Presentación
La
derrota en la guerra por las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del
Sur frente a las tropas británicas fue un duro golpe para las FFAA argentinas.
El único conflicto bélico internacional protagonizado por los militares
argentinos en el siglo XX fue breve: sólo duró 74 días, desde el 2 de abril al
14 de junio de 1982, pero sus consecuencias dejaron marcas profundas tanto en
las vidas de sus combatientes como en la situación profesional de las FFAA.
En
la posguerra, las instituciones castrenses se vieron en la obligación de rendir
cuentas no sólo por la decisión de emprender una guerra por la restitución de
unas islas que habían sido tomadas ilegalmente por Gran Bretaña hacía casi un
siglo y medio, sino también por su pésima actuación en el archipiélago,
caracterizada por una errónea lectura del panorama internacional y por una
improvisación constante en el campo bélico, que llevó a los soldados a estar en
condiciones deplorables y desesperantes[1].
En
este contexto, la situación que enfrentaba la Armada Argentina luego de la
rendición era bien delicada. El Almirante Jorge Anaya[2],
su Comandante en Jefe, había sido el principal impulsor de la recuperación de
las islas, un anhelo que se había hecho carne en la institución desde mucho
antes[3].
Sin
embargo, a la hora del enfrentamiento, la flota de guerra, el principal medio
de combate de la fuerza, había rehuido a la lucha. Ante la presencia de
submarinos nucleares en el área frente a los cuales los buques argentinos no
tenían posibilidad, que se revelaron dramáticamente el 2 de mayo con el
hundimiento del Crucero General Belgrano, Anaya ordenó a los buques propios
resguardarse en zonas de poca profundidad, donde los submarinos no podían
operar. Es decir, desde principios de mayo, la flota de guerra dejó de
participar en el conflicto, excepto por contados buques de porte menor que en
soledad cruzaron a las islas y recorrieron palmo a palmo el archipiélago
buscando aprovisionar a las tropas[4].
Entonces,
luego de la rendición el principal desafío que se le presentaba a la Marina
respecto a Malvinas era dar cuenta de la paradoja de haber sido la fuerza que
históricamente había alzado la voz en defensa de la soberanía de las islas
demandando por su restitución, pero que, a la hora del combate, había optado
por rehuir a la lucha y resguardar a la flota de guerra.
Frente
a esta situación, en la inmediata posguerra la Armada Argentina configuró un
relato público sobre la guerra de Malvinas, sobre el sentido de la contienda y
principalmente sobre su participación en la misma, realizando un verdadero
“trabajo de encuadramiento” de la memoria (Rousso en: Pollak, 2006: 25)
destinado a la vez al interior y exterior de la fuerza.
Desde
1982 esa narrativa institucional construida al calor de la derrota se ha ido
modificando según las intencionalidades del presente y las expectativas
futuras, sin embargo, ha conservado determinados puntos de referencia
relativamente invariables.
En
el presente trabajo, pretendemos abordar la construcción de la memoria pública
del conflicto del Atlántico Sur por parte de la Armada en la posguerra, dando
cuenta principalmente de los espacios, acontecimientos y actores, elementos
constitutivos de toda memoria (Pollak, 2006: 34), privilegiados por la
institución en su configuración memorial y que han continuado vigentes desde
1982 al presente; y, en contrapartida, de aquellos otros factores omitidos,
subsumidos o dejados en un segundo plano por la misma.
En
este punto es oportuno aclarar que el objetivo de analizar el relato naval
bélico parte, en realidad, de una preocupación colindante: intentar identificar
por qué la Marina ha excluido del mismo la guerra del Apostadero Naval
Malvinas, una unidad logística que se encargó de la fundamental tarea de operar
las instalaciones portuarias de las islas, sobre la que hemos centrado la
investigación ya desde hace unos años.
En
la posguerra, la historia de este destino, que fue uno de los pocos enclaves de
comunicación con el continente, ha tenido un lugar marginal en la
historiografía naval y su rol en los actos conmemorativos ha sido mínimo en
comparación al de otras unidades militares[5].
Con
el objeto de abordar esta problemática, partimos de la hipótesis que la Armada
ha realizado a lo largo de la posguerra una verdadera “invención de
tradiciones” (Hobsbawm y Ranger, 2002); aunque por supuesto no de forma
arbitraria sino acudiendo a marcos de sentidos preexistentes (Olick, 1998).
La
Marina, al seleccionar determinados elementos que denotan la excepcionalidad de
su participación en la guerra, ha podido reactualizar pautas morales y
tradiciones navales, al tiempo que operar una relegitimación institucional,
contribuir a su cohesión identitaria y luchar contra las representaciones críticas
que circulan en el imaginario social de Malvinas. En tanto otros hechos eran, y
son, más apropiados por lo claros, gráficos o impactantes para ello que la
guerra del Apostadero (y además concuerdan mejor con su imagen del
combatiente), la fuerza ha optado por relegar a ésta a un segundo plano, o casi
directamente al olvido, al igual que a otras unidades logísticas que
intervinieron en el conflicto.
El
artículo se divide en tres apartados. En principio, reconstruye en forma
sucinta el contexto de la inmediata posguerra en el que la Armada constituyó
los cimientos de la memoria oficial de la guerra de Malvinas. Luego, tras
analizar el sentido otorgado por la Marina a la contienda bélica, identifica
los “lugares de la memoria”[6]
naval en los que la institución ha condensado los sentidos de la guerra propia.
Para finalizar, intenta explicar por qué el Apostadero no ha conquistado un
lugar en dicha narrativa.
El
trabajo se funda en un conjunto heterogéneo de materiales, los “soportes y
lenguajes legítimos” (Salvi, 2012: 30) utilizados por la Marina para dar
credibilidad, aceptabilidad y organización a su relato. En primer lugar, da
cuenta de los principales referentes de la historiografía oficial de la guerra.
En segundo lugar, analiza los discursos de diversos integrantes de la plana
mayor de la Armada en actos conmemorativos relacionados con Malvinas. En tercer
lugar, aborda distintas fuentes hemerográficas vinculadas a la fuerza naval.
Por último, tiene en cuenta la página web de la Armada Argentina[7].
La
inmediata posguerra y los cimientos de la memoria bélica naval
La
situación de las FFAA en la inmediata posguerra era extremadamente delicada.
Tengamos presente que luego de la rendición, las instituciones castrenses
tuvieron que enfrentar un fuerte cuestionamiento social por la derrota en las
islas y por las masivas violaciones a los DD.HH. que habían cometido en los ‘70[8].
La
rendición en Malvinas abrió las puertas a la revisión del pasado reciente de
las FFAA en otras acciones que habían desplegado, e implicó una resignificación
de la “guerra antisubversiva”, tal como el régimen militar denominaba a su
actuación criminal, que pronto pasó a ser percibida socialmente como “represión
ilegal” o “Terrorismo de Estado”, en términos de la época.
Cada
una de las fuerzas salió más o menos debilitada de este profundo
cuestionamiento social, según su grado de intervención en el sistema represivo
y el rol desempeñado en el conflicto del Atlántico Sur. Si la Fuerza Aérea fue
la que salió “mejor parada”, porque su accionar en el conflicto había sido
relativamente mejor y el más publicitado, y su participación en la represión
había sido menor y a la vez la menos difundida, indudablemente el Ejército fue
el que se llevó las peores críticas.
Su
involucramiento en la “guerra sucia” había impactado fuertemente en la opinión
pública (por su misma magnitud era la fuerza que más centros clandestinos de
detención había desplegado en todo el país), y su pésimo desempeño en las islas
se difundió rápidamente debido a las denuncias de los conscriptos que habían
permanecido por más de dos meses en las trincheras enfrentando condiciones
deplorables.
La
Marina no salió indemne de estas críticas, ni mucho menos. Lo cierto es que la
fuerza enfrentaba acusaciones casi diarias por los crímenes cometidos en el
corazón de la escuela de suboficiales, que desde temprano se convirtió en un
símbolo de la represión ilegal[9],
y por la inacción de la flota de guerra en Malvinas.
Para
colmo, las acusaciones provenían no sólo de las otras fuerzas y de la sociedad
en general, sino también del interior de las filas navales. Las fricciones
internas comenzaron a arreciar en la fuerza. La Armada, al igual que el
Ejército, se hallaba en un estado de deliberación permanente[10].
Frente a esta situación, la fuerza intentó redefinir su rol en el contexto
democrático que se inauguraría en diciembre de 1983 y cambiar su imagen
pública, mediante diversas acciones en el plano simbólico y práctico. Por un
lado, realizó diversas actividades para promover un acercamiento con la
sociedad civil y “blanquear” su imagen, como la organización de jornadas de
puertas abiertas de las bases navales, la realización de festivales de música y
grandes desfiles, la participación en campañas sanitarias y educativas, la firma
de convenios con organismos científicos y universidades públicas y privadas,
entre muchas otras. Por el otro, al tiempo que intentaba construir una imagen
de subordinación a las instituciones democráticas, desplegó políticas concretas
para configurar una memoria oficial sobre su participación en el conflicto del
Atlántico Sur, que muchas veces iba a la par de la “otra guerra”, la de “la
subversión”.
En
la temprana Transición, la Armada avanzó en la construcción de su memoria
pública de la guerra de Malvinas pensando tanto en su “frente externo”, como en
el “interno”. En el primero, trató de reivindicarse como garante de la
soberanía nacional, y de recordar el apoyo social brindado al conflicto, como
forma de silenciar a los críticos de la guerra, y, por extensión, a los de su
actuación en la represión durante los ’70 (Lorenz, 2006: 182). De este modo, la
Armada creía poder eludir sus responsabilidades tanto en la guerra de Malvinas
como en la “guerra antisubversiva”.
En
ambos frentes, la construcción de una memoria oficial que reivindicaba su
participación en la guerra, le permitía luchar contra la imagen de una Marina
que no combatió en Malvinas. Al interior de las filas navales, la configuración
de dicha memoria era una estrategia para instar a la cohesión institucional, y
evitar así los conflictos intrafuerza que amenazaban con propagarse en la
inmediata posguerra.
El
discurso que construyó los cimientos de la memoria naval fue proclamado por el Almirante
Jorge Anaya sólo 4 días después de la rendición. El 18 de junio de 1982, el Comandante
en Jefe de la Armada dirigió un mensaje a la fuerza naval en el que explicaba
la derrota. En un contexto en el que las críticas provenientes de sectores
exteriores e interiores de la institución eran moneda corriente, el mensaje de
Anaya venía a intentar dar una respuesta a las mismas: según el Almirante, el
elemento determinante de la derrota había sido el apoyo norteamericano a las
tropas inglesas. Si ello no hubiera sucedido, el resultado hubiese sido otro[11].
