La Batalla de San Carlos estaba en pleno apogeo.
Había comenzado el 21 de mayo y los ataques de la aviación argentina se
sucedían día a día, en un épico esfuerzo para dificultar el desembarco inglés y
detener el avance de las tropas terrestres.
También se acumulaban los derribos, las bajas, los
pilotos eyectados. A menos de cincuenta kilómetros en línea recta, la
guarnición argentina de la isla de Borbón, casi en la boca norte del estrecho
de San Carlos, era testigo privilegiado del paso rasante de los cazabombarderos
rumbo al combate, del regreso orgulloso, de las ausencias lamentadas…
Esta ubicación geográfica hizo que, en su cielo,
combatieran cazas argentinos e ingleses, que en sus playas pedregosas
encontrara alivio a la desazón de caer en el mar, algún piloto eyectado. Otros
amortiguaron la caída en su turba y dos aviones, con sus tripulaciones,
hallaron allí su destino definitivo luego de ser derribados.
Borbón era un sitio de paso para los hombres que
volaban al combate. Los impulsaba el coraje y el sentido del deber y se
confortaban en la seguridad de que, en caso de ser derribados, de alguna
manera, otro argentino los buscaría y rescataría en cualquier condición táctica
o meteorológica. Cuanto más seguro está un piloto de que será rescatado, mayor
será la probabilidad de éxito de su misión, de allí la importancia que los
comandantes asignan a este tipo de operaciones.
El 23 de mayo un Dagger tripulado por el Teniente
Volponi fue derribado por una patrulla aérea de combate, el avión explotó y no
dio a su piloto posibilidad de eyectarse. Los restos cayeron a dos millas de la
guarnición argentina de Borbón.
Al día siguiente, la isla fue nuevamente, escenario
del drama bélico. Una escuadrilla de Dagger fue interceptada y los tres aviones
derribados. El Teniente Carlos Castillo no logró eyectarse y falleció; el Capitán
Raúl Díaz abandonó su aeronave a excesiva velocidad y sufrió lesiones en la
columna vertebral, clavícula y brazo derecho y el Mayor Luis Puga realizó una
eyección normal, pero cayó en el mar. Luego de luchar contra las corrientes que
lo alejaban de la playa, alcanzó la costa y fue rescatado por una patrulla de
reconocimiento. Los hombres fueron trasladados a la base, pero los elementos
médicos con que se contaba eran escasos para atender las heridas de Díaz.
Desde el comienzo de las acciones, un joven piloto
de transporte paseaba su impaciencia por las instalaciones de la IX Brigada Aérea
de Comodoro Rivadavia. El Primer Teniente Marcelo Uriona realizaba, casi a
diario, vuelos de Líneas Aéreas del Estado al comando de aviones Fokker F-27 o
Twin Otter, para alcanzar localidades alejadas cuya escasa rentabilidad como
destino comercial hacía que las compañías aéreas no dedicaran sus esfuerzos a
ellas. Hasta allí, sólo llegaban, y llegan, los aviones de la Fuerza Aérea al
servicio de la línea estatal.
Pero no era suficiente. Sin reparar en el mérito
que significaba que, pese al esfuerzo de guerra, se pudieran mantener estos
servicios de enlace esenciales, el soldado que moraba en su interior anhelaba
la acción.
Y la oportunidad se presentó. Había que rescatar a
los hombres en Borbón y la Fuerza Aérea Sur planificó una de las misiones de
Búsqueda y Rescate más peligrosas y atrevidas de la gesta de Malvinas. Luego de
descartarse el uso de helicópteros de largo alcance, sólo el DHC-6 Twin Otter,
con sus características STOL (1), podría ser utilizado.
El grupo Técnico trabajó febrilmente y el T-82, el
avión elegido, fue despojado de sus asientos para dar lugar a un tanque
suplementario de 600 litros, otros dos de 300 y bombas especiales para
alimentar los propios del avión. Así, la autonomía de la aeronave se extendió a
siete u ocho horas.
El 28 de mayo, si bien se realizó el vuelo,
diversas circunstancias impidieron concretar la misión que quedó postergada
para el día siguiente. Uriona se presentó al Jefe de Escuadrón y se ofreció
voluntariamente para realizarla. Confiaba en su experiencia previa cumpliendo
vuelos a las islas, cuando el entonces Port Stanley era un destino más de LADE,
y en sus tremendas ansias de participar en la contienda.
Recibió el visto bueno, eligió a su copiloto, el Teniente
Omar Poza, estudió las cartas de navegación, planificó el vuelo a baja altura, al
que no estaba acostumbrado, previó posibles errores en los instrumentos de
orientación, analizó la incidencia de los vientos y confió. Confió en su
experiencia, su entrenamiento, la habilidad del copiloto elegido, y en el
acicate que representaban los hombres a rescatar.
El 29, a las 10, partieron hacia Puerto Deseado,
lugar que consideraban más apto para iniciar el vuelo y realizar la navegación
hasta la isla. El Cabo Principal Pedro Bazán sería su mecánico de a bordo. Allí
esperaron la orden definitiva que llegó poco después del mediodía. A las 14
despegaron. Durante dos horas mantuvieron niveles de vuelo habituales hasta
que, a unas cien millas de la isla, descendieron casi a nivel del mar.
