Por Roberto BRIEND
El plan para recuperar las Islas Malvinas había
sido confeccionado en absoluto secreto. El 2 de abril de 1982, los responsables
de cumplir las diversas tareas que detallaba el plan lo habían hecho a la
perfección. Todo había salido bien. En la Argentina y en el mundo se hablaba
del acontecimiento. Muchos no salían del asombro que producía esa noticia.
Mis compañeros de escuadrón habían llevado a cabo
una delicada operación de asalto aéreo que, muchas fotografías, obtenidas en el
aeropuerto principal de las islas, la harían parte de la historia de la Fuerza
Aérea y ¿Por qué no de la historia nacional?.
Particularmente, por esos días experimentaba una
mezcla de congoja y tristeza por no haber sido uno de los elegidos para ser
actor en ese acontecimiento histórico. Ciertamente la causa de no estar allí,
era que no tenía mucha experiencia como piloto de Hércules C-130. El curso de
adaptación al avión lo había finalizado en noviembre de 1981.
Pocos días después, la situación cambió. El
Escuadrón C-130 convocó a todos sus tripulantes. El 7 de abril fuimos
desplegados a Comodoro Rivadavia y quedamos afectados al Comando Aéreo de
Transporte. Por fin me habían dado la oportunidad de participar en el
conflicto, Llegué pensando que volaríamos poco, sin embargo, una decisión
estratégica del Comando Naval cambió rotundamente nuestro cronograma. A partir
del día 15 no habría más transporte por vía marítima hacia las islas y todo
debía ser trasladado por vía aérea.
Entonces, los vuelos para el transporte de tropas y
cargas a Malvinas se hicieron mucho más frecuentes y el movimiento aéreo que
comenzó a tener Puerto Argentino fue inusitado. Comenzaba el Puente Aéreo. Las
tripulaciones hacían dos vuelos diarios entre Comodoro Rivadavia y las islas,
totalizando catorce horas de vuelo, interrumpido únicamente cuando las malas
condiciones meteorológicas impedían la operación.
Al comienzo, los vuelos no se diferenciaban en nada
a los que estábamos acostumbrados a realizar durante tiempos normales de paz.
Sin embargo, con el paso de los días, nuestras rutinas y hábitos fueron
cambiando. Los tripulantes de cabina comenzamos a dedicar parte del vuelo para
observar, con mayor atención, algunos detalles geográficos, concretamente los
más significativos de las costas isleñas, pensando que podrían ser útiles en un
futuro que, si bien era incierto, comenzaba a ser previsible, por el desplazamiento
de la Fuerza de Tareas inglesa. ¡Qué importante resultó esa tarea de
relevamiento topográfico!
El trabajo de la tripulación durante el vuelo era
bien coordinado, el comandante de aeronave establecía los roles de cada uno de
los miembros, especialmente las tareas que se debían cumplir luego del
aterrizaje en las islas, ya que los espacios de operación en tierra eran
escasos y estaban normalmente congestionados, además los responsables del
aeropuerto cada vez exigían más rapidez y eficiencia en las descargas.
El tiempo de permanencia en tierra se fue adecuando
a las duras exigencias. Los tripulantes y los asistentes terrestres debimos ir
ajustando los procedimientos para reducir los tiempos en los lugares de
estacionamiento asignados en la pequeña plataforma. Mientras los auxiliares de
carga efectuaban la descarga, los mecánicos sacaban combustible de los tanques
de los C-130 que se almacenaba en tambores, para ser utilizado por las
aeronaves asignadas a las islas, y el navegador completaba los requerimientos
de plan de vuelo. Mientras todo esto ocurría, se producían ligeras charlas
tratando de satisfacer las incógnitas del personal que cumplía tareas en el
aeródromo, demás está decir que el transporte de correspondencia entre las
islas y el continente se hizo cada vez más frecuente.