Pero además de responder a los cuestionamientos, Anaya pedía tranquilidad “ante
la adversidad” e instaba a sus subordinados a cerrar filas mediante un recurso
tradicional de las FFAA: el culto patriótico a los muertos:
“Señalo
con orgullo que en toda circunstancia el personal de la Armada tuvo un
desempeño ejemplar. Rindo mi homenaje a quienes cayeron en cumplimento de su
deber en Puerto Argentino, Grytviken, crucero “General Belgrano”, aviso
“Alférez Sobral”, “Isla Borbón”, guardacostas de la Prefectura Naval Argentina,
“Río Iguazú”, transporte “Isla de los Estados”, remolcador Forrest, Puerto
Darwin y pilotos de la Primera y Segunda Escuadrilla Aeronaval de Ataque. Las
generaciones venideras reconocerán la grandeza de quienes lucharon con denuedo
y con valor, y que una batalla perdida no les significó claudicar en sus
convicciones.
Los
pueblos retemplan su espíritu en la hora de adversidad y la institución debe
hacerse en base a su cohesión y en un culto al coraje y al honor. Vuestra causa
es justa; de nuestro lado está la razón de la historia y la justicia”.
(Convicción, 18/06/1982)
En
este primer mensaje luego de la rendición, Anaya pretendió a la vez dar una
explicación de la derrota y justificar el conflicto. El marino ratificaba la
legitimidad de la guerra y por ende del “sacrificio” de aquellos que habían
muerto “por la Patria” y por una causa noble y justa, quienes con esa muerte
redentora pasaban a ocupar un lugar privilegiado en el “altar de la nación”.
El
discurso del principal instigador del conflicto sacralizaba la guerra y daba un
sentido sublime a la muerte de los combatientes, al tiempo que ocultaba y
subsumía el horror y sufrimiento que había implicado, apelando al tradicional
culto a los soldados caídos.
En
esa alocución ya aparecían varios elementos que fueron característicos no sólo
de los discursos de los marinos sobre el conflicto, sino también de la memoria
que todas las fuerzas estaban comenzando a construir: la fuerte presencia de
elementos nacionalistas tradicionales y la casi nula autocrítica por el
desempeño en las islas. Ambos aspectos
son aún más evidentes en la “orden de despedida” que Anaya pronunció el 2 de
octubre de 1982, en el acto de asunción de su sucesor, el Almirante Franco,
como Comandante en Jefe de la Armada.
En
la Base Naval Puerto Belgrano, Anaya realizó uno de los intentos más claros y
coherentes de encuadramiento de la memoria del pasado reciente de la
institución, estableciendo un marco de sentido para los dos principales
acontecimientos que sucedieron durante su mando: la “lucha antisubversiva” y la
guerra de Malvinas.
Comenzó
diciendo: “Quiero dejar bien en claro que todos los integrantes de la Armada,
sin distinción de jerarquías, cumplieron con su deber. (…) Antes de ese hasta
siempre, con que un oficial de la Armada se despide del servicio activo, deseo
clarificar algunos hitos de este 1982 tan cargado de acontecimientos” (Gaceta
Marinera, 07/10/1982).
Luego
de reivindicar el comportamiento de sus subordinados, estableció una verdadera
declaración de principios en torno al conflicto del Atlántico Sur y la lucha
“contra el terrorismo”. Respecto a esta última, el marino repitió uno a uno los
argumentos sostenidos hasta el hartazgo durante la dictadura, y también mucho
después, y que negaban impunemente la realidad represiva: la “lucha contra el
terrorismo” protagonizada por las tres fuerzas había sido necesaria para
conservar “la paz interna” y el ser nacional, esa lucha no había sido buscada
ni querida por las FFAA, había sido una guerra contra un enemigo interno, la
“subversión”, apoyada por “todo el pueblo argentino” y había sido una victoria
militar. Asimismo, señalaba que allí donde se repitieran las condiciones que
dieron origen a esos eventos, las FFAA estarían dispuestas a luchar otra vez
para que la “bandera de la muerte” jamás reemplazara “a la bandera celeste y
blanca”[12].
En
cuanto a la guerra de Malvinas, Anaya indicó desde cómo debía entenderse la
ocupación de las islas hasta cómo valorar la derrota, para “que nadie sienta
que fue una guerra inútil, infundamentada, irresponsable” como había señalado
minutos antes el reciente Comandante de la Armada:
“1)
El ultimátum del gobierno de Gran Bretaña, amenazando el empleo de sus fuerzas
para expulsar a un grupo de argentinos que trabajaba en las islas Georgias del
Sur, fue el factor desencadenante de las operaciones que debimos iniciar en el
Atlántico Sur.
2)
Aceptar ese ultimátum hubiera significado callar para siempre nuestros
reclamos. Eso se llama cobardía y no es propio de nuestra raza, que tanto
combatió por la libertad de América.
3)
Conscientes de la necesidad de no provocar males mayores, se ordenó la
recuperación incruenta de nuestro territorio, aún a costa de vidas argentinas,
lo que se cumplió mediante un operativo militar impecable, que dejó abierto el
camino para las negociaciones que deseábamos fueran de buena fe, hechas con
cordura y fundamentalmente justas de acuerdo con todos los antecedentes y
reiteradas exhortaciones de los organismos internacionales.
4)
Jamás, durante dichas negociaciones, se le dio a nuestro país la posibilidad de
una salida digna. Ni el enemigo ni sus personeros aceptaron siquiera tratar
nuestros derechos. Y fue la amenaza de una acción militar la contrapuesta a
nuestra disposición a discutir todo, sin abandonar lo que por derechos nos
pertenece. Decidimos enfrentar el riesgo de las armas antes que una
humillación. Estábamos seguros que el enemigo sufriría el daño con la rudeza
criolla que respondió al atropello y que conmocionó al mundo entero. Dije en
otra oportunidad, y lo repito hoy, que los varones de esta tierra jamás
midieron la magnitud del enemigo, cuando estaba en juego la justicia de la
causa. Perdimos la batalla de Puerto Argentino, pero el mundo sabe ahora que
lucharemos sin tregua hasta lograr la recuperación de nuestro territorio.”
(Gaceta Marinera, 07/10/1982)
En
una alocución plagada de referencias históricas a la guerra de independencia
americana, Anaya indicó claramente que, al contrario de lo que había
establecido la ONU durante la guerra, Gran Bretaña había sido la potencia
agresora, no la Argentina. Su intransigencia ante el incidente en las islas
Georgias no había dejado otra opción a nuestro país que ocupar las islas para
mantener en pie la reivindicación de la soberanía[13].
No haber reaccionado, hubiera sido sinónimo de cobardía, lo que “no es propio
de nuestra raza, que tanto combatió por la libertad de América”. Para continuar
con la imagen tradicional de país pacífico, aun cuando había iniciado una
guerra, el Almirante destacó que el operativo de desembarco había sido
incruento para los isleños y las tropas inglesas, indicando que el objetivo de
la ocupación de las islas fue sólo retomar las negociaciones con Inglaterra,
cuestión a la que la Argentina siempre estuvo bien dispuesta encontrando como
respuesta una inflexibilidad “a siquiera tratar nuestros derechos”, que dejó
como único camino la guerra.
Además,
respondiendo a los críticos que veían al conflicto como una “aventura militar”,
una guerra perdida aún antes de luchada por la indudable superioridad inglesa,
Anaya indicó que en primer lugar estaban los derechos argentinos, y el honor de
nuestro país, y que ello iba más allá de la más elemental evaluación del
enemigo al que había que enfrentarse. En definitiva, la causa Malvinas estaba
por encima de todo y ese era el verdadero sentido del conflicto. Finalmente,
dejó en claro qué es lo que se había ganado en la derrota: el reconocimiento
internacional de “la justicia de nuestra causa” y el saberse valientes, dignos
herederos de los héroes del siglo XIX, capaces de arriesgar sus vidas con tal
de defender lo que es propio, sin importar el poderío del enemigo.
Es
evidente que la Marina, y en general todas las fuerzas, lo que pretendían era
continuar con la narrativa nacionalista clásica del pasado argentino que se
había transmitido durante décadas en el sistema educativo y que formaba parte
del “sentido común sobre la nación” de la mayoría de los argentinos (Romero, 2004).
En ella, se otorgaba un lugar de privilegio, por un lado, a las guerras y, por
otro, a los militares caídos en las batallas, respectivamente como “gestas
gloriosas” y “héroes” que se sacrificaron por la Patria en los orígenes de
nuestro país.
El
conflicto del Atlántico Sur venía a ser una más de estas gestas y los caídos
nuevos héroes a incorporar en el panteón. Se trata de un discurso
contextualizado sólo en el largo plazo, en las luchas por la soberanía de las
islas, lo que permite legitimar al conflicto, así como evitar una evaluación
crítica tanto de la decisión de tomar las islas como de la nula participación
de la flota en la guerra, pero que hace caso omiso a las condiciones políticas
contemporáneas a la guerra (la crisis que estaba atravesando la
dictadura).
Entonces,
la alocución de Anaya, fundante de la matriz que tramaría de aquí en más el
sentido oficial del conflicto del Atlántico Sur y de la “guerra antisubversiva”
(ambas “luchas por la Patria”), se inscribía en el relato nacionalista clásico
que las FFAA han sostenido históricamente.
Su
larga sombra se ha proyectado sobre la mayoría de los discursos públicos de la
Armada y en los escritos en las publicaciones institucionales, tanto en las
obras académicas como en las revistas destinadas al público en general. Ello se
ve claramente en la obra más general y abarcadora sobre la guerra de la Armada,
que es aquella realizada por el Contralmirante Horacio Mayorga en colaboración
con el Capitán Jorge Errecaborde. En el prólogo, Mayorga señala: “La Armada no
pudo combatir en la forma clásica que conocemos a través de otros conflictos
mundiales. No peleó así porque no se presentó la oportunidad (…). Pero sus
hombres, casi todos sus hombres, dieron muestra cabal de su valor, dentro de
los planes que rigieron su accionar.” Y finaliza con una advertencia: “Cuidado
entonces de no caer en críticas que no son otra cosa que el producto de no
haber asimilado el impacto de la derrota, el “síndrome Malvinas”” (Mayorga y
Errecaborde, 1998: 16)[14].
Por
ello el autor denomina al libro No vencidos, “porque el “TIEMPO” de Malvinas
fue un “tiempo de derrota” para el país politizado, pero para los hombres de
armas, y sobre todo para nuestros muertos, es “TIEMPO DE HONOR”” (Mayorga y
Errecaborde, 1998: 8). Allí Mayorga pretende “poner en conocimiento del público
en general y de las generaciones futuras el desarrollo de las operaciones
navales de ese conflicto, para que se sepa cómo combatieron los hombres de la
Armada” (Mayorga y Errecaborde, 1998: 14).
