Por Loreley Gaffoglio
Los comandos del Regimiento 601 que operaron en la
isla Gran Malvina, uno de ellos carga en sus espaldas un misil antiaéreo Blow
Pipe
Gavin John Hamilton no era un comando cualquiera.
En 45 días de conflicto, el Capitán del Escuadrón 19 de Montaña del SAS
(Servicio Aéreo Especial) había incursionado con éxito en las operaciones
terrestres más audaces en el Atlántico Sur.
Junto a su tropa, en medio de condiciones
atmosféricas infrahumanas, el oficial inglés había sobrevivido a la caída de su
helicóptero en el glaciar Fortuna en las Georgias. Dos días después, lideraba
la avanzada contra las posiciones enemigas en Grytviken cuando, superados en
número y armas, las tropas argentinas se rindieron en las Georgias.
Uno de los dos helicópteros ingleses estrellados
por vientos de 200 km por hora en el glaciar Fortuna, en las Georgias.
Aquella victoria, bautizada Operation Paraquat por
los ingleses, fue apenas el preludio de lo que protagonizaría después: en la
isla Bordón, en el extremo norte de Gran Malvina, Hamilton y su gente
descendieron de madrugada de un Chinook, alcanzaron a pie la Estación Aeronaval
Calderón y canibalizaron con cargas explosivas, morteros y cohetes una flota
completa de aviones: 6 IA 58 Pucará, 4 Beechcraft T-34 Mentor y uno de
transporte Skyvan.
Uno de los 6 Pucará destruidos el 15 de mayo en la
isla Bordón por el Capitán John Hamilton del SAS
El asalto había sido magistralmente ejecutado:
reeditando las operaciones del SAS en aeródromos del Norte de África durante la
II Guerra Mundial, en 30 minutos redujeron a chatarra las 11 naves, eliminando
la defensa aérea desde esa base estratégica para el desembarco en San Carlos.
Otra misión encumbró su liderazgo entre los
mountain troopers: en Darwin emboscó y capturó a 5 argentinos, 3 heridos. Pero
ahora Hamilton, de 29 años, operaba del otro lado del estrecho. Desde el
atalaya de un macizo, mezcla de filosas piedras y turba húmeda, presidía una
patrulla de observación en Puerto Mitre (Howard). Infiltrado detrás de las
líneas argentinas, hacía cinco días que enviaba informes codificados y precisos
sobre los movimientos del aislado Regimiento de Infantería 5 (RI5).
Los soldados de las Fuerzas Especiales del Ejército
del Comando 601 como los del RI5 sufrieron todo tipo de privaciones en Puerto
Howard, en la isla de Gran Malvina
Ni Hamilton ni Fonseka intuyeron la amenaza
inminente; ese tipo de peligro que a veces engendra el azar: otra patrulla de
la 1° Sección de la Compañía de Comandos 601, tan adiestrados como ellos,
regresaba de una misión idéntica a la suya: escudriñar con la vista y los oídos
el despliegue de buques, helicópteros y tropas desde la costa del Estrecho San
Carlos.
Capitán John Hamilton de las tropas de montaña del
SAS
Liderados por el Teniente Primero José Martiniano
Duarte, secundado por los Sargentos Eusebio "Negro" Moreno y
Francisco "Mono" Altamirano y el Cabo Roberto "el Terco"
Ríos, la patrulla venía marchando a campo traviesa desde las 5 de la madrugada.
Era un desplazamiento táctico, sigiloso. Los comandos se comunicaban por señas
y cubrían todos los flancos: uno al frente, otro a la retaguardia y el resto a
cada costado con el peso del equipo de radio.
El reloj marcó las 11 cuando la columna decidió
hacer un alto y rotar la formación. Detrás de una cresta rocosa los comandos se
alivianaron de cargas y engañaron al frío con el remanente de una cantimplora
con mate cocido. Todavía faltaban 5 km para alcanzar las filas argentinas en
poblado de Howard, cuando al reanudar la marcha los adelantados Moreno y Duarte
súbitamente se detuvieron. A unos 50 metros señalaron un paredón rocoso en
altura, y con sus índices en los labios impusieron silencio.
Hay alguien ahí, alertó el líder con un susurro al
marcar el punto.
Están hablando por radio. ¡Son ingleses!, retrucó
Moreno.
No, pueden ser kelpers. O tal vez del ECA (Equipo
de Control Aéreo, encargados de las alertas tempranas), dudó el jefe.
La tensión y los borbotones de cortisol aumentaban
mientras deliberaban. Soltaron los equipos y se parapetaron con sus FAL en
posición de combate.
No, no, son ingleses. Yo los escuché bien, insistió
Moreno, en una clara arenga ofensiva.
De golpe, Altamirano divisó un gorro oscuro entre
las piedras.
¡Alto!, ordenó a los gritos, ¿Son argentinos?
La respuesta sobrevino al instante a través de una
feroz ráfaga de fusiles M16, seguida por una granada que picó larga. Los
comandos argentinos abrieron fuego y Moreno arrojó dos granadas de mano.