Los jóvenes pilotos sintieron la embriaguez de la
adrenalina ante una experiencia totalmente nueva. Entre cinco y diez metros
abajo, el Atlántico parecía estirar sus aguas para acariciar el fuselaje del avión,
pero había que seguir así, era su única defensa ante la posible detección de
los buques ingleses ubicados como piquete radar.
Los minutos pasaban, los ojos de los tripulantes
buscaban, afanosos, las primeras elevaciones del terreno y en ellas, la
confirmación del rumbo correcto. Luego de un cuarto de hora, divisaron las
Islas Salvajes y sonrieron, estaban bien ubicados, siguieron hasta que una isla
más grande con una elevación y una bahía bien visible a su frente les indicó
que llegaban a destino.
Al alcanzar la costa comenzaron a ascender
lentamente siguiendo la pendiente del terreno. Recién entonces, decidieron
romper el silencio de radio: Calderón, Calderón, Romeo 2 llamando. Se
preocuparon, nadie contestó el llamado, insistieron: Calderón, Calderón, Romeo
2 llamando. Entre fuertes interferencias, el parlante les devolvió la voz del
operador: Romeo 2, aquí Calderón, estamos en alerta roja por sobrevuelo de
helicópteros enemigos, regrese, no se puede aterrizar -.
Era la respuesta que no querían escuchar, que no
debían escuchar. Se miraron y tomaron una decisión: no habían llegado hasta
allí para regresar sin completar la tarea. Informaron que iban a aterrizar pese
a todo. Siguieron pegados al terreno buscando una referencia, un Pucará con la
nariz apoyada en el suelo les indicó la cercanía de la pista, la identificaron,
prepararon el aterrizaje, pero el sol estallaba en los miles de cristales de
sal depositados en el parabrisas y la visibilidad era casi nula. Las manos del
piloto empujaron la palanca del acelerador hacia delante casi con rabia,
deberían dar un giro, cambiar el sentido del aterrizaje, un fuerte viento de
cola exigió al máximo a los frenos, la estructura tembló cuando los motores en
reversible rugieron en ayuda de la frenada.
Cincuenta metros antes de que terminara la pista la
aeronave se detuvo. Nuevamente sonó la radio: Romeo 2, apague los motores,
estamos en alerta roja, hay helicópteros en la zona y hoy a la mañana nos
bombardearon. Bajaron para controlar el tren de aterrizaje y en ese momento, un
jeep Land Rover se acercó. El Mayor Puga, con una sonrisa, saludó
afectuosamente al joven piloto que había ido a rescatarlo, pero confirmó que
era imposible despegar en las condiciones en que se encontraban.
En las instalaciones fueron recibidos por hombres de
rostros exhaustos y angustiados, de uniformes sucios y raídos; representaban la
otra cara de la guerra, la que no se veía en el continente, la que querían
conocer sus ansias, la que querían compartir sus almas.
Mientras aguardaban la seguridad de la noche,
Uriona y Poza recorrieron la pista memorizando los obstáculos y desniveles
mientras Bazán revisaba, una y otra vez, al noble avión.
Junto a los hombres de la Fuerza Aérea, había
heridos de la Armada. Se les pidió el traslado que parecía imposible; el avión
había sido despojado de toda comodidad y se encontraba en el límite del peso
máximo de despegue. Había una solución: aligerarlo descargando parte del vital
combustible. Se planificó el regreso a Puerto Deseado, una distancia más corta
que exigiría menos consumo. Los cálculos se ajustaron al máximo y se hizo el
lugar para cuatro pasajeros más. En una rústica caja de municiones, los restos
del Teniente Volponi regresarían a sus seres queridos.
Faltaba poco para las 18 y ya había oscurecido.
Ascendieron al avión, los pasajeros se ubicaron donde podían, los motores se
pusieron en marcha, el barro del terreno atrapaba las ruedas dificultando el
desplazamiento, al final de la pista, a unos 500 metros, un cerro se elevaba
frente a la trayectoria de despegue. Por seguridad, sólo una linterna iluminaba
los preparativos dentro de la cabina. Los frenos aferraron las ruedas, los
motores fueron puestos al máximo de su potencia, el piloto liberó el avión y,
con los comandos, lo preparó para que comenzara el despegue al superar la
velocidad de pérdida de sustentación.
Saltos sobre el terreno desparejo, constantes
correcciones con los pedales para mantener una línea recta, quedaban 100 metros
de pista y el Twin Otter comenzó a elevarse. Un rápido viraje a la derecha
evitó el cerro, los instrumentos marcaron el rumbo de regreso a Puerto Deseado
mientras el altímetro controlaba la escasa altura. Veinte minutos después
ascendieron y a las 20.30, aterrizaron en Puerto Deseado. Los heridos fueron
trasladados a un hospital, Uriona, Poza y Bazán llevaron su orgulloso Twin Otter
de regreso a Comodoro Rivadavia donde fueron recibidos, eufóricamente, por sus
compañeros.
La Fuerza Aérea Argentina había cumplido con el
precepto de traer de regreso al hogar a sus hombres eyectados, gracias al
empuje y pericia de sus jóvenes, técnicos y pilotos, y la confiabilidad de un
pequeño avión bimotor.
Extraído de una exposición realizada por el
Comodoro Marcelo Uriona y archivada en la Dirección de Estudios Históricos de
la Fuerza Aérea
(1) Siglas de Short Take Off and Landing que identifica
a las aeronaves que despegan y aterrizan en pistas de dimensiones reducidas.
Fuente: http://www.3040100.com.ar
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