Sin
embargo, si bien la obra recorre minuciosamente los acontecimientos protagonizados
por las distintas unidades navales, el autor advierte que no va a abordar el
desempeño de algunas unidades: “... tampoco [hemos descrito] las tareas
cumplidas por el Apostadero Naval, el grupo de mercantes, etc., todo ello en
beneficio de mantener la atención sobre los sucesos principales” (Mayorga y
Errecaborde, 1998: 127).
Al
leer esta aclaración, surge de inmediato una pregunta: ¿Cuáles son, para el
autor, los “sucesos principales” de la guerra? En general, ¿cuáles han sido los
acontecimientos, actores y lugares privilegiados en la memoria oficial de la
Armada para legitimar su cuestionada participación en la contienda bélica? Y
más importante aún, ¿cuáles han sido los criterios que fundamentan la selección
entre hechos importantes y aquellos que no lo son? Estos interrogantes guían el
próximo apartado.
Los
lugares de la memoria naval
El
operativo de desembarco y toma de las islas el 2 de abril, denominado
“Operación Rosario”, ha sido uno de los “caballitos de batalla” de la
institución para reivindicar su participación en el conflicto y la sangre
derramada. Ya en el mensaje de despedida del Almirante Anaya aparecían los
atributos que los marinos han destacado constantemente de la Operación: que fue
“impecable” en su planificación e “incruenta” en su ejecución (ya que no hubo
caídos ingleses o isleños), característica fundamental para no manchar la
imagen nacional en los organismos internacionales y poder retomar las negociaciones.
En
Gaceta Marinera, aparecen cantidad de notas especiales describiendo minuto a
minuto el operativo de desembarco desde su planificación definitiva los últimos
días de marzo hasta su ejecución el 2 y 3 de abril (31/03/1987, 17/04/1991,
15/08/1986).
También
se le otorga un espacio considerable en las obras síntesis de la acción de la
Armada en Malvinas (Destéfani, 1993: 121-125; 504-522). Pero el libro que más
ha contribuido a forjar el mito del “éxito naval” del 2 de abril es Operación
Rosario, que reúne los testimonios de los jefes de las distintas unidades que
participaron[15].
En su presentación, el Contralmirante Büsser, comandante de Infantería de
Marina en 1982 y responsable de la Operación, construye los cimientos del
mito:
“En
estas páginas el lector no debe buscar el detalle de las negociaciones
políticas de alto nivel que llevaron a ejecutar la operación, ni sus
fundamentos estratégicos, ni la apreciación política y estratégica militar que
se realizó para determinar la fecha y forma en que se hizo. Tampoco debe
buscarse el detalle o las motivaciones de las decisiones y acciones posteriores
al 2 de abril ni referencias a las acciones llevadas a cabo en Georgias el 3 de
abril. Este es, exclusivamente, el relato de cómo la Fuerza de Desembarco
planificó y ejecutó la operación de recuperación de las Islas Malvinas. Esta
Fuerza de Desembarco dio por finalizada su misión el mismo día 2 de abril en
horas de la tarde y el día 3 ya se encontraba, casi por completo, de regreso en
sus alojamientos normales de la Argentina continental. Cometerá un error el que
busque en estas páginas acusaciones, reproches o imputaciones. No los hay. El
éxito fue completo…”.
La
estrategia utilizada por Büsser para reivindicar el 2 de abril, y por extensión
la participación de la Armada, y principalmente de la Infantería de Marina, es
evidente. Al centrarse exclusivamente en las acciones militares de la Operación
Rosario y en la experiencia de los oficiales que las dirigieron, el autor
construye un relato aislado tanto de los antecedentes de los hechos del 2 de
abril, que ayudarían a entender mucho mejor su “urgencia”, así como del
desenlace de la guerra, la derrota aparece disociada al desembarco. Mediante
ambos recursos, el Contralmirante resignifica el operativo como “exitoso”,
porque la fuerza naval logró el objetivo de recuperación de las islas, por la
excelencia en su planificación y ejecución y porque cumplió con el secreto
militar y con la orden de no derramar sangre enemiga ni civil, ni infligir
daños en la propiedad privada.
Para
enfatizar lo “exitosa” que fue la Operación, el autor destaca una serie de
elementos. Los atributos no son elegidos al azar. Cada uno de ellos da la
posibilidad de oponerse a las principales críticas realizadas por diversos
actores a la actuación militar en las islas. Si uno de los cuestionamientos
primordiales fue la improvisación en lo operativo y principalmente en lo
logístico, Büsser destaca que “será posible apreciar la prolijidad del
planeamiento realizado, la profundidad de los análisis y el extremo cuidado y
empeño puesto por cada uno” en la puesta a punto del material y en el
adiestramiento, y que “la actividad logística de respaldo de la operación fue
excelente”. Además, a las críticas por la casi nula coordinación y
planificación conjunta entre las fuerzas, el autor responde indicando que en el
operativo de desembarco “se pudo comprobar (…) la capacidad desarrollada para
trabajar conjuntamente con tropas del Ejército, con las que se mantuvieron no
sólo cordiales relaciones de tipo personal, sino que además se ejecutaron
operaciones militares en estrecha coordinación”.
Frente
a la imagen del conscripto como “chico de la guerra” superado por las
circunstancias y abusado por sus superiores, Büsser afirma que “los jóvenes
conscriptos estuvieron a la altura de las circunstancias” y que “fueron buenos
combatientes, valerosos y esforzados”. Por último, ante los cuestionamientos de
la capacidad profesional de la Marina en 1982, el autor señala:
“…
Ningún jefe ni ningún conjunto de hombres puede conformar una organización
militar eficiente y capaz de realizar una operación como la que se ejecutó, si
no hay una capacidad previa totalmente desarrollada, tanto en la doctrina, como
en los conocimientos y preparación del personal y el material disponible. El hecho
de que esto fuera una realidad en la Armada a principios de 1982, es un mérito
atribuible a todos aquellos que a lo largo del tiempo trabajaron y
perfeccionaron a esta fuerza”.
En
definitiva, Büsser construye un relato absolutamente descontextualizado, en el
que sólo ilumina la Operación Rosario dejando toda otra consideración en
segundo plano. Sin embargo, deja entrever un mensaje claro: cuando la
Infantería de Marina se hizo cargo de la planificación y ejecución de las
acciones, “todo iba sobre rieles”. El problema fue, parece decir, cuando el
plan original de “ocupar para negociar” no dio resultado y luego el Ejército
tomó cartas en el asunto. Así las FFAA. terminaron derrotadas. Además, en el
desembarco en las islas se produjeron las primeras muertes de la guerra, con el
peso simbólico que conllevan. Los cuatro caídos entre el 2 y 3 de abril han
sido objeto de continuo recuerdo y conmemoración desde el término de la guerra.
Pero indudablemente fue Giachino, el primer muerto en la guerra, el que la Armada
destacó como la figura emblemática del héroe naval. De hecho, en el listado de
“Héroes Navales” que la fuerza incluye en la página web institucional, sólo
aparecen dos caídos en Malvinas y uno de ellos es Giachino. En el sitio
virtual, se explican las causas de su inclusión: “La Armada Argentina reconoce
en el Capitán Giachino al arquetipo del jefe, que lidera a sus hombres en
combate asumiendo personalmente los riesgos mayores y que, ante órdenes
recibidas, las ejecuta puntillosamente, aún a costa de su propia vida. No
delegó en sus subordinados la tarea más peligrosa. La tomó para sí, lo que es
privilegio de los grandes.”
Entonces,
mediante el recuerdo de la Operación Rosario y de sus caídos, la Armada ha
intentado hacer frente a las críticas por su actuación (destacando lo bien
desempañada que estuvo), y, a la vez, transmitir a las nuevas generaciones, los
valores y pautas morales que han sido constitutivos de la cultura militar[16]:
la disciplina, valor y abnegación que debe caracterizar a todo buen líder, para
estar al frente de las tropas y saberlas conducir pero también para estar
dispuesto a dar la vida por la misión, por sus subordinados y por la Patria.
Todo esto en fiel cumplimiento de la tercera “Ley del honor naval” que indica
que “El puesto del superior es siempre el de mayor peligro”[17].
Otro
de los lugares de la memoria privilegiados por la Armada es el desempeño del
Batallón de Infantería de Marina Nº 5 (BIM 5). Esta unidad, que estuvo en
primera línea y combatió en las principales batallas de la guerra, tuvo un gran
accionar en las islas y fue la última en replegarse. Ya en junio de 1982, el Comandante
del Área Naval Austral, Contralmirante Horacio Zariategui, comenzó a construir
la imagen de la unidad como excepcional cuando dio un discurso de bienvenida a
los integrantes del BIM 5 que recién regresaban de las islas. En una sala
repleta de periodistas, el oficial señaló:
“Estamos
aquí para recibir a un batallón que recibía la orden de contraatacar cuando,
simultáneamente, se daba la orden de izar la bandera blanca (…). Un batallón
que se rindió porque le dieron la orden, pero que mantuvo hasta el último
momento su organicidad. Un batallón que demostró su eficiente preparación y
cuyo Comandante permaneció en su posición hasta que el último de sus hombres
pudo retirarse. (…) Este batallón, remarcó, que no tiene desnutridos y no
entregó una sola arma sana al enemigo (…), este cuerpo supo hacer honor a su
tradición, a la Armada Argentina y al país todo”. (Gaceta Marinera, 01/07/1982)
Luego,
autorizó a los soldados a permanecer en el recinto para hablar con los
periodistas y ordenó a sus superiores retirarse para que no se sospechara de
condicionamientos. Gran cantidad de medios de comunicación del país publicaron
testimonios de los conscriptos que confirmaban la imagen del Batallón dada por
Zariategui. Por ejemplo, la revista Siete Días publicó una nota de varias
páginas bajo el título “Los combatientes del BIM 5 y sus testimonios sobre la
guerra: “Ellos eran mil. Nosotros 87. Y los paramos””, acompañada de fotos de
conscriptos alegres y en perfectas condiciones, y de entrevistas a soldados. En
el primer párrafo, el cronista indica: “No tienen la imagen de la derrota, ni
tampoco la soberbia de quienes creen haber vencido. Estos chicos no se engañan.
Ni se resignan. Pese a que no pueden ocultar su dolor por un regreso sin
victoria, no se muestran abatidos ni apesadumbrados. Todos saben, o presienten,
o confían en que aún no se ha dicho la última palabra” (Siete Días,
30/06/1982).
El
resto de la nota incluía transcripciones de las entrevistas. En una de ellas,
ante la pregunta sobre su alimentación, varios soldados respondieron:
“(Comíamos) guiso, polenta, lentejas. Siempre tuvimos comida. Cuando no llegaba
la comida caliente, comíamos la ración de campaña, de supervivencia, que viene
en una cajita y tiene desde café con leche en polvo, hasta un calentador con
alcohol sólido, fósforos, chocolate, etc.”. Lo mismo aseguraron respecto a la
vestimenta, municiones y correspondencia: “no nos faltó nada”, decía un
conscripto, porque “nuestro Comandante se ha preocupado mucho por nosotros”.
