Por
Rosana Guber (*)
Según
los libros de texto corrientes en el sistema escolar argentino, la Argentina limita
al este con el Océano Atlántico. Junto a la frontera occidental, bastante más
extensa, con la República de Chile, el borde atlántico ha sido particularmente
controversial: por él la Argentina fue en 1982 a la única guerra internacional
en la que participó en el siglo XX. El diferendo argentino-británico por la
soberanía sobre las Islas Malvinas o Falklands, data según algunas versiones de
1833 y según otras de 1774, continúa pendiente. Como sostiene la mayoría de los
pobladores de este suelo, y como se sostenía también entre abril y junio de 1982,
las Malvinas e Islas del Atlántico Sur son argentinas, aunque se hallen bajo
ocupación británica desde 1833.
En
estas páginas examinaré en el relato histórico que funda los derechos
argentinos a las Malvinas, un aspecto de su vigencia. Intentaré mostrar que la
imagen de la difusa frontera sudoriental argentina resulta de la dimensión
mítica de una historia donde se yuxtaponen una frontera externa y una frontera
interna, en una temporalidad cíclica que permite revivir la urgencia de la demanda
territorial. Este análisis puede contribuir a esclarecer parte del sentido que
los comandantes de la tercera junta militar del Proceso de Reorganización
Nacional (1976-1983) y los argentinos pretendieron concretar con la recuperación
del archipiélago irredento en 1982.
I.
El relato de los hechos
Los
derechos argentinos a las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur, han reunido
a geógrafos e historiadores, legistas y diplomáticos, políticos y académicos,
en numerosas obras de distinto carácter, como opúsculos y libelos de tono
militante, tratados jurídicos, geográficos e históricos. De este vasto conjunto
he elegido las obras de tipo historiográfico por ser la historia el campo
preferido en el cual se esgrimen los argumentos de soberanía y por constituir
el género de ensayo histórico la forma más usual para expresar esos argumentos.
La síntesis que presento fue elaborada con las obras de aquéllos que la historiografía
oficial argentina califica como expertos en la materia[1].
Las
Malvinas fueron "avistadas", "descubiertas" y
"exploradas" dentro del mismo proyecto que impulsó a Cristóbal Colón.
Para descubrir una vía occidental a las Indias Orientales, los marinos surcaban
los mares australes buscando puertos naturales de reparación y abastecimiento.
Esta carrera no fue menguada ni por la bula de Alejandro VI (1493) que asignaba
a España las tierras descubiertas y vacantes más allá del meridiano de las
islas Azores o de Cabo Verde, ni por el Tratado de Tordesillas de 1494 que
asignaba a Portugal las tierras descubiertas a "370 leguas al oeste del
archipiélago de Cabo Verde" (Taiana 1985:144-155). Los reinos de
Inglaterra, Francia y Holanda no aceptaron la autoridad del Vaticano para
dirimir cuestiones territoriales, por lo que los jefes de estado establecieron
como base del derecho internacional la precedencia de descubrimiento y de ocupación
efectiva o colonización.
Las
versiones sobre el descubrimiento de las Islas difieren en la persona y en la “nacionalidad”
del monarca en nombre del cual se hacía el descubrimiento: Américo Vespucio
(1501-2) por Portugal; Esteban Gómez, desertor de la expedición de Hernando de Magallanes
(1520) o la nave “incógnita” del Obispo de Plasencia (1540) por España; Sebald de
Weert (1600) por los Países Bajos (Groussac); y John Davis (1592) o Richard
Hawkins (1594) por la corona inglesa. Un segundo período de descubrimientos se
atribuye con mayor unanimidad a los navegantes procedentes del puerto francés
de Saint-Malo, quienes desde 1698 realizaron un centenar de viajes (Dahlgrenm
en Del Carril 1986:14) a la región magallánica e identificaron a las dos islas
mayores como “las nuevas islas descubiertas” y luego como “Malouines” (Frézier
en Groussac 1982:108).
