10 de febrero de 2011

EL CONFLICTO DE LAS MALVINAS Y LA CAÍDA DE NUESTRA MORAL


Por Abel Posse

Habíamos reclamado durante siglo y medio. Por fin se produjo: el 2 de abril nos despertamos pisando el suelo volcánico de nuestras Malvinas después de un ciclo de dieciséis años de chicanas británicas desde que se recomendó por aplastante mayoría mundial la correspondiente descolonización.

Fue una operación militarmente admirable (aunque estas cosas no conviene decirlas en voz alta).

Se aprovechó en forma brillante el factor sorpresa en tiempos de descarado espionaje satelital y del otro.

Los argentinos en pocas horas reconquistaron el bastión sin el costo sangriento presumible.

La reacción de entusiasmo nacional fue triunfalista y casi unánime. La acción liberadora de los militares fue aplaudida por nueve de cada diez dirigentes políticos, sindicales y opinativos.

Sería bueno que el lector recorriese los diarios de esos días altos y vibrantes.

Se reconocía que era una guerra justa realizada con una acción fulmínea e indolora.

Recuerde, lector: Pierina Dealessi, los donativos y colectas de oficina, el postre Malvinas, las señoras de Barrio Norte tejiendo los pulóveres marciales, aquellos gritos en las redacciones y en los cafés cuando se hundía al Sheffield o a algún otro exponente de la perfidia inglesa.

Malvinas fue el único grito que superó a algún gol de Maradona en el Mundial.

Se aclamó a Galtieri en la Plaza de Mayo y fuera de ella.

El acto de fuerza justiciera y nacional se sobrepuso a la conducción de una dictadura cuya "guerra antisubversiva" también era aprobada tácitamente por una mayoría abrumadora de políticos, sindicalistas y gente de prensa.

En todo caso, en aquellos días esto no frenó el entusiasmo y la cohesión nacional.

Hoy, dada nuestra doblez, resulta difícil recordar que nuestra explosión fue de país sano y fuerte.

Una reacción honestamente patriótica que dejaba en el plano secundario la ilegitimidad esencial del poder.

La guerra unió al pueblo argentino en comunión de orgullo y voluntad. En el plano latinoamericano, nuestra guerra cobró una dimensión fundacional, en el sentido de asentar una conciencia de cultura y de sentimiento solidario que nos parecía ya parte del sueño bolivariano. (Fuimos los primeros en negar y desaprovechar esa solidaridad continental.)

Pronto la fiesta de la guerra viró en contra de nuestra inexperiencia.
La táctica diplomática de "las tres banderas" era una sutileza inaplicable para nuestra euforia de advenedizos del azar bélico.

Somos políticamente muy torpes e inexpertos como para comprender en la exaltación del triunfo de las armas que la fuerza consistía en sustituirlas por la diplomacia, aprovechando la expectativa mundial y cumpliendo con la Resolución del Consejo de Seguridad.

Nuestros pilotos navales y de la aeronáutica conmovieron al mundo con sus proezas.

Pero el aparato de conducción militar siguió estúpidamente dividido. El comandante en las islas que había jurado vencer o morir terminó rindiéndose, quejándose al firmar que la birome no le andaba.

Los ingleses habían conseguido de los norteamericanos el arma clave misilística para acabar en horas con nuestra aeronáutica.

El hundimiento del Belgrano por un submarino nuclear puso en evidencia nuestra endeblez.

Este hecho concluyó con las esperanzas de soluciones diplomáticas. (Los ingleses demostraban una vez más que siguen a Churchill: "En la guerra, determinación".)

Después la enfermedad argentina: dicen avergonzarse de semejante hecho, lloran oblicuamente y fuera de fecha a sus muertos, descubren que los gobernantes eran de facto y dictadores.

Se olvidan minuciosamente de aquello... Es la Argentina pequeña, incapaz de reconocer sus pasiones y su euforia, incapaz de concederles la palabra gloria a sus muertos por la Patria.

Tan eufóricos en aquellas victorias como ambiguos después de la derrota.

Nos intoxican con películas de soldados llorones y capitanes sádicos. La interpretación de los cobardes sustituye la callada verdad de los guerreros.

Lo más grave del episodio de la Guerra de las Malvinas no es haber perdido lo que con el tiempo sólo será una gran batalla, sino esto, la enfermedad de no saber defender lo que hicimos con la frente alta y con coraje de triunfadores y casi andar susurrando disculpas a los usurpadores, los enemigos.

Perdimos la batalla y ahora perdemos el tiempo luego de una diplomacia de paraguas, susurros y postales cariñosas.

Nos ocupamos más en vituperar a nuestro ejército y en olvidar nuestra pasión unánime que en indignarnos ante quienes nos niegan la soberanía y torpedearon al Belgrano para en realidad hundir la política de las "tres banderas" y los planes del presidente Belaúnde que cobraban amplia aceptación internacional.

El autor es novelista. Diplomático. Su libro reciente es La santa locura de los Argentinos
Fuente: http://www.lanacion.com.ar. Publicado el 03 de abril de 2007

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