Profesional de la sanidad, civil, participó como
voluntaria en el conflicto del Atlántico Sur. Reconocida oficialmente como
Veterana de Malvinas, es en la actualidad la mujer más condecorada de la
historia de las FF. AA. Aquí su estremecedor relato de sus días a bordo del ARA
Almirante Irízar: “Llegamos a hacer cirugías con una oscilación de 45 grados, atados
los profesionales y pacientes, para movernos al mismo ritmo”.
Por Susana Rigoz.
Madre de cuatro hijos e instrumentadora quirúrgica
de profesión, a los 23 años se anotó como voluntaria para viajar a las Islas
Malvinas. Embarcada en el rompehielos ARA Almirante Irízar, permaneció dentro
de la zona de conflicto desde 8 al 18 de junio de 1982. En la actualidad, se
desempeña como encargada de Ceremonial del Hospital Militar Central y se dedica
a dar charlas y organizar congresos en todo el país para difundir su
experiencia. Cuando habla, no lo hace en singular sino en un
"nosotros" que incluye al resto de sus compañeras. "Según la
ley, se consideran veteranos aquellos que se han desempeñado dentro del teatro
de operaciones de Malvinas. En nuestro caso, fuimos reconocidas oficialmente
once mujeres. Seis de ellas, Susana Maza, Cecilia Ricchieri, Norma Navarro,
María Marta Lemme, María Angélica Sendes y yo, pertenecientes al Ejército
Argentino cumplimos funciones embarcadas en el buque ARA Almirante
Irízar", relata.
Al preguntarle sobre qué es lo peor de la guerra,
no duda en afirmar: "Lo más doloroso es el después, la indiferencia, los
detalles de la vida cotidiana. En mi caso, por ejemplo, aunque soy la
instrumentadora más antigua del hospital y la mujer más condecorada de las FFAA,
tengo que pelear por un lugar en el estacionamiento del hospital. Sé que es
algo menor, pero evidencia la falta de reconocimiento".
–¿Cómo comenzó esta historia?
–A partir del inicio de la guerra, el Hospital
Militar Central, adonde todas habíamos ingresado en 1980, fue designado como
cabecera de la sanidad. Nosotras soñábamos con participar, pero, ante la orden
de que solo podía viajar a la zona de conflicto el personal militar, quedamos
excluidas. Sin embargo, a medida que pasaron los días se dieron cuenta de que
necesitaban gente capacitada para preparar los quirófanos, ya que los
enfermeros del Ejército carecían de experiencia y todavía no se había recibido
la primera camada de mujeres. Así surgió la convocatoria para las
instrumentadoras. La urgencia era tal que nos anotamos un día y viajamos al
siguiente.
A los 23 años Silvia Barrera se anotó como
voluntaria para viajar a las Islas Malvinas. Foto: Gentileza S.B.
–¿Qué dijeron sus familiares ante esta noticia?
–En mi caso, como vengo de familia militar, no hubo
ninguna resistencia. Mi papá se emocionó y lo primero que hizo fue ir a comprar
una máquina de fotos y diez rollos para que registrara todo. Unas pocas de esas
fotografías que pude esconder entre la ropa son las que conservo hoy, después
de que los ingleses nos sacaran las cámaras.
–¿Les dieron equipamiento especial para viajar a
una zona tan inhóspita?
–No, porque toda la ropa del Hospital ya la habían
llevado a las islas y, entre lo que quedaba, no había ropa de mujer. O sea que
viajamos con ropa de verano en pleno junio y, por ejemplo, con borceguíes
número 40, cuando calzábamos 38.
–¿Cómo
fueron las primeras experiencias al llegar a una región militarizada?