Con
respecto a la ocupación efectiva de territorios “deshabitados” (por europeos), los
autores coinciden en que Louis Antoine de Bougainville, matemático, militar y navegante,
fue el primero en asentar una colonia. Autorizado por el Rey Luis XV llevó
personas, principalmente a soldados y marinos, y dos familias acadias que
dejaron Canadá tras la derrota de Inglaterra sobre Francia. El fuerte y puerto
de San Luis se fundó el 5 de abril de 1764 en la Bahía Francesa (“de la
Anunciación” para España, “Berkeley Sound” para Inglaterra) al nordeste de la
isla oriental.
Al
año siguiente, Bougainville regresó a la naciente colonia con herramientas, madera,
plantas y animales, y volvió a zarpar hacia el Estrecho de Magallanes por más madera,
elemento ausente en las islas. Allí encontró las naves del comodoro John Byron que
se dirigían al Mar del Sur (Océano Pacífico), y que también procedían del
archipiélago.
En
la Isla Saunders Byron acababa de fundar “Port Egmont” (en honor al Primer Lord
del Almirantazgo
y Segundo Conde de Egmont) el 15 de enero de 1765; tras izar la bandera inglesa,
tomó posesión formal “de todas las islas vecinas bajo el nombre de “Falkland Islands‟
para el Rey Jorge III de Inglaterra” (Destefani 1982:53).
Cuando
Bougainville regresó nuevamente a Francia su rey se disponía a entregar Puerto
San Luis a España, que reclamaba sus dominios insulares en América del Sur; las
Malvinas, se argumentaba, eran dependencias de los “dominios continentales en
idéntica condición
a la Tierra de los Estados, las islas de Juan Fernández” y la costa patagónica (Groussac
1982:152). España compensó monetariamente a Bougainville ni bien se retiraron los
efectivos franceses, y tomó posesión en la persona de su nuevo gobernador, el
Capitán de Navío D. Phelipe Ruiz Puente, quedando las islas bajo jurisdicción
de la Capitanía de Buenos Aires, y tiempo después, del gobierno de “Puerto
Deseado y Malvinas” (Ibid.:155).
Entre
1767 y 1811 se sucedieron 19 gobernadores españoles, 17 de ellos oficiales de
la Real
Armada Española, cuyas 32 gestiones no excedieron el año (Destefani
1982:133-135). Puerto San Luis fue rebautizado el 2 de abril de 1767 como
“Puerto de Nuestra Señora de la Soledad”, bajo la advocación de la Virgen
María.
A
fines de 1769 (Ibid:55) ocupantes de Puerto Soledad y de Port Egmont se encontraron
por azar, tomando ingleses y españoles conocimiento mutuo de su coexistencia en
las islas. En respuesta, el gobernador de Buenos Aires Francisco Bucarelli y
Uruzúa, dependiente del Virreinato del Perú, envió por propia decisión al
Capitán de Navío Juan Ignacio Madariaga el 26 de marzo de 1770 a localizar y
expulsar a los ingleses. El 10 de junio
1400 hombres y 140 cañones desalojaron a los británicos bajo la jefatura de un
tal A. Hunt, de la Isla Saunders, poniendo a España e Inglaterra al borde de un
conflicto armado.
Inglaterra exigió la devolución de Port Egmont para compensar la deshonra al pabellón
inglés. España aceptó, aunque su embajador dejó asentado que la devolución de
la posesión de Port Egmont “no puede ni debe en manera alguna afectar la
cuestión del derecho previo de soberanía sobre las islas Malvinas, denominadas
también Falkland” (Ibid:55).
Por su parte, Inglaterra se comprometía, sin asentarlo por escrito, a abandonar
Puerto Egmont en un lapso breve pero indeterminado. Antes de concretar su
retiro el 22 de mayo de 1774, el comandante inglés dejó una placa que decía:
“Sepan
todas las naciones, que las islas Falklands, con su puerto, los almacenes, desembarcaderos,
puertos naturales, bahías y caletas a ellas pertenecientes, son de exclusivo
derecho y propiedad de su más sagrada Majestad Jorge III, Rey de Gran Bretaña.
