Mir González, Alejandro Maegli y Mario Juárez y el estremecedor relato de sus historias y sus combates contra los ingleses durante el conflicto de 1982
Por Redacción DEF
La guerra de Malvinas tiene cientos de anécdotas sobre el combate. Historias de hombres y mujeres que son, en la actualidad, un símbolo de heroísmo y que mantienen viva la memoria de todos aquellos que regresaron, pero sobre todo de los que no pudieron volver. En este texto, DEF reunió tres testimonios para retratar historias llenas de coraje por aire, mar y tierra.
La Historia de Mir y el Mirage en Malvinas
El 21 de mayo de 1982, tal como relata Mir González, alrededor de las 14, partieron las dos escuadrillas desde Río Grande hacia las islas. La primera de ellas, que recibió el nombre de “Cueca”, estaba compuesta por tres pilotos: el propio Mir González como jefe de escuadrilla, el Teniente Juan Bernhardt –quien moriría en combate el 29 de mayo– y el Primer Teniente Héctor Luna. La segunda, bautizada como “Libra”, estaba integrada por los Capitanes Amílcar Cimatti e Higinio Robles. A poco de despegar, una falla en el motor del Mirage de Cimatti lo obligó a regresar a Río Grande, situación que determinó que Robles pasara a integrarse a la escuadrilla “Cueca”, que se convirtió así en una formación tradicional de cuatro integrantes.
Para graficarlo, tal como explica Mir González, el “dibujo” que tenía la escuadrilla era el de la palma de una mano, con el dedo pulgar escondido. En el caso de la que partió ese 21 de mayo desde Río Grande, Mir como jefe de escuadrilla ocupaba el lugar del dedo mayor; Bernhardt, el índice; Robles –que pasó a ser jefe de sección, segundo al mando– el anular; y Luna, el meñique. Cada uno de ellos llevaba en su aeronave una sola bomba MK-17 de 500 kilos, ya que el resto del lugar disponible debía ser ocupado por tanques externos de combustible. Cabe remarcar que, al ser un artefacto diseñado para atacar objetivos terrestres, muchas de esas MK-17 no llegaron a explotar sobre los buques enemigos durante el conflicto.
Mir González no omite ningún detalle de lo ocurrido aquel 21 de mayo: “Cruzamos la isla Gran Malvina en vuelo rasante y, en un momento dado, la meteorología se puso muy fea, con lluvias y nubes. Delante de nosotros, apareció un conjunto de sierras”.
En ese momento, sin que los pilotos lo supieran, la escuadrilla argentina había sido detectada por dos Sea Harrier enemigos, que, como se sabría luego de la guerra, recibían información de inteligencia desde Chile. El destino quiso que uno de los misiles Sidewinder diera de lleno contra el avión de Luna, el último de la formación, que dio la voz de alerta, pero no pudo ser escuchado porque le falló la radio. Si bien el Mirage fue abatido, él pudo eyectarse y salvar su vida, circunstancia que ninguno de sus compañeros conocería hasta tres días más tarde. Lo cierto es que, al escabullirse por un cañadón con destino a San Carlos, los restantes tres pilotos argentinos que seguían en combate pudieron evadir el patrullaje de los Sea Harrier.
En medio de la lluvia, su avión comenzó a ser blanco de los cañonazos lanzados desde la fragata HMS Ardent. Su respuesta fue comenzar a disparar con los propios cañones ubicados en el fuselaje del Mirage, aunque reconoce que fue más una defensa psicológica que real. Al acercarse al buque británico, el jefe de la escuadrilla argentina consiguió lanzar una bomba, que terminaría explotando en la popa de la fragata Ardent, dañando el hangar del helicóptero Sea Lynx, que quedó destruido, y el lanzador de misiles SeaCat, de última generación. Posteriormente, la fragata recibiría el impacto de otras bombas, lo que terminaría por hacerla zozobrar y hundirse.
El peligro para los pilotos argentinos de la escuadrilla “Cueca” no terminaría allí. Cuando Mir González se disponía a emprender el regreso tras finalizar el bombardeo, escuchó un mensaje de su compañero Robles por radio: “¡Rompa a la derecha, carajo! ¡Hágalo que le van a dar!”. Sin saber bien a quién iba dirigido, él giró bruscamente hacia la derecha, con toda la fuerza que le dieron sus brazos, y acto seguido, vio pasar a su lado un misil lanzado desde el buque. Había salvado milagrosamente su vida. La salida hacia la isla Soledad y el regreso tampoco daba margen a la distensión. Los Sea Harrier y otras embarcaciones de la flota británica también podían estar al acecho.
La llegada a Río Grande y el reencuentro con los compañeros y con el equipo de mecánicos, electricistas y armeros fue muy emotivo. “Nosotros estimamos que puede haber tenido un problema cuando cruzamos rasantes las sierras de Gran Malvina”, le dijo Mir González al mismísimo Basilio Lami Dozo, jefe del Estado de Mayor de la Fuerza Aérea, que había llegado en visita a la base de Río Grande poco después del regreso de la escuadrilla “Cueca” de su misión a las islas.
