedro Adorno en su casa con los murales que evocan la guerra de Malvinas (Foto: Diego Barbatto)
Pedro Adorno en su casa con los murales que evocan la guerra de Malvinas (Foto: Diego Barbatto)

Le tocó ir a Malvinas con el Regimiento 6, aunque recién se enteró que iba a la guerra cuando el avión estaba aterrizando en las islas, luego de un largo periplo que había comenzado en el Regimiento 3 de La Tablada, luego en El Palomar de donde volaron a Río Gallegos y de ahí a Puerto Argentino.

"Durante dos días nos ocupamos en descargar materiales de los aviones, y después nos llevaron para el Cerro Dos Hermanas. Mi jefe era el Subteniente Esteban La Madrid, con quien casi teníamos la misma edad. Era un compañero más", recuerda Pedro.

Tuvo varios compañeros muy queridos, como el Negro Guanes y Horacio Balvidares. Con todos compartirían las semanas en las trincheras hasta aquel fatídico 14 de junio.

Amanda

Cuando ocurrió la guerra de Malvinas, Amanda "Coca" Calbín, la mamá de Horacio Balvidares, ya vivía en Chivilcoy. Había nacido en Puente Alsina y había sido criada en la barriada de Villa Caraza, en Lanús. Conoció lo que fue crecer de golpe. El papel de su madre enferma era suplido por el padre, que había asumido ambos roles. Pero cuando Amanda contaba 14 años su papá falleció en un accidente y ella y su hermana de 15 debieron salir a trabajar. Se empleó en una fábrica de tejidos y su hermana en un taller metalúrgico.

Amanda con la foto de su hijo, Horacio (Foto: Diego Barbatto)
Amanda con la foto de su hijo, Horacio (Foto: Diego Barbatto)

A los 18 años, aprovechando unos días de vacaciones, viajó a Suipacha a casa de una familia amiga. En el pueblo conocería a quien sería su marido, y el padre de Horacio y de todos sus hermanos. Sin embargo, la suerte volvería a serle esquiva. Cuando Horacio tenía 13 años, se separó. Había decidido terminar con un matrimonio de años de maltratos y egoísmos. Un día, cuando su esposo salió a trabajar, armó un bolso y con sus hijos se mudó a Chivilcoy, siempre apoyada por Horacio.

Según ella cuenta, "él era mi sostén. No sabía lo que era salir o tener novia, porque siempre decía “mamá, vos te quedás sola”. Horacio no tuvo vida, porque cuando podía disfrutar, el destino se le paró adelante".

La manta que era de su hijo Horacio y con la que Amanda se abriga durante los inviernos: “Es como tenerlo a él conmigo” (Foto: Diego Barbatto)
La manta que era de su hijo Horacio y con la que Amanda se abriga durante los inviernos: “Es como tenerlo a él conmigo” (Foto: Diego Barbatto)

De Malvinas, Horacio le escribió dos cartas a su madre que, en los avatares de las mudanzas, se perdieron. Recuerda que una fue el 14 y la otra el 26 de mayo. Repite casi de memoria el contenido de la segunda, en la que le decía que iban a parar a los ingleses, que se quedara tranquila, que estaba bien. "Vieja, como viene la cosa, a mediados de junio estoy de vuelta en casa con la libreta firmada", le escribió. Y Amanda resignada cuenta que "hasta el año pasado, yo lo esperaba, como hacía todos los mediados de junio".

Tumbledown

Pedro Adorno recordó que "la noche del 13 de junio, en Tumbledown, un cerro cercano a Puerto Argentino, nevaba mucho y hacía frío. No veíamos nada. De pronto, los ingleses tiraron una bengala de iluminación y es como si se hubiese hecho de día, y comenzaron a atacarnos por todos lados. Estaban tan cerca que escuchábamos cuando hablaban".

Cuando trepaban el cerro para cortar el avance británico, cayó herido el soldado Arturo Pedeuboy, con cuatro disparos en sus piernas. Adorno se acercó a auxiliarlo y, cuando quiso levantarlo, un tiro le impactó en su brazo. "Fue como tener un hierro caliente", explica Pedro.

"Andate vos, andate!”, gritó Pedeuboy.

"Yo no quería dejarlo, pero comencé a retroceder. Recuerdo ver al soldado Poltronieri cubriéndonos con su ametralladora. Y el Subteniente Guillermo Robredo Venencia me quitó la cinta de goma que tenía sujeta al casco, que sostenía una estampita de la virgen de Luján, me hizo un torniquete y me vendó, y le ordenó a Horacio Balvidares que me llevase al pueblo. No fue difícil hacerlo. Pesaba 47 kilos".