El 29 de abril, luego de casi cuatro intensas
semanas, la presencia del enemigo en la zona obligó a dar por finalizado el
Puente Aéreo a Malvinas. Comenzaba otro, que tendría diferentes
características. Este nuevo puente aéreo pasó a tener una importancia
fundamental para mantener el único nexo entre el continente y las islas.
Las cosas cambiaron, y mucho. Los vuelos empezaron
a ser individuales, aislados y sigilosos. Sólo se realizaban para transportar
elementos esenciales: armamento, municiones, comida y de regreso, para la
evacuación de heridos.
Las tripulaciones seguían siendo las mismas. Se
confeccionó una lista con todas ellas y la que encabezaba esa lista debía estar
en alerta para efectuar el vuelo. Al completar la tarea, la tripulación pasaba
al último lugar de la lista y ascendía la siguiente, así hasta completarse el
proceso completo que la llevaba nuevamente a estar en primer lugar. Los que
estábamos asignados a los aviones de reabastecimiento aéreo de combustible,
también éramos llamados para cumplir los vuelos en los C-130H, versión de
transporte de carga y pasajeros, hacia las islas, y luego regresábamos al
KC-130, especialmente diseñados para el reabastecimiento aéreo de combustible.
La tensión propia del vuelo se empezaba a notar por
esos días. Quienes estábamos en espera, transitábamos esa “eterna vigilia” en
el hotel, tratando de descansar, cosa que a veces era imposible, muchas veces
aprovechábamos el tiempo para escribir cartas a familiares, para leer o
recordar en silencio momentos más agradables.
Un equipo en tierra era responsable de organizar
los vuelos. Ellos se encargaban de la planificación y de las coordinaciones
necesarias, también del acondicionamiento de la carga, la preparación del avión
y de obtener los últimos informes meteorológicos, liberando de esas tareas a
los tripulantes de manera que pudiésemos descansar el mayor tiempo posible, ya
que el estrés propio de los momentos previos a un vuelo de este tipo era
grande. Recuerdo que, un día, en todos los aviones apareció un cajón de grandes
dimensiones repleto de golosinas, galletitas y chocolates. Nunca pregunté, por ende,
nunca supe, quién lo colocó y menos quién era el responsable de que en esos
cajones nunca faltara nada. Todos agradecidos a quien tuvo la genial idea.
Llegado el momento, la tripulación seleccionada
para el vuelo era recogida por un vehículo que los trasladaba hasta la sala de
operaciones, donde se realizaba la reunión previa al vuelo, esto ocurría
aproximadamente cuatro horas antes de la indicada para el aterrizaje en
Malvinas. Allí se recibía la información correspondiente, se completaban los
requisitos prevuelo y se partía hacia el avión, que esperaba en la plataforma
perfectamente acondicionado y listo para volar.
Estos vuelos se cumplían normalmente de noche. Se
seleccionaban horarios entre las 18 y las 21 o entre las 4 y las 7 horas, ya
que se había detectado que durante esas horas disminuía la actividad de las
Patrulla Aérea de Combate (PAC), aunque a veces las circunstancias obligaron a
volar en otro horario.
Sin importar la hora prevista de despegue o las
condiciones climáticas existentes, como si fuera parte de un tácito ritual, el
Jefe del Grupo I de Transporte y Jefe del Componente de Transporte Aéreo de la Fuerza
Aérea Sur, Comodoro D. Jorge Martínez, despedía, al pie del avión, a cada
tripulación con un cálido abrazo, deseándoles suerte y expresándoles sus deseos
de un pronto reencuentro. Frecuentemente se hacía presente algún capellán de la
Fuerza Aérea, quien ofrecía el necesario apoyo espiritual a los que iniciábamos
el vuelo. Las bendiciones eran acompañadas con la entrega de estampas de la
Virgen de Loreto o rosarios con cuentas de madera. Al final de la guerra,
muchos de nosotros teníamos en los bolsillos del equipo de vuelo varias
estampas y tres o cuatro rosarios que nos habían entregado los sacerdotes.