Además, los testimonios de los soldados construían una imagen profesional del
Batallón, que había logrado combatir de igual a igual con las tropas inglesas
por su gran entrenamiento y preparación, y, de hecho, la orden de repliegue los
había sorprendido preparando un contraataque.
Como
afirma un soldado: “El BIM 5 estaba para seguir” (Siete Días, 30/06/1982). La comparación entre el desempeño del BIM 5
con el de las tropas de Ejército era bien evidente para cualquier lector de la
época y en un contexto en el que las denuncias por las pésimas condiciones en
que habían estado los conscriptos en el conflicto eran moneda corriente.
Algunas de las críticas que tuvieron más fuerza fueron: el abandono del
conscripto en el frente por la poca presencia de los oficiales en las
trincheras; el abuso de los superiores hacia sus subordinados; la carencia de
víveres, ropa de recambio, agua y municiones por la tremenda improvisación que
atravesó toda la campaña; la vida en posiciones por más de dos meses sin
rotación en un clima frío y húmedo como el de las islas, entre otras. Como
consecuencia, se difundió una imagen del soldado enfrentado a condiciones
inhumanas que lo superaron mucho antes del ataque inglés, y que al momento del
mismo sólo atinó a huir, replegarse desesperadamente, abandonando su
posición.
El
contraste entre esa imagen hegemónica de la guerra que habían vivido los
conscriptos y los testimonios de los soldados del BIM 5 era tan evidente que
incluso el periodista se vio obligado a aclararlo: “… esta gente de infantería
de marina (el único batallón de la Armada que combatió en Malvinas; el último
que entregó sus armas) aporta un panorama distinto del que dieron otros
soldados, con el fantasma del hambre, del frío, de la falta de municiones y de
la aparente carencia de coordinación entre las fuerzas. Esta gente de la Armada
inclusive asegura que no se rindió” (Siete Días, 30/06/1982).
Este
énfasis en el gran desempeño de Infantería de Marina, que contrasta con el de
las tropas de Ejército, también lo encontramos en el libro Desde el Frente.
Batallón de Infantería de Marina Nº 5, escrito en 1996 por el Contralmirante
Carlos Robacio, a la sazón comandante de la unidad durante la guerra, en
colaboración con el Suboficial Jorge Hernández, subcomandante. En esta obra de
casi 500 páginas, que ya va por su cuarta edición, el autor pretende destacar
el comportamiento ejemplar y excepcional de sus integrantes, fruto de la excelencia
de su entrenamiento.
En
el prólogo del libro, Robacio señala que “bajo ningún punto de vista” es su
intención “demostrar que alguno estuvo mejor que otro, como ya ha ocurrido. Ni
tampoco mostrarnos como perfectos, y distamos mucho de serlo”. Sin embargo,
sólo una página más adelante, y con la excusa de destacar el accionar de las
tropas de Ejército, indica claramente cuáles fueron sus falencias: “…comprender
el inmenso valor de aquellos que, aun careciendo de un adecuado adiestramiento,
adaptación al ambiente y con escasos elementos, enfrentaron la acción con un
sacrificio, esfuerzo y determinación encomiables” (Robacio y Hernández, 2004:
s/n).
La
comparación es imposible de pasar por alto en un relato en el que el
profesionalismo y entrenamiento de la unidad que además ya estaba aclimatada,
son dos de los ejes principales. Para la Armada, elegir la experiencia del BIM
5 ha sido fundamental, no sólo para demostrar que participó en la guerra y que
estuvo en el frente de batalla, sino principalmente para destacar que el
desempeño de sus tropas fue mucho mejor que el de Ejército. De hecho, el
mensaje solapado, y a veces no tanto, es el mismo que vimos para el caso de la
Operación Rosario. En palabras de un oficial “si la preparación hubiera sido
pareja, en general, no sólo creo que el resultado hubiera sido distinto, sino
todo lo contrario de lo que fue” (Gaceta Marinera, 01/07/1982).
Inclusive,
muchos relatos de protagonistas de la guerra y de las publicaciones
institucionales, al centrarse únicamente en la experiencia de la Armada en el
frente de batalla, dejando de lado a quienes integraban la mayor parte del
dispositivo de defensa, las tropas de Ejército, discuten la decisión de
rendirse. Además, al igual que en el
caso de la Operación Rosario, también los infantes de marina que combatieron en
el frente de batalla permiten destacar una serie de valores tradicionales de la
Marina para transmitir a las nuevas generaciones: la disciplina, pero también
la inventiva, la relevancia del entrenamiento, el valor, la disposición a morir
por la Patria, entre otros. Ello es evidente cuando se reseña la vida de
Castillo (un suboficial del BIM 5 que murió en las islas) en la página web de
la Armada:
“…Murió
sin amilanarse, en combate, abriendo senda y transformándose en un vivo ejemplo
para los Infantes de Marina./El Suboficial Segundo de Infantería de Marina
Julio Saturnino Castillo, Héroe de la guerra de Malvinas recibió la máxima
condecoración: La Nación Argentina al Heroico Valor en Combate por “Rechazar en
forma individual y por propia iniciativa, el ataque de una fracción enemiga
produciéndole severas bajas, posteriormente perseguirlas y continuar
combatiendo en permanente y ejemplar actividad de arrojo hasta ofrendar su
vida…” (Bastardillas en el original).
El
“bautismo de fuego” de la Aviación Naval es otro de los lugares de la memoria
destacados por la Armada. El 4 de mayo (a sólo dos días del hundimiento del
Crucero General Belgrano), los pilotos de la Segunda Escuadrilla de Caza y
Ataque hundieron el buque Sheffield. Los relatos de este acontecimiento
llegaron a ribetes legendarios aún durante la guerra, porque a falta de
operaciones en tierra y en el mar, el accionar de la Fuerza Aérea y Aviación
Naval fue muy publicitado. Ya desde mayo de 1982, los medios de comunicación
empezaron a destacar el profesionalismo y coraje de los pilotos. El hundimiento del Sheffield ha sido uno de
los hitos permanentemente destacado por la Aviación Naval para reivindicar su
actuación, no sólo por ser su “bautismo de fuego”, que la institución
estableció como “Día de la Aviación Naval”, sino también por haber sido una
operación inédita a nivel mundial.
Era
la primera vez que se lanzaban misiles anti-buques desde aviones de ataque con
la combinación Súper Etendard-Exocet[18],
logrando un resultado exitoso. Todos estos elementos fueron indicados por el
entonces Comandante de Aviación Naval, Contralmirante Moya, en el mensaje por
el aniversario de creación de la institución en febrero de 1983:
“[En
la guerra] hubo heroísmo, sí, pero fundamentalmente profesionales consientes.
Las batallas se ganan destruyendo sin dejarse destruir y Gran Bretaña, nuestro
enemigo, no creyó en nuestra capacidad de daño hasta que los hechos la llevaron
a la realidad”.
Luego
de cuantificar las acciones realizadas, los recursos con que contaban y los
resultados obtenidos, dedicaba el último párrafo al hundimiento del Sheffield:
“Ese día la Armada Argentina abría a los ojos del mundo un nuevo capítulo en la
doctrina de las operaciones aéreas navales. Ese ataque produjo una sustancial
modificación en el empleo de las fuerzas navales británicas, imponiendo de allí
en más, y por la amenaza potencial que significaba, un gran esfuerzo adicional
para contrarrestarla…” (Clarín, 13/02/1983).
Uno
de los vectores de la memoria que más ha alimentado esta imagen de los pilotos
navales es el Tomo III de la Historia de la Aviación Naval Argentina,
íntegramente dedicado a la contienda bélica y realizado bajo la coordinación
del Contralmirante Héctor Martini. La obra, publicada en 1992, comienza con la
dedicatoria a los pilotos que “dieron su vida por la Patria”. El prólogo del Contralmirante
Arguindeguy cita algunos fragmentos de la tan publicitada carta que
Clostermann, el as del aire de la Segunda Guerra Mundial, les envió a los
pilotos argentinos ni bien finalizado el conflicto:
“La
Historia de la Aviación Naval de la Armada Argentina cumple hoy un nuevo solo: da
a publicidad un Tercer Tomo de su largo y glorioso historial, que comprende su
actuación protagónica en la Guerra del Atlántico Sur, gesta de la que el
aviador francés Pierre Clostermann dijera: Nunca en la historia de las guerras,
desde 1914, tuvieron aviadores que afrontar una conjunción tan terrorífica de obstáculos
mortales (…). Vuestro valor nos ha deslumbrado y no sólo el pueblo argentino no
debe olvidaros nunca, sino somos muchos los que en el mundo estamos orgullosos
de que seáis nuestros hermanos pilotos.” (Martini, 1992: 11. Realzado en el
original)
La
obra es un relato pormenorizado y técnico de los vuelos de las escuadrillas
antisubmarinas, de ataque, exploración, reconocimiento, rescate, de
helicópteros y de sostén logístico; una enumeración de las acciones realizadas
por cada una y de los resultados obtenidos.
Para
luchar contra la imagen de fanáticos o suicidas de los pilotos que la prensa
difundió, a lo largo del texto Martini destaca que los triunfos logrados o las
misiones cumplidas se deben al entrenamiento, profesionalismo y coraje de los pilotos,
y ellas son aún más destacables por la inferioridad de condiciones en que se
hallaban.
Esta
imagen de la actuación de Aviación Naval en el conflicto, alimentada también
por la “campaña” de prestigio llevada a cabo por Fuerza Aérea en la posguerra
(Guber, 2007), se actualiza en cada aniversario del 4 de mayo y en ocasiones de
fuerte peso simbólico, como las “fechas redondas”.
En
el número especial por los 30 años de la guerra, Gaceta Marinera dedica una
nota a los pilotos navales, titulada “No los verán llegar”. En la cita elegida
para el epígrafe, aparecen claramente cuáles son los valores y principios que
la Armada pretende transmitir al futuro al difundir estas acciones: “Sólo
confían en la disciplina, el estudio y el entrenamiento intenso. Conocen el
riesgo, aún en los adiestramientos, lo aceptan y lo vencen con la capacidad
desarrollada. No con la improvisación. Aman la vida” (Rubén Benítez, en Gaceta
Marinera, abril 2012).
Ahora
bien, si hay un emblema de la Armada vinculado a la guerra de Malvinas, este
es, sin ninguna duda, el hundimiento del Crucero General Belgrano, un buque
insignia de la institución por sus dimensiones y por su historia en la fuerza[19].
En esa acción murieron 323 personas, la mitad de los caídos totales en la
guerra, lo que representa el 82% del total de muertos en operaciones navales,
y, por tanto, es el símbolo más dramático de la participación de la flota de
guerra en el conflicto.