En testimonio de lo cual, es colocada esta placa y los colores de Su Majestad
Británica dejados flameando como signo de posesión por S. W. Clayton Oficial
Comandante de las Islas Falklands. A.D.1774” (Ibid:59).
En
1775 un piloto español en viaje de reconocimiento halló la plancha y la llevó a
Buenos Aires,
donde fue depositada en el Archivo oficial. Cuando los ingleses tomaron esta
ciudad en la incursión militar de 1806, el capitán británico la llevó consigo;
una duplicación permaneció en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires
(Ibid:137).
Desde
el retiro inglés de 1774 los gobernadores hispanos debían visitar la zona de Port
Egmont para evitar su reocupación, así como controlar un nuevo presidio y a la población
insular integrada por un par de capellanes, tropa, marinería, presidiarios, y
la familia del gobernador, además de pescadores, balleneros y cazadores
furtivos de fauna marina. El ganado vacuno traído por Bougainville y por los
españoles crecía doméstico y cimarrón, alcanzando las 3460 cabezas en 1791
(Ibid:68).
Con
la revolución del 25 de mayo de 1810 en Buenos Aires, la junta española en Montevideo
resolvió evacuar Puerto Soledad y dejar una placa de plomo en el campanario de
la Real Capilla de Malvinas, donde decía:
“Esta
isla con sus Puertos, Edificios, Dependencias y quanto contiene pertenence a la
Soberanía del Sr. D.Fernando VII Rey de España y sus Indias, Soledad de Malvinas
7 de febrero de 1811 siendo gobernador Pablo Guillén” (Ibid:71).
Entre
1811 y 1820 merodeaban las islas los cazadores de pingüinos, lobos marinos y focas,
y los balleneros, por lo general norteamericanos. El 6 de noviembre de 1820
otro estadounidense
pero que prestaba servicios a la Marina de las Provincias Unidas del Río de la
Plata, David Jewitt (o Jewett) tomó posesión de las Malvinas y comunicó la
novedad a los pescadores y cazadores furtivos (Figueira 1985). Lo sucedieron
dos militares de Ejército (Teniente Coronel Guillermo Mason y el Capitán de
Milicias Pablo Areguatí) hasta que Luis Vernet, comerciante y comisionista
hamburgués de ascendencia francesa retomó el proyecto de Bougainville. El 10 de
junio de 1829 Vernet fue investido por el gobernador de Buenos Aires, General
Martín Rodríguez, como primer Comandante Político y Militar de las Malvinas,
las islas adyacentes al Cabo de Hornos, incluyendo la Isla de los Estados, y Tierra
del Fuego (los anteriores gobernadores habían sido sólo comandantes militares).
Su gobernación duró tres años, pero su nombramiento generó la primera protesta
formal del embajador inglés en Buenos Aires, Woodbine Parish, por ser una
decisión tomada sobre territorios que consideraba bajo su jurisdicción. Vernet
ocupó Puerto Soledad, que rebautizó Puerto Luis, asentando colonos, peones,
servidumbre y personal militar y exportando carne salada, grasa, pescado en
salmuera, cueros de vacunos y lobos marinos (Destefani 1982:87).
El
conflicto decisivo se inició a fines de 1831 cuando Vernet apresó tres buques loberos
estadounidenses y les entregó una circular de “la República de Buenos Aires” (Ibid:87).