Luego, con la campera de vuelo puesta al revés,
mostrando el color naranja de su interior, y con un pequeño salvavidas
colocado, respondiendo más a una tranquilidad anímica que a una condición de
supervivencia, ilusamente se pensaba que si ocurría algo inesperado y uno caía
al agua sería más fácilmente visualizado, uno a uno los tripulantes subíamos al
avión para ocupar nuestros puestos en la cabina o en el sector de carga. El
silencio se podía “escuchar”, solamente era interrumpido por la lectura de la
Lista de Control de Procedimientos o por alguna consulta propia de la
preparación para el despegue.
Quienes cumplíamos los vuelos nos enfrentábamos con
algo inusual… ¡el enemigo estaba allí!. Los aviones y tripulaciones nos veíamos
expuestos a enormes riesgos, no sólo por las circunstancias propias del vuelo
sino también por la falta total de defensa de este enorme avión de transporte.
La única “supuesta protección” era adoptar niveles de vuelo tan bajos que
permitieran permanecer ocultos a los radares enemigos, por eso a partir del 1º
de mayo el nivel de vuelo utilizado pasó a ser de… 15 metros sobre el agua.
Para mucha gente del ambiente aeronáutico, esto
puede parecer un procedimiento anormal, para aquellos que no saben mucho de
aviones, puede resultar una locura. Para nosotros era la única manera de
mitigar el peligro de ser descubiertos y pasar a ser blanco de los temibles
misiles enemigos, lo que terminaría en un seguro derribo.
¿Cómo volar con un avión de 70 toneladas y 40
metros de envergadura a esa altura? Luego del despegue y ya volando sobre el
mar, regulábamos el radio altímetro, instrumento que mide la altitud existente
entre una aeronave y el terreno que sobrevuela, a 15 metros y comenzábamos a
bajar. Ese instrumento pasaba a tener una enorme importancia en el control
distributivo que se realizaba durante el vuelo. La pequeña luz que indicaba
haber alcanzado los 15 metros, le señalaba al piloto que debía ascender un poco
para evitar el contacto con las olas que mojaban el fuselaje y hasta los
vidrios del parabrisas.
Durante el vuelo no se hablaba casi nada. Muy pocas
luces interiores estaban encendidas, solamente las imprescindibles y con su
intensidad muy reducida. Todos nos concentrábamos en nuestras tareas
manteniendo los ojos muy abiertos para tratar de ver, descubrir algo, sacarle
un secreto a la oscuridad reinante, que paradójicamente siempre parecía más
impenetrable que en épocas normales. A pesar de ello, siempre aparecía una mano
acercando un mate o un café humeante que ayudaba a combatir la tensión.
El tiempo de vuelo desde el continente hasta
Malvinas era normalmente de tres horas y media, durante las cuales manteníamos
un estricto silencio de radio, pero en permanente escucha en todas las
frecuencias posibles, tratando de obtener algún indicio de la presencia de
buques enemigos, ya que se tenía conocimiento que la Fuerza de Tareas
posicionaba buques adelantados conocidos como “piquetes radar”, con el objetivo
de detectar, mediante el uso del radar, el movimiento de aviones argentinos en
las posibles rutas de los C-130.
Próximos a Puerto Argentino, el CIC de la Fuerza
Aérea en las islas, emitía escuetamente las condiciones meteorológicas y
algunas instrucciones para la aproximación y aterrizaje o para avisar sobre la
presencia enemiga y/o para cancelar la misión. En el primero de los casos, la
tripulación se aprestaba silenciosamente para ejecutar el aterrizaje en una
pista restringida por un impacto de bomba de 1000 libras lanzada desde un avión
Vúlcan en la madrugada del 1º de mayo. A manera de ayuda, el personal de tierra
encendía tres pequeñas luces en la pista, balizamiento de emergencia, una de
ellas al comienzo, otra próxima al cráter dejado por la bomba inglesa y la
tercera al final. La pista, a simple vista, presentaba “otros dos cráteres”,
pero estos habían sido simulados por “expertas manos” del personal de tierra
para hacer creer a los ingleses que estaba inoperable.