–Al desembarcar en Río Gallegos, la primera
sorpresa fue que nadie nos esperaba, porque no se había informado de nuestra
llegada. Nos sentimos realmente desamparadas: éramos las únicas mujeres,
vestidas de verde, entre un montón de hombres que nos miraban asombrados y nos
ignoraban. Empezamos a deambular por el aeropuerto sin obtener respuesta hasta
que por casualidad encontramos un médico conocido que nos llevó al Hospital
Militar de la ciudad. Otra decepción fue cuando nos impidieron la entrada hasta
que lograron confirmar quiénes éramos. El siguiente destino fue un galpón de la
Fuerza Aérea, donde unos helicópteros nos trasladaron hasta el buque Almirante
Irízar.
–¿Fueron mejor recibidas en el barco?
–No, al contrario. Cuando el jefe de cubierta vio
que éramos mujeres, se puso como loco y empezó a discutir con sus camaradas
acerca de qué hacer con nosotras, se planteaban que éramos muy jóvenes, que
representábamos una complicación, entre otras cosas. Por último y gracias a la
intervención del comandante del barco, la situación se calmó. Esa tarde nos
dieron instrucción y, llegada la noche y para resarcirnos de los malos momentos
pasados, nos prepararon una picada de bienvenida. Por último, nos asignaron un
camarote con tres camas para las seis.
Silvia (a la derecha) junto a sus compañeras en Río
Gallegos previo a embarcarse en el ARA Irízar. Foto: Gentileza S. B.
–¿Cómo era la estructura sanitaria del Irízar?
–Estaba muy bien equipado. Tenía dos quirófanos
grandes; uno "sucio", que es el nombre que se le da al que recibe
pacientes con alguna infección; y otro, para traumatología. Durante nuestra
primera noche debimos dedicarnos a armarlos, es decir, a organizar en cajas los
instrumentos para las distintas cirugías y esterilizar el material. Es una
tarea específica y, hasta nuestra llegada, solo había 19 médicos de la Armada
como personal de sanidad.
–¿Con qué medios sanitarios contaban los ingleses?
–Tenían un barco hospital muy grande, el Uganda, y
tres más chicos, que recorrían las islas recogiendo a los heridos. Nosotros,
además del Irízar, contábamos con el buque ARA Bahía Paraíso y tres pesqueros
chiquitos que cumplían la función de ambulancia. Todos, siguiendo las normas de
la Convención de Ginebra, pintados de blanco con la cruz roja.
–¿Colaboraban entre sí en lo referido a la atención
médica o a la provisión de insumos?
–Sí. Había establecida una zona franca donde
paraban todos los buques hospital y se realizaba el intercambio de heridos.
También, de ser necesario, se prestaba ayuda; por ejemplo, nosotros les donamos
sangre y medicamentos a los ingleses; y en el Bahía Paraíso atendieron a
algunos heridos británicos.
–En Puerto Argentino se había establecido un
hospital. ¿Por qué no fueron designadas para trabajar allí?
–Era lo que queríamos, pero no lo logramos por un
tecnicismo: no nos habían dado "grado militar". Después de mucho
discutir, decidieron que los heridos fueran atendidos en el barco. La mitad de
los médicos bajó a tierra y el resto permaneció embarcado.
A partir de
las 17:00 comenzaban los bombardeos británicos, señal para nosotros de que
llegarían en helicóptero los heridos desde Puerto Argentino.
–¿Cómo era la actividad cotidiana?
–A diario, a partir de las 17:00, porque anochecía
y ellos contaban con visores nocturnos, comenzaban los bombardeos británicos,
señal para nosotros de que llegarían en helicóptero los heridos desde Puerto
Argentino. Esa metodología, utilizada hasta que fue inviable por el
desmejoramiento de las condiciones meteorológicas, fue sustituida por barquitos
pesqueros que trasladaban a los heridos hasta el buque, donde eran subidos en
gomones y con redes. Eran maniobras muy complicadas para pacientes en
recuperación, que debían muchas veces volver a ser intervenidos. Fueron diez
días en los que prácticamente no dormimos. Llegamos a hacer cirugías con una
oscilación de 45 grados, atados los profesionales y pacientes, para movernos al
mismo ritmo.