Acorralados y superados en número, los SAS
iniciaron un repliegue colina abajo: Fonseka corría y disparaba mientras su
jefe lo cubría. En ese intenso fuego cruzado, con proyectiles trazantes del
lado argentino, a Fonseka la precisión de un impacto le voló el fusil de sus
manos. Cuando quiso recuperarlo, otros 4 proyectiles lo rozaron y le
agujerearon la parca. Las andanadas continuaron por un lapso breve hasta que el
cuerpo en fuga de Hamilton "dio como una vuelta en el aire" y se
desplomó de espaldas. Quedó inmóvil entre la maleza húmeda y achaparrada.
A unos metros del cuerpo de Hamilton, el Sargento
Fonseka, cuerpo a tierra entre la hierba, levantó levemente las manos.
¡Alto el fuego, alto el fuego! Se rinde, se rinde, se
desgañitó, con desesperación, Altamirano. Intentaba atemperar el fragor y la
adrenalina de sus camaradas en aquel combate por la supervivencia.
Sin emitir palabra, con las manos ahora bien en
alto, conminaron al inglés a caminar hasta los comandos. Duarte no se fiaba y
todos continuaban apuntándole. Le ordenó a Altamirano que lo palpara y a Ríos
que socorriera al caído y le retirara el arma. Al acercarse el Cabo comprobó
que Hamilton había muerto en el acto. Prosiguió unos pasos y revisó los equipos
ingleses guarecidos detrás de aquel "escudo" pétreo. Una radiobaliza
permanecía encendida, lo cual significaba que otra patrulla podría acudir en
ayuda y tenderles una emboscada. Como no supo cómo cortar la transmisión,
rompió a cascotazos y patadas la radio.
La lápida en Puerto Howard que recuerda el lugar
exacto donde se ocultó Hamilton antes de caer en combate. El oficial inglés fue
condecorado postmortem por la valentía que demostró al enfrentar a los comandos
argentinos y al cubrir a su camarada.
La muerte del soldado enemigo cuya identidad
desconocían estremeció a los comandos, todos devotos católicos.
En la sobaquera de Fonseka, Altamirano descubrió
una pistola 9 mm. Debajo del puño leyó, exaltado: "Fábrica Militar de
Armas portátiles Domingo Mateu. Rosario-Argentina".
Con un inglés muy rudimentario, le exigió al
prisionero una explicación:
Army, army argie, señaló nervioso Altamirano,
confundiendo "arma" (weapon) por "army" (ejército): This
what?
Darwin, soltó Fonseka, en medio de la incertidumbre
por su suerte y tal vez por su propia supervivencia.
La patrulla se escindió en dos grupos para el
regreso por diferentes rutas. El jefe y el Mono Altamirano caminaban con el
prisionero, mientras los otros llevaban los equipos y su radio apagada para
evitar ser detectados.
Vamos a hacerle bajar los brazos a este pobre
hombre que ya debe estar acalambrado, sugirió el subordinado, que lo secundaba
desde atrás, sin dejar de apuntarle a la espalda con su FAL.
Si, sí, que las baje, asintió Duarte.
Cruzaron un arroyo con el agua hasta la cintura y
poco antes de entrar en Puerto Howard el jefe le ordenó adelantarse y buscar a
un grupo de comandos para "ponerle un poncho" y camuflar al
inglés". Eso suponía hacerlo pasar desapercibido entre los soldados ante
la mirada indiscreta de los kelpers.
Francisco “Mono” Altamirano (parado a la izquierda)
y Eusebio “El Terco” Moreno, su pareja de combate (sentado con guantes negros).
"El alma angustiada"
La muerte instantánea del inglés abandonado en la
colina, aunque nadie pudiera precisar cuál de todos lo había acribillado,
embargaba de zozobra a Altamirano. A pesar de su temple de comando, a pesar del
conflicto bélico, se trataba de una vida sesgada.
La guerra, pensaba el sargento, es una platea desde
la que se observan las peores miserias humanas. "Matás o te matan. Y
cuando entrás en combate, rogás que el enemigo tire para otro lado cuando ahí
también hay vidas humanas".
Altamirano corrió cerca de un kilómetro hasta el
campamento y al ver a sus compañeros la emoción lo desbordó:
Tuvimos un combate. Estamos todos bien. Pero
matamos a un soldado, se desahogó.
¿Un soldado argentino?, preguntaron.
No, no, un soldado inglés, dijo y por primera vez
en la guerra estalló en llanto.
Al arribar a la guarnición con la estrategia
ideada, Duarte entregó a Fonseka y ordenó a otra patrulla que buscaran el
cuerpo de Hamilton. Las coordenadas tal vez no habían sido precisas y fueron
necesarias dos incursiones hasta hallarlo. Previo al entierro con honores, lo
velaron en un depósito sobre improvisados cajones al lado de un joven
conscripto correntino: Remigio Antonio Fernández, fallecido en condiciones
trágicas.