De
hecho, en los aniversarios de la creación de la Flota de Mar, las autoridades
navales suelen nombrar el hundimiento del Crucero para hacer referencia a la
cuota de sangre pagada en Malvinas. Sin embargo, el sentido del acontecimiento
ha sido motivo de controversia desde el mismo 2 de mayo de 1982 y continúa
siéndolo hoy. Ya a principios de ese mes, los medios de comunicación denunciaron
la acción como una flagrante violación a las Convenciones de Ginebra por haber
sido hundido fuera de la Zona de Exclusión Marítima declarada unilateralmente
por Gran Bretaña.
De
ahí en más, se dio comienzo a un arduo debate, tanto en la Argentina como en
Gran Bretaña, que incluso llevó a los familiares de los caídos a hacer
presentaciones en tribunales internacionales para que se reconociera la acción
como un crimen de guerra.
Al
hecho de haber sido hundido fuera de la Zona de Exclusión, se sumaron otras
denuncias como que su ataque fue una mera estrategia política de la Primer
Ministro británica Margaret Thatcher para llegar a un punto de no retorno en
las negociaciones, que se trataba de un buque antiguo completamente indefenso
ante un submarino nuclear y, por ende, que no representaba una verdadera
amenaza para Inglaterra.
Para
la Armada, el hundimiento del Crucero era la acción ideal para presentar a Gran
Bretaña como agresora en el conflicto. En 1983, en el acto de inauguración del
monumento a los caídos del Crucero General Belgrano en la Base Naval Puerto
Belgrano, el Comandante de la Flota de Mar, Contralmirante Morris Girling,
dejaba en claro la posición de la Armada sobre el hundimiento al considerarlo
una “afrenta”:
“Digo
afrenta, porque si es cierto que sólo la victoria debe estar presente como
única meta en la conciencia de quien combate y en este sentido virilmente
admitimos que aquel hundimiento se encuadraba en esta noción de la guerra, no
es menos cierto que es poco el respeto que se merece un enemigo que preanuncia
que actuará en un área para hacerlo después en otra, que se sirve de lo más
sofisticado e insidioso para batir un blanco que no podía defenderse de modo
equivalente y que aún condecora a los autores de tal acción. Nada o casi nada
arriesgaron, pues, quienes hace un año abatieron al “General Belgrano”; para
hacerlo sumaron contra un buque que entrara en servicio hace cuarenta y cinco
años, y que por carecer de misiles no representaba mayores riesgos para la
flota enemiga, que por ello sólo desempeñaba una tarea de patrulla en un área
lateral, toda la inmensa capacidad y la desmesurada ventaja que otorgaban la
información precisa del satélite de inteligencia de sus aliados de entonces, más
la gran velocidad, profundidad de operación y sofisticada precisión y efecto de
los sensores y armas de un moderno submarino nuclear.
Detengamos
aquí la evaluación de lo hecho por el enemigo. Pero debe antes decirse que, si
alguna vez se admitió en el mundo que sus armas navales merecieron gloria en el
curso de su historia, es evidente que el 2 de mayo de 1982, Inglaterra
bastardeó la memoria de sus héroes con un hecho de guerra deleznable” (Gaceta
Marinera, 11/05/1983).
Si
bien el comandante definía la acción como “hecho de guerra”, realizaba una
crítica lapidaria a la “flota enemiga” que no reparó en ningún límite con tal
de llegar a la victoria. Desde esta perspectiva, los tripulantes del Belgrano
fallecieron sólo por una decisión política del gobierno inglés de llevar el
enfrentamiento hasta las últimas consecuencias en un acto “sin gloria” ya que
no disponían de ningún tipo de defensa. Por ende, son las nociones de
sacrificio e inmolación las que aparecen en primer plano. En la inmediata
posguerra, para la Armada, los caídos del Crucero eran “mártires”[20],
su muerte un “holocausto” y la acción una “tragedia”, como indicaba claramente
el comandante en jefe de la Armada, Almirante Franco, en el primer aniversario
del hundimiento:
“Al
cumplirse un año del holocausto del Crucero “General Belgrano” rendimos solemne
homenaje a nuestros camaradas muertos en la acción y sepultados en la
profundidad del Mar Argentino. (…) Estamos junto a padres, esposas, hermanos e
hijos que aportan su amarga cuota de sufrimiento por la eterna ausencia de
quienes inmolaran su vida por la Patria. Llegue a todos ellos, hasta el más
lejano rincón del país, la calidez solidaria de la Armada.
Percibimos
claramente que todas las naciones de Latinoamérica comparten fraternalmente
nuestra pena. Pero también saben de nuestra hidalguía y de nuestro orgullo por
estas heroicas ofrendas. (…) La injusticia fortalece nuestra decisión en el
logro del objetivo. El sacrificio de los hombres del Belgrano y el Sobral no ha
sido ni será estéril. Este homenaje lleva el firme compromiso de ofrendarles
nuestro triunfo el día de la victoria final. Esa es nuestra meta; no
claudicaremos hasta conseguirla.” (Gaceta Marinera, 11/05/1983)
Sin
embargo, esos argumentos tuvieron el efecto de boomerang, porque comenzaron a
multiplicarse las críticas a la institución por haber arriesgado vidas
inútilmente: “Francamente, si llegáramos a comprobar que la cuota de
emocionalidad primó en la decisión que pudiese haber habido para que un buque
de la flota de guerra como el Crucero General Belgrano o cualquier otro, se
arriesgue a ser hundido solamente para dejar a salvo el buen nombre y honor de
alguna persona o la imagen de valerosos de los militares, iniciáremos una
investigación desde el Congreso…” (Testimonio de un senador, en: Gaceta
Marinera, 12/5/1983).
Frente
a estos cuestionamientos, y ante aquellos que la acusaban de ser culpable de la
derrota por su inacción, la Armada paulatinamente cambió su estrategia y
comenzó a construir una memoria en la que, si bien destacaba el “sacrificio” de
“los caídos por la Patria”, siguiendo la tradición militar, acentuaba que la
acción había sido un “hecho de guerra” con todas las de la ley y los caídos en
vez de víctimas o mártires debían ser considerados “héroes”.
Sin
dudas, el gran “emprendedor de esta memoria” (Jelin, 2002) del hundimiento del
Crucero, fue su último comandante, el Capitán de Navío Héctor Bonzo, quien en
cada oportunidad que tuvo repitió públicamente que el Crucero sí fue una
amenaza para la flota británica[21].
Desde
su perspectiva, esto quedó en evidencia el 1º de mayo cuando la flota de guerra
intentó una acción ofensiva que finalmente tuvo que abortarse por las
condiciones climáticas, entre otros factores. Por ende, la cuestión tan
debatida de si estaba dentro o fuera de la Zona de Exclusión no constituye un
elemento relevante en su argumentación, ya que esa posición era circunstancial.
Tampoco se encuentra allí una crítica a Gran Bretaña por haber atacado al
Crucero. Oponiéndose en cada punto al discurso difundido en la inmediata
posguerra, Bonzo indicaba que cada tripulante era consciente de los riesgos que
corría y que estaba dispuesto a combatir y morir para recuperar lo propio, en
un hecho de guerra con todas las de la ley. Por ello, los “muertos son héroes
no mártires. No iban a morir sino a luchar por su Patria. Pero el cumplimiento
de su deber lo concibieron hasta sus últimas consecuencias” (Bonzo en: Gaceta
Marinera, 14/03/1984).
El
último comandante del Crucero no dejaba lugar a dudas: “De manera que hablar de
inmolación, holocausto, traición, víctimas, engaño, mártires… para referirnos
al Crucero ARA General Belgrano y sus tripulantes puede haber sido un recurso
psicológico de oportunidad. Pero de ninguna manera puede ser el léxico
apropiado para expresar conceptos sobre este episodio de la guerra, que al fin
fue tan cruel como cualquiera de las que hayan asolado al mundo” (Bonzo, 2000:
402).
Este
nuevo relato del hundimiento del Crucero difundido por Bonzo fue adoptado
oficialmente por la Armada. De hecho, sus elementos pueden encontrarse en la
gran mayoría de las publicaciones navales desde mediados de los ‘80 hasta la
actualidad. De todas formas, en sectores ajenos a la Armada, el debate
continúa, e incluso, en varios actos conmemorativos se ha observado la disputa
entre quienes retomaban la concepción ya oficial de “hecho de guerra” (la
autoridad militar) y quien se refería al “acto cobarde y criminal” (el
representante del gobierno nacional/provincial) (Clarín, 03/05/2002).
Entonces,
la historia del Crucero es el principal hecho elegido por la Armada para
combatir las acusaciones de que la flota no participó en el conflicto. Además
de enfrentar los cuestionamientos, conservar y actualizar la memoria del
hundimiento le ha permitido a la fuerza promover la transmisión de pautas y
tradiciones navales. Al igual que los otros lugares de la memoria elegidos,
esta acción también es una oportunidad para referir a la importancia del
entrenamiento previo, la disciplina, la subordinación, la camaradería, el
valor, y la importancia de la fe.
En
tanto la fuerza naval señala continuamente la solidaridad y el espíritu de
cuerpo que reinó en la dotación a la hora de abandonar la nave y enfrentar la
espera en las balsas, rescatando situaciones de ayuda y colaboración mutua
entre los tripulantes, este acontecimiento también permite transmitir y
actualizar la “Ley de honor naval” que indica que “Ningún hombre de mar
abandona a un camarada en peligro”.
Pero,
principalmente, el hundimiento del Belgrano pone de relieve la disposición a
combatir hasta dar la vida por la Patria en cumplimiento del deber y más allá
de la inferioridad de condiciones. Disposiciones que deben caracterizar a todo
marino, en tanto representa un fiel ejemplo de la tercera Ley de honor naval:
“Es preferible irse a pique antes de rendir el pabellón”.
Los
fundamentos de la condecoración nacional “Honor al valor en combate” otorgada
al Crucero, lo indica claramente: “Habiendo sido sometido a un ataque de
submarino nuclear que le impidió cualquier tipo de reacción, testificar con su
hundimiento, al lema del buque de “Irse a pique antes que rendir su pabellón”,
mostrando en el comportamiento de su personal, un adiestramiento y disciplina
que hacer honor a una estirpe guerrera y al temple en combate” (Bonzo, 2000:
406).