El cónsul norteamericano en Buenos Aires, George Slacum, “individuo carente en absoluto
de experiencia diplomática y tan falto de tacto como de buen juicio” (Goebel en
Destefani 1982:88), inició la protesta que derivó al Ministerio de Guerra y
Marina. Un mes después del incidente la corbeta de guerra estadounidense
Lexington ancló en Puerto Luis y desembarcó su tropa, que destruyó edificios,
inutilizó pólvora y cañones, saqueó las viviendas de los particulares, apresó a
siete colonos y se retiró del lugar. El gobierno argentino exigió reparación,
pero los EEUU ignoró el reclamo. Vernet permaneció en Buenos Aires. En su lugar
el mayor Esteban F. Mestivier ocupó la comandancia, pero sólo por un mes pues
fue asesinado. Lo sucedió el Tcnl. de Marina José M. Pinedo.
El
2 de enero de 1833 la corbeta inglesa Clío comandada por el Capitán Onslow arribó
a Puerto Luis e intimó a sus ocupantes a desalojar la isla. El 3, los ingleses
arriaron la bandera argentina, que entregaron a Pinedo. La autoridad de la
nueva posesión inglesa recayó
en un escocés traído por Vernet, William Dickson, a quien se le encomendó izar
la bandera británica todos los domingos y ante el arribo de cada embarcación.
En 1843 la capital de las islas, sede de la gobernación sucesiva de tres
oficiales navales y 49 civiles británicos (entre 1833 y 1982), se trasladó a
Puerto Williams. El nuevo asentamiento fue rebautizado en honor al Ministro de
Colonias de entonces, como “Port Stanley”.
Desde
1833 la Argentina reclama su soberanía sobre las Malvinas, logrando que las Naciones
Unidas incluyera al archipiélago en la Resolución 1514 como territorio colonial pendiente
de descolonización (Del Carril 1986).
II.
Las dimensiones de una historia.
Este
relato, la versión más extendida sobre los derechos argentinos, reaparece en cada
nueva publicación sobre el tema, incluso en los análisis del conflicto de 1982,
pues “todo cuanto se haga en este sentido servirá para demostrar la solidez de
los títulos argentinos y para evidenciar, al mismo tiempo, cómo la República no
olvida que existe un trozo de su territorio sobre el cual no ondea el pabellón
nacional...” (Caillet-Bois 1948:15).
En
una primera aproximación, el sentido de la reiteración obedece a la necesidad
jurídica de impedir que prescriba la demanda argentina. Sin embargo, la
articulación de este relato con el sentido de su reiteración intenta
comprometer tanto a los foros internacionales como a los mismos argentinos.
Así, el relato se arraiga y retroalimenta en los modos en que los argentinos
imaginan su argentinidad; en el relato de Malvinas los argentinos no sólo recuerdan
sus derechos, sino que argentinizan a las islas malvinizando su argentinidad.
La argumentación jurídica deja entonces de apoyarse en una normativa jurídica
aplicada a “los hechos”, y cobra un valor subjetivo, aunque igualmente social,
que logra el mayor compromiso de la población. En este proceso en que la
cuestión diplomática se convierte en causa nacional, interviene la dimensión mítica
de este relato.
Los
episodios que desembocaron en esta disputa territorial suelen debatirse en
torno a evidencias históricas, pues se afirma que tanto la ocupación actual de
las islas como los derechos
de los reclamantes se fundan en hechos del pasado. Esta “historia (narración) histórica”
recorre una secuencia aparentemente lineal: los viajes de descubrimiento, la ocupación
francesa, la española y la argentina, la crisis de la Lexington y el arribo de
la Clío,
la corbeta cuyo nombre es precisamente la musa inspiradora de la historia. Pero
este encadenamiento de hechos no presenta una secuencia desnuda de hechos, sino
que funda una verdad histórica la cual está constituida por el “sentido” que
exhibe su composición. Esta afirmación implica que toda producción histórica
admite narraciones alternativas (Barthes 1991, Trouillot 1995). Ello se debe a
la naturaleza de la ocurrencia histórica y a la posición de la ocurrencia en el
discurso histórico global; esto es, las diversas versiones no surgen sólo de casos
controvertibles, del tipo de fuentes o del acceso más o menos directo a los “hechos”:
“la historia podía haberse narrado de otro modo porque lo que se dice que ha ocurrido
es, en sí, parte de un nuevo campo de significación” (Trouillot 1995:3-4, mi traducción).