Ambos cuerpos a la par, sin distinciones; envueltos
en nylon negro, cerrados en los extremos con ganchos de abrochadora. El mismo
respeto ante la muerte. En ese escenario precario, ascético, Altamirano y su
compañero de combate, Moreno, los despidieron rezándoles un rosario.
Aún perturbado, el Sargento pidió permiso para
visitar al prisionero. "Quería que supiera que yo lo respetaba, como a
todo soldado que se rinde. Fui a tenderle una mano amiga y de paso quería
asegurarme que nadie lo maltratara". Roy Fonseka permanecía custodiado en
un pozo tapado con pesadas maderas y fardos de lana.
Hijo de una empleada doméstica y de un jornalero,
Altamirano huyó de la pobreza extrema enrolándose en el Ejército. Con una gran
destreza física, se destacó como comando y montañista. En el 2000 dejó la
Fuerza y abrió su escuela de buceo en Santa Fe.
Ayudándose con los gestos, se presentó ante
Fonseka, le ofreció un cigarrillo, que siempre llevaba, aunque no fumaba y
compartieron un té entre los tres, que les acercó el soldado de guardia.
Tomorrow, championat, the war cup, lanzó con una
sonrisa sobre el Mundial de Fútbol de España 1982, sin darse cuenta de la
mezcolanza idiomática.
Oh,
yeah, the soccer World Cup, tradujo Fonseka.
Conversaron en ese argot y observó la molestia del
prisionero por sus botas y medias todavía húmedas tras cruzar el arroyo. Notó
además que tenía frío. Alguien se había quedado con un trofeo de guerra: la
chaqueta del comando inglés. Buscó en su mochila y le regaló un sweater y un
par de medias secas. El inglés lo agradeció y se despidieron con un apretón de
manos.
Dos días después, el General Mario Benjamín
Menéndez firmaba en Puerto Argentino la rendición ante John "Sandy"
Woodward, comandante de la flota británica.
Puerto Howard al comienzo de la guerra.
En Puerto Howard las noticias eran confusas.
Aislados como estaban se pensó en un primer momento que sólo se trataba de un
alto el fuego. Pero más tarde, cuando se ordenó que todos los soldados se
desarmaran el peso de la rendición quebró el ánimo de los combatientes.
A Altamirano le ordenaron acondicionar una pista
para el aterrizaje de un helicóptero inglés y permanecer en su lugar de
emplazamiento: un oscuro y pequeño cobertizo que compartía con su grupo de
comandos.
En medio de la desazón y el encierro, una voz le
dio ánimo.
Francis, Francis, lo buscaba Fonseka para
despedirlo, antes de que lo sometieran a una revista minuciosa por su condición
de comando y lo confinaran a una turbera durante 4 días.
Very good, Francis. Very good (muy bien, Francisco),
le dijo el inglés con el pulgar en alto por cómo lo había tratado. No ahondó
quizás en muchas más palabras, consciente de las limitaciones idiomáticas entre
ambos.
Very good for you (muy bien para vos), se sinceró
Altamirano.
Do not worry! The war is politics (no te preocupes,
la guerra es política), intentó consolarlo el inglés, mientras levantaba el
brazo en alto sugiriendo que las decisiones se tomaban en un nivel de mando
muchísimo más alto.
Roy Fonseca y Francisco Altamirano se reencontraron
y se abrazaron fraternalmente 35 años después de la guerra en las islas
Seychelles, en el Índico. Roy le regaló
una de las boinas del SAS y Francisco un libro con las fotos de Malvinas.
En una ofrenda inusual de hermandad profesional,
Altamirano le regaló su boina de comando. Todo un símbolo de su fuerza de
pertenencia. En esas boinas los comandos suelen escribir los nombres y
cumpleaños de sus hijos. La que le entregaba a Fonseka tenía los de Ivana,
Iván, Iris e Irina.
Se despidieron como soldados, con la venia militar
y no volvieron a verse hasta 35 años después, cuando con sus alumnos de buceo
de la escuela que fundó en Santa Fe, viajaron a las islas Seychelles.
Roy, el ex comando inglés, convertido en un
próspero empresario en el rubro de la seguridad marítima, lo agasajó en su casa
y lo invitó a participar de la ceremonia oficial del Memorial Day. En esa fecha
los países del Commonwealth honran a los caídos en todas las guerras.
Dos comandos enfrentados por las circunstancias en
1982. “Nunca la guerra es justa” dijo Altamirano al honrar a los caídos de
todos los conflictos en las islas Seychelles
Allí Fonseka le entregó su boina a Altamirano y
cada uno a turno recordaron al Capitán del SAS John Hamilton, condecorado con
la Cruz Militar otorgada por la Reina Isabel.
Frente a las autoridades de la isla, coincidieron
en un concepto: "Nunca hay guerras justas".
La tumba del capitán Hamilton en el cementerio de
Howard
Fuente: https://www.infobae.com
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