En la escuela donde trabaja como portero (Foto: Diego Barbatto)
En la escuela donde trabaja como portero (Foto: Diego Barbatto)

En la entrada del pueblo salió a su encuentro un enfermero. Lo llevó a un puesto sanitario. Balvidares, al salir, sólo pudo recorrer unos cincuenta metros. Una bomba terminó con su vida. El enfermero entonces le dijo a Adorno: "Mirá, la persona que te salvó la vida, se la cagó él".

Adorno fue trasladado en helicóptero al buque Almirante Irízar, luego al hospital en Comodoro Rivadavia y de ahí llevado a Campo de Mayo, donde saldría con la libreta firmada.

El encuentro

Para Amanda vinieron años de peregrinar para buscar respuestas sobre qué es lo que había ocurrido con su hijo Horacio. La historia comenzaría a cerrarse cuando, con recelo, aceptó la propuesta del veterano Julio Aro y de Gabriela Cociffi, directora editorial de Infobae, de donar sangre para participar de la causa de la identificación de los restos sepultados en Darwin como "soldado argentino solo conocido por Dios". Porque ella, sin tener datos concretos, todos los mediados de junio seguía esperando que su hijo apareciera por la tranquera blanca de su quinta de Chivilcoy.

Esa mañana en Chivilcoy se fundieron en un abrazo (Foto: Diego Barbatto)
Esa mañana en Chivilcoy se fundieron en un abrazo (Foto: Diego Barbatto)

Lo único que le quedaba era una vieja frazada de dos plazas que Horacio se había comprado para trabajar en el campo. Amanda la usa en su cama para abrigarse las frías noches de invierno. Tiene eso y una foto suya, amarillenta, esas típicas que se toman para los documentos de identidad, prolijamente enmarcada.

Cuando finalmente supo que habían sido identificados los restos de su hijo, dijo haber encontrado paz. Pero aún restaba lo último. Conocer al soldado, 37 años después, al que su hijo le había salvado la vida.

Pedro y Amanda compartieron el mate y los recuerdos en una tarde llena de emociones (Foto: Diego Barbatto)
Pedro y Amanda compartieron el mate y los recuerdos en una tarde llena de emociones (Foto: Diego Barbatto)

El pasado 22 de marzo, Infobae los reunió en Chivilcoy, donde Amanda vive con su pareja y uno de sus nietos, "el regalón", como lo presenta.

Tan nervioso estaba Pedro, que la noche anterior no pudo dormir. Es que iba a conocer a la mamá del soldado que le había salvado la vida.

Los años habían sido duros para Pedro. Ya no tenía a sus padres, quienes luego de 50 años de casados, habían muerto con una semana de diferencia. Se había casado, luego de separarse formó por un tiempo una nueva pareja. Trabajó muchos años de camionero, lo que lo fue alejando de sus afectos. Tiene ocho hijos y nietos, que muestra orgulloso en fotos. Ahora vive solo. Hace un tiempo consiguió trabajo como portero en la Escuela 22 José Hernández, que está en el límite entre Luján y General Rodríguez. Para llegar toma dos colectivos y camina un kilómetro desde la ruta, pero lo hace feliz. Hasta pintó un mural sobre Malvinas. Todos los chicos y las maestras le demuestran cariño. Y él sonríe.

Caminaron de la mano, y Amanda le dijo: “Vos sos mi otro hijo”. Pedro respondió: “Si, mami”(Foto: Diego Barbatto)
Caminaron de la mano, y Amanda le dijo: “Vos sos mi otro hijo”. Pedro respondió: “Si, mami” (Foto: Diego Barbatto)

Esa mañana en Chivilcoy primero se fundieron en un largo abrazo y luego hablaron. Él con sus manos apoyadas en los hombros de Amanda y ella con las suyas en la cintura de Pedro.

El soldado confesó haberse quitado un peso de encima: "Yo ahora estoy en paz. El problema era estar bien con usted".

A Amanda le causó ternura la forma de hablar de Pedro. Hasta se rió ante el comentario de que "flor de hijo el Horacio ese, renegado era el petiso".

Entraron a la casa de la mano. Mientras tomaron mate en la cocina, compartieron lo que ambos querían decirse en esos largos años de no encontrarse. "Era como que veía la imagen de mi hijo detrás suyo", remarcó Amanda.

Se despidieron con promesas de visitarse, de no perderse. "Vos sos mi otro hijo", le dijo ella. "Si, mami". Y Pedro partió, pero para volver.

