A partir del desembarco británico en San Carlos, los helicopteristas comenzaron con las tareas de rescate de pilotos y tropas de infantería. Cómo se defendían del ataque de los aviones Harrier y la camaradería en combate.
Por Horacio Sánchez Mariño (*)
El amanecer trae la promesa casi siempre incumplida de algún solcito. Hace mucho frío. Las últimas sombras se esfuman y el cielo gana una tonalidad rosa. Me cuesta dejar el calor de la carpa, un pequeño horno húmedo donde aprendí a sentirme como en casa, y me encamino hacia el helicóptero. El Pájaro Jardel, la Tenia Sabin Paz, Pancho Ramírez y Marcelo Florio duermen tranquilos. Desde el cerro, la noche anterior habíamos visto el bombardeo naval sobre Puerto Argentino y nos había parecido que venían más barcos de lo habitual. Rezamos por nuestros camaradas que sufrían semejante castigo. Veinte días en ese exclusivo lodge nos unieron mucho: compartimos comida, nos contamos la vida, cuando estuvimos tristes cantamos canciones militares, rezamos. Al salir de la carpa, me siento medio ahogado, pero como asmático veterano sé lo que ocurre dentro de mí e ignoro los síntomas. Me hago un puff con el aparatito y sigo. Tiene su precio ser de los sensibles del planeta.
Camino hacia el helicóptero entre las sombras y lo abordo luego de una inspección rápida. Confío ciegamente en Ramón y Piki. Lo único que quiero es sentarme en el cockpit y encender el bicho para prender la calefacción. Desde atrás, me llega el rumor de la patrulla de infantería que aborda la máquina. Tenemos la misión de llevarlos hasta el monte Estancia, cruzando el valle; parece que hay comandos ingleses. Un Teniente Primero me extiende la mano, al mismo tiempo que Ramón me da el okey para encender la turbina. Un interruptor se enciende en mi cerebro, abandono todo pensamiento y me concentro en la puesta en marcha. El motor comienza a moverse con un silbido muy agudo que, luego de un crescendo melodioso, termina estallando en un rugido. Con el tableteo de las palas se quiebra del todo el silencio de la mañana. Disfruto la sensación de estar en el helicóptero UH a toda potencia. En ese momento, estoy en pleno control de mi organismo, sin alergia, con todos los sensores prendidos. Allí sentado sé para qué estoy en el mundo.
Ramón da la última mirada alrededor de la aeronave; ocupa su lugar de copiloto con el pulgar levantado mientras se ajusta el cinturón. Me acomodo la bufanda y coloco la estampita del Corazón de Jesús que me dio mi mujer en la mira de las coheteras. Levanto la cabeza, sorprendido por la claridad de la mañana. Con la atención puesta en los instrumentos, el día se vino encima.
—Vamos.
Despego
suavemente, viendo al pasar el monte Kent a mi izquierda. El gran valle se
presenta adelante tapizado de piedras blancas. De a poco, el helicóptero va
ganando velocidad, cuando una sombra azul cruza el parabrisas de lado a lado.
De atrás, me llega un griterío confuso, mezclado con el compás seco de las
palas. Una décima de segundo tardo en descifrar qué ocurre. El segundo Harrier
pasa frente a nosotros, mostrando la panza blanca con el armamento colgado.
Identifico cañones y bombas, nada sano. Esto no estaba en el plan de vuelo y el
corazón se me empieza a acelerar. Respiro como una parturienta, pero me siento
en control de la situación. Miro de soslayo a Ramón; con su cara de siempre, me
señala un pequeño claro entre las piedras blancas. El alboroto de la patrulla
es cada vez más histérico. Mil voces pasan por mi cabeza, hasta que aparece la
voz de mi instructor de vuelo. Recupero mi mente y con decisión dirijo el UH
hacia el punto de aterrizaje elegido, mientras calculo cuánto tiempo tardarán
los Harrier en dar la vuelta al monte Kent. Si no aterrizo en un minuto, nos
capturan en vuelo.
Poso el helicóptero con la voz de Tom Cúndom recordándome los pasos. Cierro el acelerador. Las dos puertas laterales ya están abiertas. Ramón saca los milicos de la derecha y el Piki los de la izquierda, haciéndolos correr fuera de la zona de fuego que vendrá. Piki trata de sacar la ametralladora de puerta, pero desiste porque los segundos pasan. Yo estoy paralizado en mi asiento, no sé si cortar el motor, tomar el fusil o llamar a Puerto Argentino. Ramón se acerca y me grita que baje. Me despabilo y busco refugio detrás de una piedra grande, a unos treinta metros de mi máquina.
