Por Flavia Tomaello
En un damero de 10 cuadras se pueden encontrar a los habitantes que le imprimen un especial ritmo a la isla. Además, un abrigo que conmueve por su historia y vale la pena conocer.
En las antípodas de los tiempos, los precursores en las crónicas de viajes eran seducidos por el momento del descubrimiento. Aun cuando el acercamiento de la globalización parece haber puesto todo al alcance de un click, persisten destinos con un camino para reconsiderar la mística de los aventureros. Malvinas es una espina atravesada en las gargantas nacionales. El dibujito en los mapas del colegio, los carteles distribuidos por el país, las historias personales y la imagen de cruces blancas que son un rosario en la retina nacional. Sin embargo, sin dejar de lado todos esos temas que no son detalles, Malvinas es un destino con el que reencontrarse desde otro espacio, con los ojos ávidos del viajero empedernido que, cuando le indican que para viajar (cuando la pandemia lo permite) es condición quedarse una semana porque el vuelo que lo deja tarda 7 días en regresar, se atemoriza bajo la idea de qué podrá hacer con tantas horas por delante.
La contraseña para abrir la leyenda no arranca fácil cuando uno desciende en una base militar desde el avión de línea. Sin embargo, los soldados y el personal civil (todos adultos mayores) se esmeran con el trato “polite” británico. Desde la base de Mount Pleasant se llega en una hora a la ciudad. No se alquilan autos, los pocos que hay son de particulares. Adrian Lowe, propietario de Kidney Cove Tours, octava generación en Malvinas, es uno de los tantos amables amigos que me haré en la estadía. Él y su esposa Lisa, me pintan las islas con un amor inconmensurable. Hay un ADN local que se mueve desde el orgullo de pertenecer a esa población. Más tarde serían otros los muchos que aportaron su conocimiento. Lisa Watson, directora del único diario local, el Penguin News; Alex Olmedo, chileno, conspicuo habitante y emprendedor, propietario del hotel boutique Waterfront y del mejor restaurante del archipiélago y Sebastián Socodo, argentino, casado con una kelper a la que conoció en la Argentina y que cuida el cementerio de nuestros soldados en las islas.
Puerto Argentino (Stanley para los locales) es la capital oficial. Apenas en un damero de unas 10 manzanas se reúnen los sitios donde hospedarse, comer, el museo, las iglesias, los centros de abastecimiento y el campo de golf. Ahí a pasos, está el viejo aeropuerto, el que se usó durante la guerra, desde el que hoy opera Figas, la compañía local de cabotaje. Irse de las islas sin subirse a uno para conocer alguno de los 30 (sí, ¡tres decenas!) destinos que ostenta en su grilla.
La primera aventura es el centro. Su avenida principal, Ross Road, es el epicentro. La experiencia gastronómica puede abarcar la mirada más tradicional, siempre con productos locales, del Malvina House, el hotel más antiguo, su nombre homenajea a la hija de su primer dueño (John James Felton). The Waterfront, la delicada pieza con cocina abierta 24 horas y cenas gourmet que ha creado Olmedo es la celebración de la cocina autóctona con tinte gourmet. Ha tenido la inteligencia de diseñar un menú con siete opciones que permite probar una cada noche que uno se queda. El desayuno en sus bow windows es mágico, haya el clima que haya. El chef, entre otras cosas, editó un libro de recetas de lujo que se puede adquirir en Studio 52. Esta es una tienda estilo canadiense de la ruta de los faros de Halifax. Lleva la fotografía de Julie Halliday, propietaria del lugar, que, además, ha tenido la sabiduría de reunir a todos los proyectos artesanales del archipiélago: tejidos a mano, telar, almohadones, pinturas, jabones artesanales, blanquería, libretas, cerámica, bálsamo para labios.
La iglesia al lado de la comisaría, los jardines que florecen como en pocos sitios en primavera. El museo reúne la historia de las islas con detalles inimaginables, como espacios reconstruidos a partir de objetos locales: el almacén, la imprenta, el molino. Es un espacio parcialmente a cielo abierto muy vinculado a la vida en el mar. El interior promete.
Pasada la experiencia capitalina, uno ya ha depuesto prejuicios. El público es amable, está dispuesto a la charla, se evitan temas delicados para ambos lados y se trata de construir el aquí y el ahora. Con esta nueva mirada, los locales empujan a descubrir la otra cara de las islas, esa que sorprende. Limitado en este tiempo, Puerto Argentino está acostumbrado a acoger a 60.000 viajeros que llegan al año provenientes de los cruceros que, en general, hacen su parada, previo a encarar hacia la Antártida…
Cuando el abanico se despliega uno entiende que la semana que exige el itinerario del avión no es suficiente. Todo tipo de deportes marítimos, vuelos de bautismo, pingüineras con cinco especies que caminan alrededor de uno cuando se accede a su hábitat, playa, granjas, verdadera cocina de KM 0, barcos hundidos, islas cercanas, aventuras en 4X4, y, claro, el museo de sitio de la guerra y sus recuerdos…
Eso no es todo. La evolución de la flora y la fauna y el modo en que se han extendido en el archipiélago convocan a naturalistas de todo el mundo que se reúnen para recorrer hábitats que no se encuentran en otro sitio del mundo como en Malvinas. La experiencia de ir con Lisa Lowe al mando de su Land Rover a campo traviesa para alcanzar Volunteer Point es una de las mejores de las islas. No hay camino. Como luego de usar unos lentes 3D, ella lo descubre a ciegas, subiendo y bajando las lomas y cruzando campos que parecen ser todos iguales. Una gigantesca playa espera con una población de pingüinos que conviven en armonía caminando entre los pocos visitantes. Junto a ellos se puede hacer la ruta a pie hacia la playa, apenas unos 100 metros donde el foráneo se puede dejar llevar hasta alcanzar Elephant, Paloma, Bertha’s o Surf Bay, destinos increíbles donde se puede caminar libremente en arena y soledad. Zambullidas aptas en unos cuantos meses del verano (aunque hay una competencia en mar abierto que se realiza en invierno). Avistaje de lobos marinos y ballenas. Los primeros, incluso, cuentan con isla propia donde visitarlos.