Fuente: https://www.infobae.com

SACÓ SU CUCHILLO PARA DEFENDER A UN COMPAÑERO EN MALVINAS Y EL SOLDADO INGLÉS, EN VEZ DE DISPARAR, LO ABRAZÓ Y LE DIJO: "THE WAR IS OVER"



El Cabo Roberto Baruzzo quedó solo con su compañero agonizante, a quien protegió contra decenas de ingleses. Con varias heridas encima batalló hasta que se agotaron sus municiones y sacó su cuchillo. El comandante británico, admirado por su valor, decidió perdonarle la vida basándose en un código de honor

Por Joaquín Sánchez Mariño

El cabo Roberto Baruzzo en Malvinas, junto a sus compañeros cuando finalizó la guerra y quedó prisionero de los ingleses en Fitz Roy
El Cabo Roberto Baruzzo en Malvinas, junto a sus compañeros cuando finalizó la guerra y quedó prisionero de los ingleses en Fitz Roy

Largo y ancho campo de nieve. Desde el cielo se ve todo blanco. Todo blanco salvo por una mancha negra pequeña que se va expandiendo conforme brota la sangre del cuello de Echeverría. No está solo, un Cabo de 22 años lo abraza y le pide que resista.

El cuerpo de Echeverría recibió cinco disparos y su sangre, que se ve negra al contacto con la nieve, desespera a su compañero. Ya no tienen municiones para defenderse, solo le queda un cuchillo. Un soldado inglés se deja ver, fusil en alto, y comienza a aproximarse. El Cabo desenfunda el arma y se pone en posición de pelea. No piensa entregarse. El inglés se acerca un poco más y le toca el brazo con el cañón del fusil. "War is over", le dice, "war is over". Y lo abraza.

Es una madrugada de junio de 1982 y están en las Islas Malvinas, más precisamente en Monte Kent. El nombre del Cabo es Roberto Bacilio Baruzzo. Hoy tiene 59 años y vive en Corrientes, provincia de la que es oriundo, más precisamente, del pueblo de Riachuelo. Se casó y tiene dos hijas. Una de ellas se llama Malvina Soledad, como las islas, y la otra Mariana Noemí.

Su historia es una de las tantas historias heroicas de Malvinas, con una salvedad: Baruzzo es uno de los pocos combatientes en recibir la Cruz al Heroico Valor en Combate, máxima condecoración a la que puede aspirar un soldado argentino, junto al Sargento Primero Mateo Sbert, caído en el combate de Top Malo House; el Teniente Primero Jorge Vizoso Posse, el Subteniente Juan José Gómez Centurión; el Soldado Conscripto clase 1962 Oscar Poltronieri; Teniente Ernesto Emilio Espinosa y el Teniente Roberto Estévez.

Baruzzo en la Escuela Sargento Cabral donde se recibió en 1979
Baruzzo en la Escuela Sargento Cabral donde se recibió en 1979

El reconocimiento a Baruzzo no queda ahí: en su Riachuelo natal tiene una calle con su nombre, y en la ciudad de Corrientes, donde vive, un busto. Sin embargo, su historia sigue siendo desconocida por muchos. No le gusta hablar ni participar demasiado en programas de televisión, aunque alguna vez ha contado su derrotero a Nicolás Kasanzew o en vivo a Alejandro Fantino en Animales Sueltos.

Derrotero que termina (¿termina alguna vez?) en la nieve manchada de negro aquella noche de mediados de junio del '82.

Vamos a esas fechas. Baruzzo está apostado en Monte Kent protegiendo unos helicópteros a la espera de ser trasladado a Darwin. De pronto, un ataque aéreo inglés los sorprende y la esquirla de una bomba que le cae cerca provoca que un alambre le atraviese el brazo. Un Capitán da la orden de cargar los soldados en los helicópteros y llevarlos a Darwin, pero le pide a Baruzzo que se quede ahí esperando un enfermero. En su estado, con el brazo destruido, era imposible que mantuviera un combate.

Se repliega y llega hasta Monte Harriet junto a otro regimiento que se dirige hacia ahí. Tiene el brazo cada vez más hinchado, pero resiste.

La guerra dejó 649 muertos argentinos, 255 soldados británicos y 3 civiles  (Foto: Telam / Román von Eckstein).
La guerra dejó 649 muertos argentinos, 255 soldados británicos y 3 civiles (Foto: Telam / Román von Eckstein).