Por
último, el otro acontecimiento elegido por la Armada para construir su memoria
oficial y responder a las críticas por el repliegue de la flota, es el ataque
al Aviso Alférez Sobral. Si bien se trata de un acontecimiento de segundo orden
en la memoria naval, suele ser destacado en las conmemoraciones, en los
discursos de las autoridades navales, en las publicaciones institucionales y
hasta es objeto de un libro de reciente publicación del Instituto de Publicaciones
Navales, titulado La epopeya del Aviso ARA Alférez Sobral de Jorge Muñoz
(2008). Recordemos que el buque auxiliar fue atacado el 3 de mayo por
helicópteros ingleses cuando se hallaba en una misión de rescate y como
consecuencia fallecieron 8 tripulantes. Por ende, en un comienzo, y al igual
que en el caso del Crucero General Belgrano, el ataque fue ampliamente
difundido porque Gran Bretaña otra vez no había respetado las leyes de la
guerra, como indicaba el jefe de la Región Naval del Noroeste, Capitán de Navío
César Gandolfo, al despedir los restos de un tripulante en Salta:
“El
dolor se mezcla con indignación al saber que nuestro camarada fue abatido por
el artero ataque de un enemigo que no repara en atacar buques fuera de la zona
del conflicto, que él mismo limitó; a remolcadores indefensos, con todas sus
luces prendidas y la bandera de la Cruz Roja izada en una humanitaria misión de
rescate, como en este caso; o hundiendo pesqueros civiles como lo acaba de
hacer [refiriendo al ataque al “Narwal”, que en realidad estaba en una misión
de inteligencia]. Porque esos son los únicos triunfos que han podido obtener.
Porque en el combate viril, de frente, fueron inexorablemente derrotados”
(Gaceta Marinera, 12/05/1982).
Sin
embargo, luego del conflicto, se reveló que el buque no llevaba la insignia de
la Cruz Roja, y si bien intentó dar a conocer su misión mediante distintos
recursos, ello no fue advertido por los pilotos ingleses. Por eso, en la
posguerra, si bien el hecho continuó siendo ampliamente difundido, la Armada
eligió remarcar otro elemento: la conducta del comandante de la nave, el Capitán
de Corbeta Sergio Gómez Roca, que aún ante una abrumadora inferioridad de
condiciones y sin posibilidad de defensa, decidió cumplir con la misión hasta dar
su vida en ella; él sí era un verdadero “mártir”. A decir verdad, este hecho ya
había sido destacado durante la guerra, como se puede observar en la siguiente
nota:
“Y
cuando el soldado es un jefe que cae abatido en su puesto de comando, los
sentimientos y las emociones cobran dimensión patética y sublime. Así cayeron
muchos héroes en el curso de nuestra breve historia de la Nación. En poco más
de siglo y medio, hubo sobrados ejemplos de valor y abnegación en todas las
armas de nuestras fuerzas militares. Y también, por cierto, en la Marina, que
destaca hechos de relevancia a través de las campañas de la Independencia, en
la guerra contra el Imperio y en las luchas civiles por la organización
nacional. (…) El honor del personal de la Marina de Guerra ha sido levantado
siempre a alturas de gloria por la conducta de quienes prefirieron ofrendar sus
vidas antes que rehuir a la responsabilidad del mando o los peligros del
combate. Y ahora nuevamente es así. Los hechos del aviso “Alférez Sobral” y la
conducta de su comandante, el Capitán de Corbeta Sergio Raúl Gómez Roca, lo
ponen nuevamente de manifiesto (…). El honor y el sacrificio; el heroísmo y la
gloria, son constantes que nos vienen de la historia y se reiteran en la acción
presente de los hombres de la Armada en todas sus jerarquías. El capitán Gómez Roca murió en el puente de
comando de su buque, atacado por fuerzas superiores y sin posibilidad efectiva
de defensa. Pero, no cejó. Su buque llegó a destino. Sin puente y sin palo,
pero llegó. Cumplió el cometido de tomar puerto, y la figura de un héroe se
afincó otra vez en la memoria de la Patria.
¡Gloria y honor! ¡Honor a los marinos del “Sobral” y a su bravo
comandante!” (Gaceta Marinera, 12/05/1982).
En
la posguerra, si bien este elemento continuó siendo indicado, lo que la Marina
principalmente ha puesto de relieve de la actitud del Capitán es otra cuestión
que abona a la figura del mártir: el hecho de que, ante la posibilidad del
ataque, Gómez Roca ordenó a la mayoría de la tripulación refugiarse en un lugar
seguro del buque, mientras él y el personal necesario para navegar el Aviso se
mantuvieron en el puesto de comando. Finalmente, Gómez Roca y los otros siete
tripulantes que lo acompañaban murieron en el ataque inglés que fue arteramente
dirigido a esa área, mientras el resto de los tripulantes bajo la dirección de
su segundo comandante logró regresar a puerto. En No vencidos, Mayorga recupera
uno a uno estos elementos:
“El
Aviso ARA Alférez Sobral es un buque de guerra no por sus características
físicas sino por el sentir de su tripulación. Pintado de otro color hubiera
podido parecer un remolcador civil o una embarcación pequeña. Pero tripulado
como estaba, era una unidad naval de “primera categoría”. Afrontaba una misión
imposible, una comprensión total de las razones que motivaron al Superior a
imponerla, una obediencia espartana para aceptar los riesgos que sabían que iba
a sobrevenir… Este fue un buque que no perdió a su Comandante, último
comandante muerto en el puente desde las guerras de la Independencia, porque su
espíritu fue mantenido vivo por la tripulación a la que salvó cuando ordenó
despejar cubiertas donde ya nada se podía hacer” (1998: 277).
Al
igual que Bonzo que fue el último tripulante en abandonar el Crucero, la
conducta de Gómez Roca permite transmitir las cualidades que debe tener todo
capitán de un buque, la valentía y disposición a “dar su vida para preservar la
del resto del personal” (Gaceta Marinera, junio 2007) en el cumplimiento de la
misión, aún en inferioridad de condiciones. Esto en fiel acatamiento de la “Ley
del honor naval” que indica que “El puesto del superior es siempre el de mayor
peligro”. Además, el hecho de ser el primer “comandante muerto en el puesto de
comando desde las guerras de la Independencia” es un factor que una y otra vez
destaca la Armada, porque a la vez que permite anclar estos valores y pautas
morales en una continuidad histórica de la institución desde los combates
navales del siglo XIX, le da la posibilidad de combatir la imagen de los
oficiales que no lucharon y que dejaron solos a sus subordinados en los
enfrentamientos con tal de resguardar sus vidas. En un tono característico de
Mayorga, el autor discute esa concepción: “Los antimilitaristas en general y
los izquierdistas en particular repiten de manera insistente que los oficiales
abandonaron sus tropas. ¿Saben ellos que en esta guerra se produce la mayor
proporción de oficiales muertos con respecto a los combatientes?” (Mayorga y
Errecaborde, 1998: 516).
Reflexiones
finales: La guerra del Apostadero y la memoria naval
Para
finalizar, retomamos el interrogante que dio origen al presente artículo: ¿Por
qué la guerra del Apostadero no ha tenido lugar en la memoria oficial de la
Armada? Si consideramos que el puerto era un espacio nodal para la comunicación
con el continente y el abastecimiento de las tropas en las islas, y por tanto
su buen funcionamiento era imprescindible para el triunfo en la guerra, y que
el Apostadero fue la primera unidad naval creada en las islas y que existió
durante toda la guerra, ¿por qué las experiencias de sus integrantes, desde la perspectiva
de la Armada, no están a la altura de las de los actores y acontecimientos que
se indicaron previamente? ¿Cuáles pueden ser las variables que ayuden a
comprender su silenciamiento o el lugar marginal en la narrativa naval?
Desde
el fin de la guerra, la memoria naval, como toda memoria social, ha
privilegiado algunos acontecimientos y actores del pasado bélico según
intencionalidades e intereses presentes, y expectativas de futuro (Jelin,
2002).
La
selección de la “exitosa” Operación Rosario, del “excepcional” desempeño del
BIM 5 en el frente de batalla, del “profesionalismo” de los pilotos de Aviación
Naval y de las “vidas sacrificadas” en el hundimiento del Crucero General
Belgrano y en el ataque al Aviso Sobral, le ha permitido a la Armada combatir
imágenes críticas muy difundidas desde la inmediata posguerra, tanto de la
contienda bélica en general, estableciendo claramente un único sentido de ésta
y de sus muertos, el de “gesta” y “héroes”, como del accionar de las unidades
navales en el conflicto.
Así,
al destacar la gran actuación y preparación de la Infantería de Marina, el
entrenamiento de los pilotos de Aviación Naval y la “entrega” de todos ellos en
general, y de los tripulantes del Crucero en particular, la institución ha
intentado reivindicar su accionar en la guerra, luchar contra la imagen de que
había rehuido al combate y rehuir a sus responsabilidades por la derrota.
Al
mismo tiempo, esos emblemas le dieron la posibilidad en un comienzo de
distanciarse de la fuerza más desprestigiada por su desempeño en las islas: el
Ejército. Además, esos hitos le han permitido a la institución apelar al
tradicional recurso del culto patriótico a los muertos.
Mediante
el homenaje a los “mártires” o “héroes”, según fuera el caso, la Marina ha
intentado diluir los conflictos y cuestionamientos de la guerra al interior y
al exterior de sus filas, y promover la unidad nacional indicando que la
sociedad le debe la construcción de una “Nueva Argentina” a los caídos para que
el sacrificio de sus vidas no sea en vano; esto más allá de cualquier tipo de
consideración sobre las condiciones en que combatieron y murieron, y de las
responsabilidades por ello. Una sociedad que, además, apoyó casi masivamente al
conflicto, recuerdan una y otra vez los portavoces de la memoria naval, por
ende magro homenaje les harían a los muertos al tender a la disgregación
nacional luego de la derrota o al cuestionar el conflicto.
Asimismo,
esos hechos y actores emblemáticos le han permitido a la Armada transmitir a
las generaciones futuras los valores y pautas morales tradicionales de las FFAA.
y actualizar su vigencia, al tiempo que contribuir a la constitución de una
identidad colectiva en la fuerza.
En
tal sentido, la Marina, y en realidad, las FFAA. en general, ha intentado a lo
largo de su historia promover una “identificación total” de sus miembros con la
institución, una fusión del individuo con el colectivo, con la “gran familia
militar”, que a la vez que los separa de la vida civil, los aúna en torno a una
“cosmovisión moral” cuyo ejes son valores como caer en combate, honor,
abnegación, espíritu de cuerpo, sacrificio por la Patria, entrega, y nociones
como lealtad, autoridad, subordinación, obediencia, claves en toda institución
jerárquica (Badaró, 2009).
Así,
los hitos elegidos se han convertido en verdaderos vectores de transmisión de
estas pautas morales y también de tradiciones específicamente navales, que
instan a la cohesión institucional y a la vez establecen una continuidad con
las “gestas” y “héroes” del pasado naval. En tanto las FFAA. son instituciones
sostenidas “en la repetición de sus valores, tradiciones y rituales” (Salvi,
2012: 200), es lógico que la función que la historia ha cumplido en la Armada
sea la de un decálogo de ejemplos a seguir y de conductas a imitar; la guerra
de Malvinas, como tantos otros hechos, se ha sumado a esa concepción.