La fragata Ardent se hundiría en las primeras horas del 22 de mayo de 1982, lo que infligiría una sensible pérdida al bando británico, aunque no sería suficiente para torcer el destino de una guerra cuya suerte estaba echada. De lo que no quedan dudas es de que, contra viento y marea, los pilotos argentinos dieron muestras de un gran espíritu de sacrificio y de un coraje sin igual para enfrentar a una de las flotas más poderosas del planeta. Su actuación no pasaría desapercibida y aún hoy se estudia en los libros de historia y en los manuales de estrategia más importantes del planeta.
“Señor, tengo un ruido Hidrofónico”
“Cuando era chico, iba a pasear a la escollera norte y veía pasar los submarinos”, relata el Contraalmirante retirado de la Armada, Alejandro Guillermo Maegli, quien vive en Mar del Plata desde pequeño. En ese entonces, desconocía que, con 27 años y con el grado de Teniente de Fragata, participaría de la guerra de Malvinas en una de esas naves: el submarino ARA San Luis. No fue casualidad, fue el llamado de la Patria y el instinto de seguir su vocación. Entró a la Escuela Naval y la curiosidad lo llevó a presentar la solicitud para hacer el curso de submarinista.
“Cuando zarpamos, no estábamos en guerra; era una crisis. Entonces, nos mandaban a un área de espera, que estaba más o menos a mitad de camino entre Mar del Plata y las Malvinas. Teníamos que estar cerca por si el evento escalaba”, especifica Maegli en relación con las instrucciones que recibieron. Luego, había una segunda parte que indicaba qué medidas debían adoptar una vez que la guerra se desatara: acercarse a las Malvinas. Se establecieron diferentes zonas alrededor de las islas, todas recibieron nombre de mujer: “Una se llamaba María, por mi hija, me dijeron años después”, agrega.
Cerca del 28 de abril, recibieron la orden de desplegar a máxima velocidad hacia el área de patrulla María: “Todo contacto es enemigo, atacar. Nadie de la propia Fuerza iba a pasar por esa zona, nos facilitaban la tarea, sabíamos que todo el que pasara por ahí no era amigo”. Durante los días previos, comenta, el ánimo de los tripulantes fue cambiando, las órdenes que recibían sumaban complejidad al panorama.
“Llegamos a la zona de guerra. Estábamos ahí, las islas no las ves, pero las sentís. Nos dedicamos a hacer patrulla hasta que tuvimos el primer contacto, el 1º de mayo. El submarino requiere una maniobra, el snorkel, para poder comunicarlo con la atmósfera. Para hacer la maniobra, es necesario poner en marcha los motores, así se cargan las baterías y se renueva el aire”, explica. La operación a la que se refiere se hacía de manera diaria antes del amanecer para evitar que el enemigo los viera.
El comandante acompañaba los 40 minutos, aproximadamente, que duraba la operación, luego se retiraba. Aquel día, una vez que terminaron, le dijo a Maegli: “Cualquier cosa, me avisa”. Minutos después, el marplatense por adopción (nació en Entre Ríos) estaba por terminar la guardia cuando el sonarista detectó un rumor hidrofónico. Estaba en el noreste y era persistente. Cuando Maegli notificó al comandante, este le respondió: “Cubra puestos de combate”.
“La piel se te pone un poquito extraña. Me advirtió que no llamara al personal por el difusor, ya que generaría ruido. Tenía que ir al dormitorio y despertarlos uno por uno. Recuerdo las caras. Todos están preparados para que los llamen, pero cuando te dicen “Ponete el autorrespirador”… La adrenalina comenzó a circular fuerte”, reflexiona.
Ya en su puesto, se encontraba con las personas que lo acompañaban, todas alrededor de una pequeña mesa: “Cada uno con una actividad febril y nerviosa. Yo estaba sentado; de golpe, me empezaron a temblar las piernas. La mesa tenía un caño que soportaba el tablero; intenté enroscar las piernas, me agarré la frente con las manos y puse los codos sobre la mesa para intentar controlar el temblor. De repente, me dije “Alejandro, dejá de jorobar”. Cuando levanté la mirada, estaban todos en la misma posición. A la orden de “terminar”, comenzamos a bromear”.
Desde las 8 hasta las 10.50, estuvieron acercándose al blanco. Maegli recuerda el horario porque fue cuando el comandante lanzó el torpedo. “El ruido del torpedo saliendo… es otro toque de realidad. Atacamos a unos barcos que se acercaban a la isla. El torpedo no se comportó como tenía que hacerlo: en vez de correr a 10 metros de profundidad por debajo del agua, salió rápidamente a la superficie. Los helicópteros que volaban delante de esos buques dieron alerta y los barcos se alejaron”.