Cuando llegan a Monte Harriet, los ingleses atacan otra vez. Los soldados corren para todos lados y él los sigue. El cielo se prende y apaga con los destellos de las municiones. Se genera un descontrol. En medio de la retirada, algunos soldados caen al suelo, Baruzzo entre ellos. Un camarada le pisa el brazo y le revienta la herida. El Cabo se levanta como puede y va hasta la enfermería, necesita parar el dolor de algún modo. No hay nadie, ningún médico, pero encuentra un frasco de penicilina en polvo. Sin saber cómo se usa, se suele inyectar mezclado con una solución, se tira ese polvo directamente sobre la herida. Arde, al principio, pero con los minutos siente que comienza a sanar, más tarde, volverá a tratarse la herida con azúcar porque en algún lugar leyó que eso servía.

Cesa el ataque, por unas horas. Esa misma noche comienzan nuevamente los bombardeos. Los soldados, protegidos en las trincheras, comienzan a salir a la intemperie conforme las bombas derrumban sus pozos.

En medio del ataque, Baruzzo ve a un amigo herido. Es Jorge Echeverría, su superior. Tiene varios tiros en el cuerpo y está rodeado de soldados ingleses, que le disparan desde todos los ángulos.

Baruzzo derriba a un soldado inglés y le roba su fusil, mejor que el propio, y su visor nocturno. Con esos dos elementos se dispone a proteger a su camarada. Se pone el visor y es entonces cuando siente miedo por primera vez. En medio de la noche más cerrada, en medio de la oscuridad más negra que vio nunca, descubre que con el visor se ve todo a la perfección, y distingue a los soldados ingleses de los argentinos, que caen uno atrás del otro. "Así nos ven", piensa, y se da cuenta de la desventaja.

Levanta entonces el fusil y comienza a cubrir a Echeverría, que para ese entonces ya tiene cinco impactos de bala. "Agarré y le maté a uno primero", cuenta Baruzzo. "Después apareció otro y le maté al otro. Y de golpe del otro lado me empiezan a tirar con municiones trazantes… no me mataron porque tengo un Dios aparte. Ahí vi que Jorge le dispara al que me ataca y lo pega. Entonces yo aprovecho y salto y agarro de la chaquetilla a Jorge y lo llevo atrás de una piedra. Pero el problema es que éramos dos, y la piedra para dos no era…".

Su compañero intenta pararse, pero no lo logra. Le dice que no siente el cuerpo. Baruzzo lo apoya contra una piedra y con su cuchillo le abre el pantalón para curarlo. "Tenía todo negro", recuerda el entonces Cabo. "Ahí vi los orificios de los tiros. Le saqué el cordón de la chaquetilla, le até la pierna, le hice el primer torniquete y lo empecé a arrastrar de la chaqueta".

Después siguió defendiéndose de las balaceras inglesa y derribando enemigos con el FAL 7,62 del que se había apropiado.

El cabo de 22 años llegó a Malvinas con el Regimiento 12 de Infantería de Mercedes
El Cabo de 22 años llegó a Malvinas con el Regimiento 12 de Infantería de Mercedes

Estaban rodeados de neblina, se veía poco. Baruzzo ya no sabía si era la bruma natural de la isla o una humareda formada por los tiros. Sin importarle, avanzó con su compañero a cuestas a través de la nieve. En un momento se les cruza una silueta que empieza a disparar. "Las balas se me vinieron encima, pero las ligó Jorge… Entonces yo disparé, lo puse fuera de combate a ese tipo, y ahí Jorge se desplomó", recuerda Baruzzo.

Le pidió agua, Baruzzo sacó su botella de whisky y le convidó, como quien le ofrece el último trago a alguien que se despide. "Se moría. Estaba hecho un colador. Pero tenía una paz… Tenía todo lo que a mí me faltaba", recuerda Baruzzo.

Echeverría le dice que ya está, que lo deje morir. "Por favor, abandoname, escapate vos que podés", le pide. Baruzzo no sabe si va a poder escaparse, pero sí sabe que, si lo abandona y logra salir vivo, no se lo va a perdonar nunca. "Era de una cobardía total", dice.

Echeverría insiste: lo agarra de la chaqueta y le dice: "Robertito, dejame, te lo pido por favor". Baruzzo se quiebra. Pone su cabeza en el pecho de su compañero y se echa a llorar desconsoladamente, un llanto sonoro, un llanto de joven militar de 22 años que acaba de matar y ve morir a su amigo y sabe que también morirá él. Un llanto largo y entregado, desprovisto ya de toda melancolía y esperanza. Desprovisto de miedo, miedo jamás.

El encuentro de Roberto Baruzzo y Jorge Echeverría
El encuentro de Roberto Baruzzo y Jorge Echeverría

La mancha de sangre se empieza a expandir sobre la nieve blanca. "Ese hombre me transmitía paz. Era mi jefe, el jefe que yo siempre soñé tener. Si me mataban iba a ser una muerte realmente digna", rememora.