Desde el codo opuesto del monte, se empieza a oír el tableteo de las armas automáticas como una máquina de escribir, cuando aparece el avión inglés. Mi horizonte está restringido por las piedras, pero veo que vuela lento, moviendo las alas, acomodándose para abrir fuego. Dispara sus cañones; el estampido es ensordecedor, luego un zumbido corto y los proyectiles barren la zona del UH. Es un instante de los que quedarán en mis sueños, todos mis sentidos se saturan mientras el humo envuelve el helicóptero. El tiempo se detiene, pueden ser segundos u horas hasta que tomo conciencia de lo que ha ocurrido. A continuación, unos ojos que no me pertenecen ven cómo la máquina se va recostando sobre un lateral del fuselaje para quedar con el rotor girando en una posición ridícula. Unos centímetros más y las palas del rotor en movimiento pueden tocar el suelo. Si eso sucede, mejor enterrarse debajo de las piedras. Esos ojos fuera de mí ven al cazabombardero que pasa muy despacio a pocos metros del suelo. Veo el casco del aviador con el visor bajo y pienso que para tirar es mejor tenerlo levantado.
El otro avión vuela más lejos, letalmente hermoso, recortado en el valle, envuelto en la claridad de la mañana. No sé qué hacer, manoteo mi pistola, pero no la saco, debo pensar en la tropa. Miro alrededor y no veo a nadie. Dos detonaciones lejanas me estremecen; los jets pasan delante de mí tres veces más, como truenos en un jardín de invierno. A la quinta pasada, toda la infantería ya está tirándoles y los aviones ganan altura hasta perderse en dirección al este.
Ramón pasa a mi lado y con una palmada en la espalda me acomoda los ojos en sus órbitas. Vuelve al lado de la máquina y tiene una expresión triste. Ya cortó el motor y las palas dejan de girar lentamente; revisa la máquina buscando daños. Piki trata de sacar su ametralladora. Subo a una pequeña loma y llamo a los soldados, que empiezan a aparecer.
El Teniente Primero es el último en llegar, mirando para todos lados con aprensión. A lo lejos, se alzan dos hogueras entre las piedras blancas; en una puedo distinguir la silueta del Chinook quemándose como un calefón. Más lejos, un Puma echa humo, aunque parece que está entero, mientras unos soldados giran alrededor con matafuegos. Me acerco al UH y el corazón se me estruja. Subo a la cabina y reviso el cockpit; mi fusil está donde lo dejé. La imagen del Corazón de Jesús ha desaparecido.
Día de furia
Nos juntamos y salimos de la zona en fila india agarrados de los cinturones. Voy adelante mirando el piso en busca de las Belougas. Llegamos a la zona donde se queman los helicópteros y vemos un caos de gente corriendo de un lado para otro. Los helicópteros se empiezan a poner en marcha. Al pasar, el Picho me dice que, en cuanto pueda, me viene a buscar. Nos sentamos en el suelo con mi tripulación sin hablar.
Nos enteramos de cómo respondieron el ataque nuestros soldados con sus fusiles. Con el tiempo leo, el libro de nuestro atacante, Jerry Pook. Su narración es exacta, salvo por pequeños detalles: “Ahora, iba por el Huey, el último blanco no dañado. Infortunadamente, su camouflage era el mejor, imposible de verlo hasta que ya era demasiado tarde en el ataque, por lo que debía estimar un punto inicial cada vez. Enfurecido, por lo tanto, había comenzado a tirar cuando podía ver el movimiento del rotor justo a un lado, muy tarde para corregir mi puntería. Fuera de mi llamado inicial, la acción fue desarrollada en silencio de radio. Sin embargo, luego de mi segundo o tercer intento de agarrar al Huey, hubo un brusco llamado de Mark Hare: “Green Two fue alcanzado”.
A partir de allí, Pook ordena poner rumbo al norte, a todo motor, frustrado porque el Huey se le escapó. “Sin embargo, tiempo después descubrí que había conseguido hacerle algunos impactos, causando daño en las palas del rotor”, dice al contar el vuelo de regreso. Chequea los daños del otro avión y descubre un agujero en el fuselaje por donde pierde combustible. Mark Hare, su numeral Green Two expulsa las bombas que no salieron y anavizan en el Hermes. En el debriefing, son amonestados por haber realizado tantos pasajes, por lo que Pook se queja amargamente de la ignorancia del almirantazgo. Lo enfurece que el Almirante, “el gran submarinista” que nunca voló un avión le dijera: “Pienso que la sacó barata”. Más adelante Pook es también acusado por su numeral de ser demasiado arriesgado. El coraje de tu enemigo te honra.
Por nuestra parte, los disparos de Pook pegaron en el piso y levantaron esquirlas de piedras que hicieron ocho agujeros en cada pala. El UH fue reparado con un “cemento importado”. Veinte años después, Quique Mior me confesó entre tragos que taparon los huecos con Poxipol. Así volamos hasta el 11 de junio, cuando el AE–418 fue destruido con artillería de campaña en el hipódromo de Puerto Argentino.