Como en toda cultura marina espera el buque encallado. Se trata del Lady Elizabeth al que se puede acceder luego de una caminata que invita a llegar a Whalebone Cove. Gypsy Cove es uno de los muchos destinos ideales para el trekkying. La pesca deportiva se encuentra en crecimiento. En el río Murrel se estableció un espacio privado de pesca que permite el control del cuidado de las piezas. Se obtienen salmonet y trucha marina.
Palabras heredadas del español y las 84 granjas
Una de las curiosidades con las que se encuentra el visitante nacional es el uso de decenas de palabras que son heredadas del hablar español, como sus “camps” (o bicho, boleadoras, bombilla, alpargatas, blanco, boca, “wuacho”, bozal, guanaco, tientos, etc). Sus estancias se encuentran en las afueras. No es necesario ir muy lejos, pero con Figas se puede optar por volar a otras Islas o a puntas alejadas de Puerto Argentino. El despliegue rural es variopinto, imparable y creciente. La propia Lisa Lowe heredó la granja de sus padres, se llama Murrel. Allí cuenta con 3000 ovejas sólo destinadas a la producción de lana. Sin embargo, además de los textiles, cada mañana dejan el producto del ordeñe y sus derivados en distintos puntos de las islas.
Lee Molkenbuhr es propietario de Johnson’s Harbor cerca de la playa de los pingüinos, Volunteer Point. Su familia es de los primeros inmigrantes ingleses que arribaron al archipiélago en 1850 producto de un accidente. Su abuelo irlandés naufragó en un viaje, se enamoró de las islas y volvió para instalarse. Su especialidad es la esquila. Se formó en el exterior y volvió a Malvinas con un desarrollo de procesos propios que puso a los productores de las islas en el tope de las competencias internacionales de esta disciplina. Es formador de esquiladores profesionales y en su granja se puede vivir la experiencia de aprender el oficio.
Hope Cottage, en tanto, es de una familia que se radicó en Monte Kent en 1976. Su especialidad es agrícola. Allí se puede dormir y experimentar la producción de materias primas de KM 0.
En todo el archipiélago hay en total 84 granjas. La mayoría surgidas de una distribución de tierras que permitió a muchas familias convertirse en propietarias de 10 mil hectáreas con un promedio de 6400 piezas de ganado ovino por propiedad, todo bajo la condición de ejercer la producción orgánica. Casi todas albergan a viajeros.
Los gauchos malvinenses enseñan una vida rústica, que requiere espíritu de superación, adaptación al medio y una reinvención permanente de modo de autoabastecerse con lo disponible. Una tradición que, como de este lado del océano, también tiene “palinkey” (palenque).
La mirada turbada
Los rastros de la guerra se perciben en muchos sitios y para los argentinos son ineludibles. Longdon, Wirless Ridge, Tumble Down, Two Sister’s, Mt Kent, Mount Tumbledown, Mount Harriet… apenas algunas de las posibilidades. A muchos se llega en tour, a otros a pie. No todos son sencillos de localizar. Las islas son, en este sentido, un gran museo de sitio en carne viva.
El respeto a las localizaciones argentinas dignifica la visita. Goose Green y la playa Gypsy Cove, son dos de los sitios que aún conservan campos con minas antipersonales. Un proyecto con equipos de trabajo senegalés se encuentra desactivándolas una a una, a mano. El campo de cruces próximo a San Carlos es posiblemente el sitio más conmovedor. Un espacio donde todo es silencio y solo el viento deja un discurso.
El Historic Dockyard Museum hace un recorrido por la vida social, marítima y natural y el patrimonio antártico. A él se han sumado la central telefónica y de comunicaciones y el lavadero. Es imperdible la visita en excursión a pie, guiada por alguna de las abuelas de la comunidad que lleva a conocer el barrio histórico, con siete casas de finales del siglo XIX.
Un pulóver con historia
Aunque personal, la memorabilia perfecta llega de la mano de una experiencia. Entre lo mucho que guardan las memorias de la guerra está el relato del soldado argentino, devenido hoy en orador, Miguel Savage. En su tiempo de soldado, en una recorrida por las afueras de Puerto Argentino, irrumpió en una granja y tomó un pulóver de una casa habitada, pero vacía. Años más tarde, ya recuperado de las historias de batalla, se convenció de la necesidad de devolver el abrigo para dar cierre a la experiencia. Demoró años en volver al mismo sitio de su juventud. Localizó a los propietarios de la granja y les devolvió la prenda sustraída. Antes de viajar por primera vez resultaba tentador conocer a esa familia que recibió al soldado que había tomado algo de sus pertenencias y había regresado a devolverlo. Pero no fue posible rastrear los contactos adecuados.
En medio de los turbales, saltando en la Land Rover de Lisa mientras íbamos a por los pingüinos, se da vuelta y me espeta: “¿conocés la historia del pulóver?”. Me salta el corazón. Ella se confiesa: es de mi padre. Nos emocionamos las dos. La despedida perfecta se dio de la mano de su esposo. Adrián me visitó en el hotel al día siguiente y de una bolsa de papel extrae el pulóver: “Lisa imaginó que te gustaría verlo”. Hay mucha belleza en esas islas. Un archipiélago en los confines donde crece un entusiasmo inesperado.
Fuente:
https://www.lanacion.com.ar
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