Están solos ya, nadie alrededor queda en pie. Parado en medio de la nada y cubierto de lágrimas, se queda sin municiones. Se pone el visor nocturno y comienza a mirar cómo a su alrededor las figuras inglesas se desplazan en grupos hasta rodearlos. Pirañas en medio de una isla dispuestas a terminar con ellos.

"Yo sabía que el modo de avanzar de los ingleses era por escalones, una formación atrás de otra cubriéndose mutuamente. Lo que no sabía era cuántos escalones había", recuerda.

Es en ese momento cuando Baruzzo asume que lo van a matar. Saca su cuchillo y se pone en señal de pelea, todavía llorando. "Vamos a ver cómo morimos", se dice, "vamos a ver cómo morimos". Y levanta el cuchillo.

Entonces le aparece casi encima la silueta del primer inglés. Baruzzo se queda duro, en blanco. El hombre se acerca un poco más. También tiene visor nocturno y está armado. En medio de esa oscuridad, los dos hombres se están viendo: son una figura verde claro proyectada en una pantalla pequeña delante de los ojos, como si fuera un juego de realidad virtual.

Roberto Baruzzo recibió la Cuz al Heroico Valor en Combate
Roberto Baruzzo recibió la Cruz al Heroico Valor en Combate

A Baruzzo le parece extraño que no lo hayan liquidado todavía, un tiro a distancia y listo, no se requería de mucho. Sin embargo… el inglés se acerca cada vez más hasta ponerse al lado del argentino que tiene el cuchillo en la mano.

Lo primero que sintió fue el cañón del fusil sobre el brazo. Dos pequeños golpes indicándole que se desarme. Soltó el cuchillo y un segundo después se dejaron ver cuatro o cinco ingleses más. El primero de ellos baja su arma y lo pronuncia: "War is over". La guerra terminó. Se acerca al argentino y lo abraza.

"Sigue siendo mi enemigo y lo van a ser siempre. Yo no me abrazo con ningún inglés, no quiero saber nada con ellos. Pero en ese abrazo sentí como si fuera mi padre, y me eché a llorar en sus brazos… Así es, apretado contra él me eché a llorar", recuerda Baruzzo.

A su lado, su compañero se estaba muriendo desangrado.

El inglés le dijo "Ok Argentino", tomó su cuchillo ensangrentado, lo limpió en su pantalón, y les habló a sus compañeros. Todos ellos se acercaron y palmearon a Baruzzo. Le habían perdonado la vida.

Jorge Echeverría no tenía ninguna posibilidad de salir vivo de ahí. Aun así, lo subieron a un helicóptero británico y lo mandaron al buque hospital británico HMS Uganda. Lo atendieron y le salvaron la vida. Hoy vive con su mujer y sus dos hijas en Tucumán. Se considera un hermano de camarada, a quien le debe la vida.

Junto a su familia en Corrientes. ” Me gustaría que se resalten el valor y el heroísmo de mis soldados que murieron en Malvinas. También quiero que se cuente el honor y la valentía de Jorge Agustín Echeverría, el oficial del Regimiento Cuatro. Él fue para mi un ejemplo en pleno combate”, pidió
Junto a su familia en Corrientes. ” Me gustaría que se resalten el valor y el heroísmo de mis soldados que murieron en Malvinas. También quiero que se cuente el honor y la valentía de Jorge Agustín Echeverría, el oficial del Regimiento Cuatro. Él fue para mí un ejemplo en pleno combate”, pidió

Al día siguiente de esa noche lo ingleses le pidieron al Cabo Roberto Bacilio Baruzzo que recogiera los cuerpos de los muertos que él mismo había matado. Eran muchos. Mientras lo hacía, se le acercó otro inglés y le dijo: "Tuviste suerte, nuestro jefe maneja un código de honor: al que se lo encuentra en el campo enemigo combatiendo por un camarada se le perdona la vida".

Cuando se terminó esta nota, Roberto Baruzzo realizó un único pedido, sin condicionamientos, y con el tono cálido y humilde típico de los correntinos: "Más que mis misiones, me gustaría que se resalte el valor y el heroísmo de mis soldados que murieron en Malvinas. También quiero que se cuente el honor y la valentía de Jorge Agustín Echeverría, el oficial del Regimiento 4. Él fue para mí un ejemplo en pleno combate, porque yo le hice los primeros auxilios en medio de millones de balas trazantes, y gracias a Dios pudo salvar su vida. Lo que yo hice fue solo aportar mi granito de arena, porque así lo quiso Dios y la patria".

Fuente: https://www.infobae.com