Para
cumplir con todos esos objetivos (transmitir los valores y pautas morales,
enfrentar a los cuestionamiento internos y externos por su inacción en la
guerra y contribuir a la cohesión identitaria de sus miembros), en la temprana
posguerra la Marina eligió algunos hitos que han tenido una inusitada vigencia,
en función de los marcos de sentido que disponía, y aún dispone, como el relato
nacionalista clásico y la imagen del combatiente.
Si
tenemos en cuenta que la Armada privilegió aquellos sucesos en los que murió
gran cantidad de personas, en los que se produjeron enfrentamientos con las
tropas británicas, o en los que se cumplieron misiones altamente riesgosas y,
en contrapartida, relegó a un segundo lugar el resto de los actores bélicos y
los acontecimientos por ellos protagonizados que no cumplían de forma cabal con
alguna de esas pautas, es evidente que esa selección está basada en una imagen
clásica del guerrero, que ha formado parte de la retórica patriótica
decimonónica en los orígenes del Estado-Nación, cuyos atributos claves son el
combate cara a cara, la lucha en el frente de batalla, donde enfrenta la
posibilidad de matar y/o morir[22].
Como
indica Traverso (2009: 165), la muerte en la batalla glorifica al combatiente y
lo convierte en inmortal: “De acuerdo con el código de honor inaugurado por los
guerreros homéricos, la muerte es el precio que se debe pagar para alcanzar la gloria.
Pero la gloria obtenida al precio del sacrificio supremo es un valor que
trasciende a la vida misma, porque ella es eterna y le confiere al mártir el
estatuto de inmortal”. Así, cuanto más cerca de la muerte y el combate, más
gloria reviste al guerrero.
Evidentemente,
sobre esta imagen tradicional se ha fundado el silencio o la marginación de los
combatientes logísticos o en la retaguardia de la memoria oficial. Sin embargo,
la elección de esos hitos también ha respondido a la coyuntura política y
profesional de la Armada en la posguerra. Es decir, se trata de actores y
acontecimientos elegidos según el impacto que podían tener en la sociedad
argentina.
En
tanto los integrantes del Apostadero se encargaron de actividades logísticas,
permanecieron la mayoría del tiempo en la localidad, disfrutaron de algunas
facilidades y comodidades justamente por su ubicación y su función, no
participaron en enfrentamientos, excepto la treintena de integrantes que estuvo
en la península Camber, y no tuvieron caídos, su historia se presentaba como
menos propicia para la Armada para combatir la imagen de su inacción. Aun
cuando en sus misiones se pueden encontrar gran cantidad de ejemplos en los que
el valor, la entrega, el sacrificio, la camaradería, la solidaridad, la lealtad
y la disciplina aparecen, éstas eran menos impactantes y movilizadoras que
aquellas otras, desde las lentes de la institución naval, menos gráficas a la
hora de transmitir esos valores, y/o menos evidente su relevancia para la
victoria en la guerra.
Al
respecto, el testimonio de Ricardo Pérez, ex-conscripto del Apostadero, es bien
sugerente:
“Iba
un Aeromachi que despegó que iba un chabón de apellido Crippa […]. Fue, les
tiró los misiles […] a una fragata, se dio la vuelta, aterrizó, dio parte y
confirmó lo que había dicho Esteban del desembarco [Teniente del Ejército que
fue testigo del desembarco de las tropas inglesas en Malvinas]. Bueno, el ñato
que llevó al oficial de la Armada que le fue a trasladar la orden del Almirante
Otero [máxima autoridad naval en la guerra] a Crippa, el boludo que manejaba
era yo, ¿entendés? O sea, yo tuve ese tipo de protagonismo, en realidad nada,
pero estuve en la historia, yo lo único que hice fue manejar, podría haber sido
Pérez Montoto, pero yo estuve ahí” (Entrevista de la autora al ex-conscripto
del Apostadero Ricardo Pérez, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 26/11/2007).
En
la ida al aeropuerto para cumplir la misión aparentemente intrascendente de
transmitir la orden de Otero, Ricardo se arriesgaba a caer bajo los frecuentes
bombardeos ingleses en la zona, y si bien esa vez no fue así, varias fueron las
oportunidades en que se encontró conduciendo el jeep en plena alerta roja.
Si
bien allí se pueden encontrar también los valores mencionados, e indudablemente
su tarea era parte de una cadena de funciones para cumplir una misión con
éxito, el impacto emotivo que se desprende de la acción de Ricardo es bien
diferente, por ejemplo, de las misiones de los pilotos navales, de las
tremendas experiencias sufridas por los tripulantes del Crucero en las balsas,
de la actitud del comandante del Aviso Sobral y/o de aquellos infantes que
enfrentaron a los ingleses en un lucha que llegó casi al cuerpo a cuerpo.
Al
fin y al cabo, el silenciamiento institucional del Apostadero o su lugar
marginal en la memoria naval, está vinculado a las características particulares
de toda guerra logística, aquellas que la individualizan: su accionar lejos del
frente de batalla, su mayor acceso a los recursos y el menor riesgo que corren,
siempre relativamente hablando, en comparación a aquellos que están en la
primera línea del combate. Como indica Barret para el caso de la Marina
estadounidense, como en general los logísticos “tienen menos oportunidades de
demostrar coraje, autonomía y resistencia” (Barret, 1996: 138.
Traducción
de la autora), los valores primordiales de la identidad militar, su prestigio
suele ser el más bajo de las fuerzas, aun cuando su función es imprescindible
ya que es imposible triunfar en una batalla sin disponer de una logística
perfectamente organizada.
En
efecto, la guerra de Malvinas fue una muestra palmaria de la relevancia de ésta
para las operaciones bélicas, y de lo que puede suceder cuando la improvisación
es la pauta. Sin embargo, así y todo, el reconocimiento de las unidades
logísticas ha sido mucho menor que el de aquellos que protagonizaron
enfrentamientos de cualquier tipo, terrestre, naval o aéreo, un elemento que
influyó en el profundo y doloroso silencio que mantuvieron los ex-integrantes
de la unidad sobre sus experiencias durante gran parte de la posguerra.
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(*)
Doctora en Historia por la Universidad Nacional de la Plata (Argentina).
Becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas. Investigadora del Centro de Estudios Históricos del Estado, Política
y Cultura (CEHEPyC), organismo dependiente de CLACSO que funciona en la
Universidad Nacional del Comahue (UNCOma). E-mail: andrea_belen_rodriguez@yahoo.com
Una
versión preliminar de este trabajo fue presentada en las “X Jornadas de
Sociología: 20 años de pensar y repensar la sociología” realizadas en la
Universidad Nacional de Buenos Aires (Argentina) del 1 al 5 de julio de 2013.
Fuente:
https://www.academia.edu
[1] Rápidamente las voces
de los soldados denunciando las tremendas situaciones y abusos que habían
vivido en las islas comenzaron a circular lo que contribuyó a conformar una
imagen social de la guerra como una “aventura militar”, un manotazo de ahogado
de una dictadura en crisis que había usado en su provecho una causa nacional
justa. Para un estudio integral y sintético de la guerra y de la inmediata
posguerra, ver: Lorenz (2009). También ver el Informe Rattenbach realizado por
las FFAA. (CAERCAS, 1983).
[2] Anaya nació en 1926
en la ciudad de Bahía Blanca en la provincia de Buenos Aires. Egresó como
guardiamarina en 1948, y años después, en 1955, siendo un joven Teniente de Navío
participó en la autodenominada “Revolución Libertadora”. A lo largo de su
carrera fue Agregado Naval en Gran Bretaña, y fue parte de la máxima conducción
del arma cuando se produjo el golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Falleció
en 2008, mientras estaba en prisión domiciliaria acusado por delitos de lesa
humanidad cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), cuando se
desempeñaba como director del Personal Naval (Clarín, 10/01/2008).
[3] Sobre los vínculos
entre la Marina y las islas Malvinas en los siglos XIX y XX, ver: Rodríguez
(2014).
[4] Según los primeros
listados, en la guerra combatieron 14.189 hombres: 10001 de Ejército, 3119 de
Armada, 1000 de Fuerza Aérea, 40 de Gendarmería y 29 de Prefectura. Y murieron
649 combatientes argentinos, de los cuales más del 50 % corresponden a la Armada/Marina
Mercante (389 según la ley nacional 24950/1998). La desproporción entre la
cantidad de combatientes y caídos de la Marina se explica porque 323 marinos
fallecieron en la misma acción: el ataque al Crucero General Belgrano. Ver:
Balza (2003).
[5] El Apostadero Naval
Malvinas fue la primera unidad de la Armada creada durante la guerra con el
objetivo de organizar el puerto emplazado en la capital de Malvinas. En un
principio estuvo conformada por 20 miembros, pero luego se vio reforzada con la
llegada de nuevos efectivos hasta un número aproximado de 200. Entre sus
miembros se encontraban conscriptos, suboficiales y oficiales, en su mayoría de
especialidades básicas, técnicas y de servicio; se trataba de personal
logístico, no combatiente. Sus integrantes se dedicaron principalmente a
estibar la carga de los buques y realizar guardias en el pueblo; sin embargo,
su función se fue modificando a medida que avanzó la guerra, e incluso un grupo
combatió en el frente de batalla en la península Camber. El Apostadero fue un
destino relativamente privilegiado en la guerra, en lo simbólico –en el acceso
a distintos canales de información y en la posibilidad de contactarse con los
seres queridos– y material –en tener la posibilidad de dormir bajo techo, de
bañarse más de una vez, de disponer de suficiente comida-, beneficios que
prácticamente desaparecieron para aquellos que fueron al frente. El 14 de
junio, día de la rendición, la unidad dejó de existir, sin contar con caídos
entre sus filas. Ver: Rodríguez (2008).
[6] Pierre Nora definió
“lugares de la memoria” como aquellas huellas, rastros, que buscan “parar el
tiempo, bloquear el trabajo del olvido, fijar un estado de cosas, inmortalizar
la muerte, materializar lo inmaterial para […] encerrar el máximo de sentidos
en un mínimo de signos” (Nora, 1984). Son marcas en las que se cristaliza la
memoria, determinados sentidos del pasado. Con el término lugares de la memoria
Nora refiere tanto a la dimensión material, simbólica como funcional del mismo.
Así, pueden ser espacios materiales y concretos como memoriales o monumentos,
como también actores, como las agrupaciones de ex-combatientes, así como otros
entes abstractos e intelectualmente construidos, como determinadas palabras que
condensen una serie de sentidos como “gesta” o “héroes” en nuestro caso.