Los pilotos conocíamos esa situación y utilizábamos
el costado sano de la pista. Lógicamente todos los aterrizajes se producían
bajo las normas o procedimientos de un asalto táctico, que es una operación
bajo condiciones de combate donde se somete al avión a un gran esfuerzo para
aterrizar en pistas poco preparadas debiendo muchas veces, a último momento,
ascender en lugar de descender debido a que la elevación de la pista es de 22,5
metros y la altura de vuelo era, como hemos dicho, de 15 metros.
Ya en tierra y en la cabecera opuesta al
aterrizaje, comenzaba un frenético trabajo siempre con los motores en
funcionamiento y mientras se giraba el avión para quedar en posición de
despegue, los auxiliares de carga procedían a la descarga de lo transportado
utilizando procedimientos de una descarga de combate, que consiste en desplazar
el primer pallet (1) por la rampa hasta
que caiga al suelo, mover el avión unos metros hacia adelante para permitir lo
mismo con el segundo y así sucesivamente hasta completar la descarga. Luego el
rápido embarque de heridos que se evacuaban hacia el continente. En la cabina
de mando, los pilotos cambiábamos de posición, normalmente el comandante de
aeronave volaba la etapa hacia Malvinas y el copiloto volaba en el puesto de la
derecha, de regreso la situación se invertía, el resto de los tripulantes
rápidamente cumplía los pasos de preparación del avión y luego el despegue.
¡Habían pasado no más de diez minutos desde el aterrizaje! El avión estaba
nuevamente en vuelo, esta vez de regreso a su base en el continente. Otra vez a
enfrentar el peligro.
Nuevamente a 15 metros del agua, tripulación y
avión tratábamos de alejarnos de la zona considerada de riesgo, con la mayor
velocidad permitida. Recién una hora/hora y media después del despegue,
adoptábamos un nivel de vuelo que podía llamarse normal, las tensiones se iban
disipando, los nervios se relajaban y se podían escuchar algunos comentarios
sobre lo vivido. A veces los tripulantes de cabina aprovechábamos para bajar al
compartimiento de carga, hablar con los evacuados y estirar los entumecidos
músculos. Era el momento en que nuevamente aparecía la mano amiga con el mate.
La misión concluía con el aterrizaje en Comodoro
Rivadavia. Habían transcurrido varias horas desde el despegue, nunca menos de
siete, un tiempo demasiado largo para soportar tantas tensiones pero que los
tripulantes soportábamos sin quejarnos. Allí, en tierra, se completaba la otra
parte del “tácito ritual”: el recibimiento por parte del Comodoro Martínez y
otros integrantes del Estado Mayor. Abrazos, felicitaciones, palabras de apoyo,
transmisión de información y nuevamente abordar el vehículo que nos trasladaba
a nuestro alojamiento. Los que podían dormir lo hacían, pero la mayoría de las
veces se producían largas tertulias en el comedor donde fluían los comentarios
y ahora sí, jocosas alusiones a diversas situaciones ocurridas durante el
vuelo. El equipo de tierra debía lavar los aviones para sacarle la sal del mar
que había quedado adherida en las chapas del fuselaje, alas y especialmente en
los motores.
Sin embargo, se podían presentar dos situaciones
que nos obligaran a abortar la misión muy cerca de Puerto Argentino:
condiciones meteorológicas adversas que hicieran imposible el aterrizaje, o que
el personal del Centro de Información y Control constatara la presencia de
buques, aviones o helicópteros enemigos en la zona; en este caso, simplemente
se nos ordenaba regresar. En ambas situaciones la tripulación se veía obligada
a emprender el regreso con una enorme sensación de impotencia y frustración, ya
que habiendo llegado casi hasta las islas, superando todos los inconvenientes
propios del vuelo, sin haber sido detectados, solamente faltaba la última
parte: encontrar la pista y aterrizar…. pero, otra vez sería.