Por eso, la narración del pasado no captura el hecho tal cual fue, sino como un
fenómeno discursivo ubicado en un nuevo campo de significación cuyo sentido
pertenece al presente del narrador.
Según
los autores ejemplificados aquí por Caillet-Bois, el sentido general actual del
relato es afirmar los títulos argentinos en el ámbito internacional y en el
nacional a través de la memoria. ¿Pero qué es lo que haría que valga la pena
recordar y repetir? Su dimensión mítica.
Es cierto que los argentinos no concederían llamar "mito" a la
“historia” de sus derechos sobre Malvinas, pues mito se asocia a ficción,
cuento fantástico o mera falsedad[2].
La
de Malvinas no es una historia de dioses ni de héroes, sino de poderes
imperiales, de agentes
de Estados nacionales monárquicos y republicanos, y de empresarios privados. Sin
embargo, la historia de Malvinas es mítica porque es una historia de la Nación
Argentina que, como otras historias nacionales, suspende el tiempo.
Las
historias nacionales son teleológicas pues sus episodios son narrados de forma que
conduzcan a un objetivo emancipatorio, o refieren a algún hecho dramático que
se considere aleccionador sobre la constitución de la nacionalidad. Anthony
Smith llama "mythomoteurs" a los relatos que confieren un sentido de
comunidad. Esos mythomoteurs actualizan en las naciones modernas el argumento
de la soberanía, permitiendo establecer y controlar las diferencias con
respecto a otras sociedades con otros nombres, lenguas, geografías y símbolos,
y construir a los sujetos nacionales dándoles objetivos e ideales, un sentido
de frontera, inclusión y exclusión (Smith 1986:58). La historia es un signo
diacrítico con que se edifica la primordialidad de la nación, no tanto porque
“reconstruye el pasado tal cual fue” sino porque marca los términos nacionales
de su constante plausibilidad.
Al
equiparar el pensamiento mítico a la ideología política, “Tal vez ésta
reemplazó a aquél en nuestras sociedades contemporáneas”, Claude Lévi-Strauss
advertía que el historiador se refiere a la Revolución Francesa como “una
sucesión de acontecimientos pasados, cuyas lejanas consecuencias se hacen
sentir todavía a través de una serie no reversible de acontecimientos
intermediarios” (1968:189). En vez “para el hombre político ... la Revolución
Francesa es una realidad de otro orden: secuencia de acontecimientos pasados,
pero también esquema dotado de una eficacia permanente, que permite interpretar
la estructura social de la Francia actual y los antagonismos que allí se
manifiestan y entrever los lineamientos de la evolución futura” (Ibid.).
En
este sentido, afirma, los mitos son “aparatos supresores del tiempo”
(Ibid:190); “el valor intrínseco atribuido al mito proviene de que estos
acontecimientos, que se suponen ocurridos en un momento del tiempo, forman
también una estructura permanente. Ella se refiere simultáneamente al pasado,
al presente y al futuro” (Ibid:189).
La
temporalidad mítica es entonces reversible, cíclica y repetitiva. Por eso, los
mitos suelen ubicarse en la liminalidad, en un 'más allá' del alcance humano. El
estado de “liminalidad” (Van Gennep 1960), de estar ni aquí ni allá, ha sido la
imagen preferida para expresar los grandes misterios y angustias de la vida
humana. Sin embargo, la suspensión o inversión de todo orden es sólo pensable
porque el orden será reestablecido próximamente (Turner 1969). Así, las
historias etno-nacionales están hechas de momentos originarios, héroes
civilizadores, campos morales y símbolos (Smith 1986:15), en cuyos episodios
las fuerzas del mal, enemigas, extranjeras, se baten contra las del bien,
patrióticas, liberadoras, justicieras. No se trata de dilucidar la veracidad
histórica del mito sino de identificar “la presencia” del concepto, su sentido
a la vez verdadero e irreal (Barthes 1991:221-2); se trata de analizar las
mitologías como reveladoras de paradojas y contradicciones de la vida social y
cultural (Neiburg 1998).