[7] En cuanto a la
historiografía naval, consultamos libros cuya publicación fue promovida por la
Armada y otros realizados por propio interés de los autores –todos ellos
marinos, muchos comandantes de las unidades en guerra. Con respecto a las
revistas, elegimos Gaceta Marinera (publicada con distinta frecuencia desde
1961) por ser la única claramente destinada al público en general y el Boletín
del Centro Naval, una tradicional publicación destinada sobre todo al interior
de la institución, cuyos orígenes se remontan al nacimiento del Centro Naval en
1882. En cuanto al periódico, consultamos Convicción, un diario publicado desde
1978 hasta 1983 y vinculado al proyecto político del Almirante Massera. Por
último, la página web de la Armada es: www.ara.mil.ar.
[8] Es necesario tener
presente que el conflicto bélico por las islas Malvinas, Georgias del Sur y
Sándwich del Sur fue llevado a cabo por una dictadura militar que estaba en el
poder desde el golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Durante el régimen –y
también antes-, las FFAA. desplegaron una feroz represión ilegal, en la cual
secuestraron, torturaron y asesinaron a miles de ciudadanos. Para 1982 el
régimen militar enfrentaba una grave crisis económica, social y política, cuyos
síntomas habían comenzado a evidenciarse con las denuncias por las múltiples
violaciones a los DD.HH. que había cometido la dictadura, sumadas a una
creciente movilización antidictatorial, en el marco de un gobierno
inconstitucional con graves falencias administrativas e institucionales. En ese
contexto, el desembarco en Malvinas el 2 de abril –una causa nacional arraigada
en gran parte de la sociedad- aparecía como la oportunidad perfecta para
recuperar la legitimidad perdida por el régimen y promover la unidad nacional.
De hecho, el conflicto gozó de un amplio respaldo social, lo que le dio cierto
respiro a la dictadura. Finalmente, la derrota bélica el 14 de junio y sobre
todo las denuncias de las tremendas improvisaciones e irregularidades que había
caracterizado al conflicto, dio el golpe de gracia al régimen, que se retiró el
10 de diciembre de 1983. Ver: Lorenz, (2009) y Novaro y Palermo (2003).
[9] A diferencia de otros
regímenes previos, la última dictadura militar argentina comprometió
institucionalmente a las FFAA en la gestión de gobierno. De hecho, el máximo
organismo de gobierno, incluso por encima de la figura presidencial, era la
Junta Militar que estaba integrada por el comandante en jefe de cada arma.
Siguiendo tal lógica, las fuerzas se repartieron el poder de forma tripartita y
ello implicó también que todas se involucraran en el despliegue del circuito
represivo (incluso las fuerzas de seguridad). Como parte de este mapa represivo,
la Marina operó varios centros clandestinos de detención, siendo el establecido
en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) el que se constituyó como un
emblema de la matanza por la cantidad de detenidos-desaparecidos que pasaron
por sus calabozos, por encontrarse en pleno espacio residencial de Ciudad de
Buenos Aires y por la existencia de sobrevivientes que tempranamente narraron
el horror vivido allí. Asimismo, es relevante tener presente que ese reparto
tripartito del poder no excluyó, sino por el contrario motivó, la presencia de
conflictos y fricciones entre las armas, protagonizadas principalmente por las
diferentes líneas al interior del Ejército, pero sobre todo por la rivalidad
histórica entre el Ejército y la Marina. El Almirante Massera, el Comandante en
Jefe de la Armada (19731978), intentó apropiarse del poder de la Junta en
varias oportunidades presionando y socavando el poder del General Videla, el
presidente hasta 1981, e incluso cuando se alejó del gobierno creó una fuerza
política propia para desde allí cuestionar al régimen y ganar espacio político.
Estas fricciones y rivalidades interfuerzas se evidenciaron tanto en la
discusión de la política económica llevada a cabo por Martínez de Hoz, en el
conflicto “del canal de Beagle” con Chile en 1978 (en la que la Marina junto a
la línea dura del Ejército presionó hasta casi llegar a una guerra con el país
vecino), como en la guerra de Malvinas, en la que fue evidente que cada fuerza
luchó su propia guerra sin prácticamente intentar operaciones conjuntas. Sobre
la interna militar durante la dictadura, ver: Novaro y Palermo (2003) y Canelo
(2008).
[10] Para la situación de
las FFAA en la posguerra, ver: Verbitsky (1984), Acuña y Smulovitz (1995),
Novaro y Palermo (2003) y Canelo (2008).
[11] Tengamos presente que
el plan de desembarco consistía en ocupar las islas mediante una rápida y
eficaz operación y dejar luego un destacamento mínimo de 500 personas para
presionar a Inglaterra a retomar las negociaciones, pero de ninguna forma
preveía que el desembarco en el archipiélago podía desencadenar una guerra. El
plan “ocupar para negociar” se basaba en dos supuestos: que EEUU sería neutral
y que Gran Bretaña no respondería a la acción argentina. Sin embargo, a poco de
andar fue evidente que ninguno de los supuestos se cumpliría: rápidamente la
flota británica navegó rumbo al sur y los EEUU dieron claras señales de
colaboración con las tropas inglesas (lo que fue vivido como una traición por
la Junta Militar argentina). Con lo cual, las FF.AA. se vieron en la obligación
de planificar –más bien, improvisar- una guerra sobre la marcha.
[12] Sobre la memoria
militar de la represión, ver: Herschberg y Agüero (2005), Badaró (2011) y Salvi
(2012).
[13] Sobre ese incidente,
ver: Lorenz (2009); CAERCAS (1983); Rodríguez (2014).
[14] Si bien Mayorga
aclara que el libro no es la versión oficial de la Armada sobre la guerra, lo
cierto es que en 1982 el autor fue elegido por el comandante en jefe de la
Armada para escribir la “Historia militar de las operaciones navales durante el
conflicto del Atlántico Sur” y por ello se incorporó a la Comisión de Análisis
de Acciones de Combate (la entidad constituida en la inmediata posguerra para
evaluar las acciones de los diferentes componentes navales, cuyo informe final
es la base de esta obra). Además, antes de publicar el texto pidió autorización
al entonces jefe del Estado Mayor General Naval, el almirante Molina Pico,
quien le permitió acceder a “toda la información con que cuenta la Armada sobre
la materia” (Mayorga y Errecaborde, 1998: 13). E incluso, él es quien le
prologa el libro. Con lo cual puede suponerse que en el relato existe una
fuerte identificación entre la mirada del autor y la institucional; lo cual es
evidente, por otra parte, cuando se analizan otras fuentes navales.
[15] Operación Rosario fue
publicado por primera vez en 1984 y al presente lleva tres ediciones. Las citas
a continuación provienen de: Büsser, 1984: 7-11 (Introducción).
[16] Por lo menos hasta
tiempos recientes, ya que en los últimos años el proceso de modernización de
las FF.AA ha incentivado la secularización de la profesión militar. Sin
embargo, esto no ha desactivado los valores y tradiciones que por años han
pervivido en las FF.AA. Ver: Frederic, Sabrina et. al. (2010).
[17] Las cinco Leyes de
Honor Naval son constitutivas de la tradición naval. Éstas aparecen en manuales
institucionales, y en publicaciones navales (Gaceta Marinera, 15/09/1986). Las
cuatro restantes son: Ningún buque argentino deberá caer en manos del enemigo;
Todo buque argentino se hundirá, antes que rendir el pabellón; Ningún hombre de
mar abandona a un camarada en peligro; Las Tradiciones del servicio son
exponentes de honor y respeto y el deber de todo Oficial de Marina es
mantenerlas y enaltecerlas, como base del prestigio de que goza la Armada.
[18] Los misiles Exocet
que disponía la Aviación Naval se guiaban por el calor, por ende, daban la
posibilidad de realizar ataques a unidades navales desde cierta distancia, lo
que implicaba un menor riesgo para los aviadores; a diferencia del resto de los
pilotos que, por combatir en aviones más antiguos, para atacar un buque debían
acercarse peligrosamente a las unidades para depositar allí sus bombas “como
poniéndolas con la mano” (Mayorga y Errecaborde, 1998: 403). Sin embargo, la
Aviación Naval sólo disponía de 5 Exocet, ya que el resto de los misiles que la
Marina había comprado a Francia fueron embargados por este país al comienzo de
las acciones por la presión de Inglaterra y los Estados Unidos.
[19] Cuando la Armada
Argentina lo compró en 1951, el Crucero USN “Phoenix” había sido desafectado
unos años antes. Veterano de la II Guerra Mundial y sobreviviente de Pearl
Harbour, el Crucero ya había cumplido su ciclo para la Marina estadounidense.
El buque fue comprado a los EE.UU. durante el gobierno peronista, participó en
la inestable vida interna del país (como, por ejemplo, en el golpe de estado
realizado al presidente Perón en 1955) y siguió en servicio activo hasta 1982.
[20] Cuando hacemos
referencia a la figura de víctima y mártir acudimos a las conceptualizaciones
de Salvi (2012: 124): “Mientras que el primero [la víctima] padece pasivamente
la injusticia de un sufrimiento que es inmerecido, el segundo [mártir] enfrenta
como un héroe lo adverso de las circunstancias a pesar de que es conciente los
costos que eso puede provocar. Si bien la víctima sufre, el mártir sufre más
pues sufre activamente al anticiparse y no doblegarse ante la muerte por
venir”. No obstante, también existe una diferencia entre el héroe y el mártir
dada sobre todo por las circunstancias de su muerte: mientras el mártir acepta
resignadamente su cuota de sacrificio y actúa en consecuencia aún en
inferioridad de condiciones o en una situación adversa, lo que provoca su
muerte en un acto injusto; el héroe se dispone a combatir activamente por una
causa que considera justa pero de ninguna forma su muerte equivale a una
injusticia: el héroe muere en un combate noble con un enemigo de igual a igual,
lo que los reviste de gloria a ambos.
[21] Cabe aclarar que en
la inmediata posguerra la posición de Bonzo no era tan clara y en ocasiones su
mirada resulta mucho más cercana a la perspectiva de la “tragedia” (como en su
testimonio en: Gaceta Marinera, 14/03/1984). Para un análisis de las luchas por
la memoria del hundimiento del Crucero en torno al décimo aniversario, ver:
Guber (2008).
[22] Alejandro Rabinovich
(2009) identifica los orígenes de este “ethos guerrero” en las guerras
independentistas americanas, en los orígenes de la constitución del Estado
argentino. Es bien sugerente el caso de Pueyrredón, entonces Director Supremo
de las Provincias Unidas del Río de la Plata, quien se negó a aceptar una
medalla que condecoraba el valor de los combatientes en la batalla de Chacabuco
porque él no había estado en el campo de batalla: “Lo que se manifestaba era
una desproporción entre el honor otorgado, la cuota de gloria consecuente, y el
mérito efectivamente demostrado afrontando el riesgo de combate. El espacio del
guerrero era claramente el campo de batalla, y no se podía sin flagrante
injusticia extender los beneficios de la gloria militar fuera de él”. Gloria
que se conquistaba en los campos de batalla ya sea venciendo al enemigo como
muriendo en él.
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