Todas y cada una de las tripulaciones que cumplimos
estos vuelos poseemos entrañables y sabrosas anécdotas sobre situaciones
vividas, como aquella que se produjo cuando los encargados de la logística del
Ejército pretendieron cargar un avión con catorce toneladas de naranjas porque
en las islas necesitaban vitamina C, o sobre los muchos peligros que debimos
enfrentar. Todos los tripulantes, sin excepción, éramos conscientes que, de ser
detectados, las posibilidades de escapar eran remotas. Lo mejor que nos podía
ocurrir era tener que practicar un amerizaje, pero, por las condiciones
normales del mar en esa zona, este sería extremadamente dificultoso, por ello
casi ninguno de los tripulantes utilizábamos los trajes antiexposición que,
además de haber sido tardíamente provistos, resultaban sumamente incómodos para
volar.
Durante ese período del conflicto, se realizaron
treinta y tres vuelos exitosos, que burlaron el bloqueo impuesto por el
enemigo. Fueron hechos con un avión de transporte pesado, lento, al que
apodaban “la chancha”, sin armamento y sin defensa para contrarrestar un ataque
enemigo. La continuidad de los vuelos hasta la finalización del conflicto
demostró al mundo la capacitación, la eficiencia y la valentía de los
tripulantes de C-130 de la Fuerza Aérea Argentina. El propio enemigo ha
expresado su sorpresa y admiración por la operación de los C-130 en la pista de
Puerto Argentino hasta prácticamente pocas horas antes de que se firmara la
rendición.
En el puente aéreo a Malvinas participaron aviones
de la I Brigada Aérea que volaron 1620 horas con 397 aterrizajes. Aviones de
Aerolíneas Argentinas y Austral, que sumaron 293:25 y 15:40 horas
respectivamente, cumplimentando 55 aterrizajes. Se transportaron 9215 personas
y 5008 toneladas de carga.
Luego del bloqueo impuesto a partir del 1º de mayo,
solamente los C-130 continuaron con el abastecimiento a las islas. Entre el 1º
de mayo y el 14 de junio, la FAS ordenó setenta y cuatro salidas de las cuales
se cumplieron sesenta y una, logrando romper el bloqueo en treinta y tres
oportunidades. Se concretaron treinta y un aterrizajes y dos reabastecimientos
aéreos en Pradera del Ganso y Bahía Fox, lanzándose en paracaídas un total de
19 toneladas de provisiones.
De las catorce tripulaciones de C-130 con que
contaba el Escuadrón, diez fueron condecoradas por el Honorable Congreso de la
Nación con la medalla “La Nación Argentina al Valor en Combate”, una de ellas
post-morten, lo que da una idea bastante aproximada del alto grado de
cumplimiento del deber y capacidad profesional de sus integrantes.
(1) Estructura
de aluminio para la agrupación de carga. El piso del avión dispone de un
sistema de rodillos por donde se desplaza el pallet empujado fácilmente por dos
o tres personas.
Bibliografía
Dirección de Estudios Históricos, Historia de la
Fuerza Aérea Argentina. La Fuerza Aérea en Malvinas. Tomo VI. Vol 1 y 2. Buenos
Aires. Agosto 1998
Palazzi Rubén Oscar, Puente Aéreo a Malvinas.
Editorial Dunken. Buenos Aires. Mayo 2006
Palazzi Rubén Oscar, El Hércules en la Fuerza Aérea
Argentina. (Crónica Histórica 1968-1998) Buenos Aires. Marzo 2001
Cano, Alfredo Abelardo, La aviación de transporte
durante la Guerra de Malvinas.
http://www.marambio.aq/aviaciontransportemalvinas.html
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