Durante aquella jornada, el bautismo de fuego, recibieron hostigamiento hasta las seis de la mañana del otro día. “Nos tiraron con todo lo que tenían. Luego tuvimos que evadir un torpedo. Fueron 24 horas de estrés y con el aire que se agotaba. Finalmente, pudimos salir a superficie y pasamos el informe de contacto; era importante hacerlo para transmitir la certeza de que pasaron esas naves. Después, nos enteramos de la noticia de que habían hundido el submarino Santa Fe. Ese fue un bajón anímico, había compañeros allí”, narra, al tiempo que agrega que, si bien los mensajes que se enviaban estaban cifrados, para que el enemigo no detectara altas o bajas en el volumen de tráfico, las noticias eran constantes. Lo importante y vinculado a las operaciones se encontraba mezclado con noticias periodísticas y familiares. Estas últimas buscaron transmitirlas en momentos puntuales, pues, en vez de levantarles el ánimo, tenían el efecto contrario.
¿Cómo fue el regreso? “Uno tiene un embale bárbaro, y los otros estaban en otra frecuencia. Estábamos dentro de la dársena. Recuerdo que nos fuimos a dormir y, allí, con el objetivo de evitar ataques comandos, había una especie de guardia que, cada tanto, tiraba cargas pequeñas en caso de que hubiese buzos. Nosotros no lo sabíamos y, a las cinco de la mañana, sentimos el ruido. Veníamos de la guerra, así que pensamos que nos estaban atacando”.
Pasados algunos días, pudieron ir a ver a sus familias, pero tenían que regresar para terminar de alistar al San Luis. La idea era volver a zarpar. Sin embargo, el plan no se pudo concretar, antes llegó la rendición: “El final fue muy triste. Murió gente, muchos conocidos”.
“¡Son los gringos, se vienen!”
El hoy Capitán retirado Mario Héctor Juárez fue a la guerra como Subteniente del Regimiento de Infantería 4, unidad correntina que protagonizó los combates sobre Monte Harriet y Dos Hermanas.
El 29 de mayo, les llegó la orden, a él y a sus hombres, de dirigirse al Monte Harriet. “El repliegue fue durísimo, los ingleses comenzaron a tirarnos con artillería y morteros, mi sección fue transportada en helicópteros, pero, al no haber reconocido las nuevas posiciones, nos dejaron con las piezas bastante desparramadas”, cuenta Juárez, mientras agrega que hasta el ataque final del 11 de junio estuvieron bajo fuego enemigo de manera constante. Las bajas empezaban a sentirse y, para entonces, este oficial, que antes contaba con cuatro o cinco soldados y un suboficial por pieza, tuvo que destinar solo dos o tres y poner a los Dragoneantes (soldados destacados) en reemplazo de los suboficiales heridos.
Juárez también relata que tuvieron oportunidad de devolver esos ataques el día 7 de junio, cuando logró abrir fuego sobre la infantería inglesa desplegada en la zona de Port Harriet House. En aquel momento, la artillería inglesa comenzó a efectuar puntería sobre sus posiciones. “Todo el mundo permanecía cuerpo a tierra. Para mis adentros, pensaba que, por un lado, nosotros poníamos valor, sacrificio y entrega; y, por el otro, el enemigo ponía los mismos valores para eliminarnos”, recuerda.
La sección del Regimiento 4 se aproximaba al combate final y comenzaba a sentir el poder del fuego de los ingleses. “Habíamos recibido la orden del jefe de unidad, que nos dijo que estábamos en una misión de sacrificio y nos pidió que estuviéramos a la altura de las circunstancias”, puntualiza.
La noche del 11 de junio, el grito del Cabo Carlos Cortez lo hizo entrar en situación: “¡Son los gringos, se vienen!”. El enemigo estaba a tan solo a 15 o 20 metros. “Les descargué mi pistola, y el Suboficial hizo otro tanto con su FAL. En ese instante, me volteó un estallido de un lanzacohetes Law 66 que impactó a escasos centímetros de mi cabeza”, detalla este oficial del 4, que permaneció boca arriba y, al ver dos Marines cerca, llegó a arrojarles una granada MK 2: “Ambos comenzaron a avanzar y me dispararon una ráfaga de fusil. En ese momento, el inglés comenzó a hacer señas con el FAL para que saliera y le expliqué que estaba herido”.
El británico lo resguardó y se puso a charlar con él mientras duraba el combate: “Me dijo que entre nosotros no había odio y que teníamos honor, ¡que habíamos peleado muy bien! Me dio un paquete de castañas de Cajú y yo le di mi botellita de whisky. Me anotó su dirección en un papelito, que lamentablemente perdí”.
Juárez quedó fuera de combate en monte Harriet. Ocho días después, nació su primer hijo: “¡Me estaba esperando!”, concluye. “Quisiera resaltar el valor de mis suboficiales y soldados. Fueron muy valientes y no escatimaron en esfuerzos para hacer lo que tenían que hacer”, finaliza.
* Esta nota fue escrita por un periodista de la redacción de DEF.
Fuente:
https://www.infobae.com
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