Por
Agustín Ignacio MARTÍNEZ RIBEIRO (*)
Mil
veces me senté, cerré los ojos y traté de imaginarme subiéndome a la cabina de
un Dagger, en una helada mañana patagónica, los primeros rayos del sol
asomándose a lo lejos, con un frío que me hace doler los dedos, repasando en mi
mente lo estudiado en el briefing minutos antes, mezclándose con los rostros de
mis seres amados que ansío volver a ver, sabiendo a lo que me voy a enfrentar,
junto a una sensación de nostalgia profunda que me invade el pecho.
Mi
convicción, vocación y amor a mi país hacen que esté dispuesto a salir, a enfrentar
los miedos, a superarlos, aun sabiendo que es muy probable que no vuelva a
pisar el suelo de mi Patria, ni que vuelva a ver esos rostros ni escuchar sus
voces ni sentir el calor de sus abrazos.
Miro
a mi costado y veo a mis compañeros, amigos, hermanos, con quienes quizás
compartimos caminos de vida desde la pubertad en el Liceo, que con la típica
actitud de cazador de raza de “acá no pasa nada” me recuerdan, cómplices, que
no voy a estar sólo. Y me invade la adrenalina y la ansiedad por despegar.
Trato
siempre de imaginarme esos momentos, esas sensaciones, y quizás no tengan nada
que ver con lo que me imagino. La única seguridad que tengo, es que esos
pilotos, esos jóvenes tan jóvenes, son personas excepcionales, porque esa
presión no la soporta cualquiera.
Y
lo que más me sorprende aún, es que tantas personas excepcionales, héroes,
hayan coincidido en una misma época, en un mismo país, y con una misma
vocación.
Eso,
creo yo, es lo que hizo que en esos fríos días de 1982 se haya marcado el hito
más increíble de la historia de la aviación, donde un puñado de gente
excepcional, con material prehistórico, supieron poner de rodillas a la Armada
más poderosa del mundo.
(*)
Hijo del Jefe del Escuadrón Aeromóvil las Avutardas Salvajes – Comodoro (RE)
Carlos Napoleón Martínez (VGM), en Homenaje a su padre y a todos sus camaradas.
Fotos
y texto: Luis Saatini
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