Nos volvimos a encontrar con Jerry Pook. El 30 de mayo participa de otra misión donde se convence de que, al final, se quedó sin suerte. En efecto, Pancho Ramírez, su tripulación y yo, con la mía, apoyamos al Regimiento 4 de infantería en un cambio de posición, a eso de las diez de la mañana. La fracción que yo transporto está al mando del Subteniente Jorge Pasolli, un duro soldado a quien conocía bien porque estuvimos juntos en la 3a Compañía de Infantería. Al abordar mi helicóptero se produce un diálogo apurado entre nosotros:
—Tucho, guíeme adonde tenemos que ir; sé que es el monte Harriet, pero dígame el punto exacto.
—¡Uff!
Yo estaba convencido de que usted sabía el lugar, mi Teniente.
Nos miramos sorprendidos, pero nuestras dudas son interrumpidas por un Harrier a unos 300 metros que observamos por la ventanilla. Aterrizamos rápido, Pancho a una distancia prudente, y nos preparamos para el ataque, que no se produce. Afortunadamente, el avión no nos encuentra. El Picho nos ordena regresar a Puerto Argentino y vemos en el horizonte una columna de humo espeso. Pancho me dice que yo me vuelva y él iba a ver qué pasaba. Al llegar a monte Kent, ve un Puma quemándose. Levanta a un herido del Escuadrón Alacrán de Gendarmería Nacional, le salva la vida y 20 años después lo vuelve a encontrar cuando sus hijos se conocen en el Colegio Militar. Pancho es condecorado por esa acción.
Pook fue enviado más tarde a una misión en la zona y, en su merodeo, recibió un impacto de alguna de las fracciones del 4, alrededor de la una de la tarde, por lo que debe regresar al Hermes. A menos de cincuenta millas, el avión ya no responde a sus comandos y debe eyectarse sobre el mar. Afortunadamente, ni bien ingresa al agua, un helicóptero Sea King lo rescata rápidamente. Le queda un dolor en el cuello, pero a la noche, hombre de pocas sonrisas, Pook no para de reír cada vez que cuenta lo ocurrido.
Ese día la flota británica recibe un duro castigo. Escuadrillas de la Fuerza Aérea de A4 B y Dagger, entre los que se destaca el legendario Capitán Marcos Carballo, atacan a la flota en San Carlos, especialmente a la fragata Ardent. A la tarde, dos escuadrillas de A4 Q de la Aviación Naval terminan la tarea iniciada, hundiendo la Ardent. El Teniente Márquez muere en la acción; Philippi y Arca son derribados. Rótolo, Lecour y Silvester meten las bombas mortales. Años más tarde, el comandante de la nave, sir Alan West, devenido primer lord del Almirantazgo visita Buenos Aires y se reúne con los pilotos argentinos en La Biela, donde intercambian percepciones de ese episodio. Guerra de caballeros.
John Leeming, piloto de Harrier, alcanza un Skyhawk con sus cañones, el avión del Teniente de Navío Arca. Este se eyecta sobre el mar, cerca de Puerto Argentino y es rescatado por el Picho Svendsen y su tripulación. Durante 20 minutos, intentan infructuosamente acercarse al piloto hasta que Svendsen riesgosamente mete el helicóptero en el agua. El mecánico Martín San Miguel se para en el esquí y lo saca tomándolo del hombro. Arca se salva; lamentablemente, Leeming fallece seis meses después de la guerra en un choque de aviones.
Un rato después de que nos atacaron, vemos a lo lejos un avión atravesando el valle frente al monte Kent. Pensamos que vuelven a la carga. Sin embargo, es el Teniente de Navío Owen Crippa que vuela su pequeño Aermacchi en misión de reconocimiento. Llega al canal de San Carlos y se encuentra con la flota en pleno desembarco. Sin solución de continuidad, ataca con sus armas a la fragata Argonaut. Al ras del mar, hace escape y resulta ileso. El esquicio de la flota en el canal que dibuja es un documento histórico formidable que recupera décadas después.
La poca infantería frente al canal hace daño también. La compañía de Esteban, Vásquez y Reyes derriba tres helicópteros en el desembarco, hacen nutrido fuego y se repliegan. Llegan a monte Estancia, donde una escuadrilla de nuestros helicópteros los repliega a Puerto Argentino. El 28 de mayo los llevamos a Darwin. En mi helicóptero vuela otro amigo de la 3a. Compañía, José Vázquez, con sus soldados. Sonríe, me enorgullece su amistad. Vale la pena oír su sobria narración de la campaña. Cuando empieza a hacer frío en monte Kent, alrededor de las cinco de la tarde, vemos aproximarse un helicóptero. Es el Picho que vuelve a buscarnos. Entre sonrisas, me comenta que parece que sobretorqueó el motor. Lo veo exultante y San Miguel me cuenta el rescate que hicieron. ¿Cómo se enteraron del náufrago? “Estábamos volando y oímos la comunicación de Arcas con la Torre”. Bromeamos durante todo el vuelo sin saber que el 21 de mayo se convertiría en un día para recordar.
(*)
El autor de esta nota es Coronel (R) del Ejército Argentino, Veterano de la
Guerra de Malvinas y oficial de Estado Mayor. Más en DEF
Fuente: https://www.infobae.com
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