–¿Hay un cálculo acerca de la cantidad de heridos
que atendieron?
–No lo sé con exactitud. Puedo decir que el buque
tenía 250 camas y trajimos al continente 370 heridos. El cese del fuego se
firmó el 14 de junio, pero nosotros quedamos "prisioneros" en el
Irízar hasta el 18, fecha en que nos permitieron volver al continente. Pese a
que fueron cuatro días en los que el barco estuvo cargado de heridos, la verdad
es que los ingleses fueron respetuosos y nos permitieron evacuar a periodistas,
camarógrafos, curas y todo el apoyo de combate civil, que debía salir para no
ser tomados prisioneros.
Una de las pocas fotos que pudo conservar antes de
la requisa de los ingleses. Foto: Gentileza S.B.
–¿Qué se hacía con los muertos?
–En el Irízar, se metían en cámaras para ser
trasladados a Comodoro Rivadavia. En el caso del buque Bahía Paraíso, debido a
que no contaba con la infraestructura necesaria, los fallecidos fueron tirados
al mar después de realizar la ceremonia correspondiente.
–¿Cómo fue el regreso?
–Antes de bajar del barco en Comodoro Rivadavia,
debimos firmar un documento en el que nos comprometíamos a no contar nada de lo
vivido. Mientras a los soldados los trasladaban en micro a las distintas
unidades, a nosotras nos enviaron a un hotel alejado, al cuidado de dos
oficiales de inteligencia, con seguridad para que no tuviéramos contacto con
nadie. Finalmente, logramos despegarnos de ellos y nos fuimos al centro de la
ciudad a ver a nuestros heridos y a comer pizza. La consecuencia fue que al día
siguiente nos dejaran recluidas en el aeropuerto local hasta abordar el avión
de regreso. Fue un viaje extraño porque, pese a que el avión estaba lleno de
militares que volvían de las islas, nadie nos dirigió la palabra. Llegamos al
Palomar el domingo 20 de junio a eso de las 23:00 y, al día siguiente, nos
presentamos a trabajar en el hospital, donde vivimos la misma indiferencia. A
la distancia, creo que debimos pelear contra el prejuicio de hombres que no
estaban preparados para reconocer el trabajo de las mujeres.
Debimos
pelear contra el prejuicio de hombres que no estaban preparados para reconocer
el trabajo de las mujeres.
–¿Cuándo fue que comenzaron a sentirse reconocidas?
–En 2002 fuimos las primeras en recibir el premio a
las mujeres destacadas del Ejército, distinción instituida ese año. En 2012 nos
dieron el reconocimiento oficial como Veteranas de Guerra y en 2014 fuimos
condecoradas por el Estado con la Medalla al Valor. Según nos dijeron, dentro
de la historia de las FFAA, después de las mujeres que participaron de las
guerras de la Independencia, somos las más reconocidas. Pese a ello, durante
décadas no nos incluyeron en los actos ni en los homenajes.
–Una de las consecuencias inevitables de los
conflictos bélicos es el estrés postraumático. ¿Lo sufrieron?
–Sí. Hace un par de años, los estudios realizados
en el Centro de Salud "Veteranos de Malvinas" comprobaron que ninguno
de nosotros se acuerda de la vida cotidiana en el buque. La rutina se nos borró
de la mente, solo recordamos el día de la llegada y nuestra actividad
profesional. Por otra parte, tenemos serios problemas para dormir. Y lo peor:
todas las veteranas padecemos algún tipo de cáncer.
–¿Es un tema cerrado en su vida?
–De ningún modo, ni en la mía ni en la de ningún
veterano. Hace unos días se planteó la discusión acerca de si nosotros seguimos
peleando o no. Las opiniones estaban divididas. Yo creo que seguimos peleando
otras batallas y me pregunto qué va a pasar cuando ya no estemos para seguir
contando la verdad de lo que vivimos.
*La versión original de esta nota será publicada en
la Revista DEF N. 128
Fuente: https://www.infobae.com
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