III.
La frontera externa.
El
relato que funda los derechos argentinos a las Malvinas puede analizarse como un
mito de la nacionalidad argentina. La razón más evidente es que aparece como el
relato de
una nación soberana ante una demanda territorial para lograr su completud. Más
que un conjunto de fundamentos jurídicos que afirman la nacionalidad de las
islas, la secuencia y el sentido de su reiteración muestran que el de Malvinas
es, más bien, el relato de la pérdida y suspensión o inconclusión de la nación.
El misterio de este mito reside en las razones de esta pérdida y la
plausibilidad de su recuperación. En una primera aproximación esas razones se
remiten a un plano externo, pero después penetran al interior de las fronteras nacionales
yuxtaponiéndolas, operando como causas recíprocas de una causa pendiente de conclusión.
En
cuanto a su aspecto externo, el relato de Malvinas es el de la perplejidad argentina
ante un mundo de naciones supuestamente iguales pero desenmascarado como desigual.
La pérdida de las islas responde al acto arbitrario de una potencia imperial
contra una joven nación en vías de consolidación. Este abuso es condenado por
Paul Groussac quien afirmaba que se puede tener la fuerza de un gigante pero
que es atroz usar la fuerza como un gigante (1982). Radicaría aquí la
inmoralidad de un mundo que habiendo dejado atrás el colonialismo, preserva de él
importantes marcas.
El
uso de la fuerza, hilo conductor de esta historia, se atribuye siempre al lado anglosajón.
Al recurrir a la fuerza, Gran Bretaña incurre en un acto inmoral e ilegal que
es ratificado por la presencia de balleneros y pescadores de origen
norteamericano en las costas malvinenses. Esta presencia se reitera durante la
última etapa del dominio español, en el intervalo de la primera década de vida
independiente argentina en que las Islas están deshabitadas, y bajo el gobierno
de Vernet (1831) quien sanciona a los cazadores generando la réplica de la
Lexington. En el encadenamiento de los hechos los balleneros son una figura intermedia
entre el aventurero solitario y sin patria, y el representante de un estado
nacional. Su sanción es seguida por el arribo de la Clío británica.
¿Por
qué el relato argentino no se limita a la etapa independiente? Porque la etapa pre-nacional
de los viajes de descubrimiento y del período colonial español sirven como antecedentes
para dar mayor profundidad temporal a los reclamos de una joven nación, mostrando
en esa experiencia pre-nacional que el sentido último de la pérdida es su eventual
recuperación. La Argentina sólo puede devenir en una nación joven con viejas raíces
en alianza con Francia y España, dos viejos imperios, equiparándose así a la
vieja Inglaterra,
pues para ésta el argumento de la antigüedad es central para justificar su
acción de 1833. El 27 de abril de ese año, el Visconde Palmerston a cargo del
Ministerio de Relaciones Exteriores británico respondía a un reclamo del
embajador Moreno afirmando que la Clío fue enviada “para ejercer allí el
derecho antiguo e indudable de Su Majestad de soberanía ...” (Ferrer Vieyra
1992:166)[3].
En
respuesta, el gobierno argentino destacó la cesión francesa de 1766 a España,
incorporando el lapso Bougainvilliano al dominio hispano y haciendo de
Bougainville un caballero en cuestiones de soberanía (Del Carril 1986).
Asimismo, para integrar el período español, Groussac refiere a Jacinto
Altolaguirre, un gobernador del período colonial, como “nuestro joven oficial
porteño”, primer gobernador criollo, fundador de los “vínculos de sangre
argentina que, enlazados con los hechos políticos, hacen una sóla y unida
historia argentina, la que comprende un período hispánico de civilización y un
período independiente y soberano” (1982:63).
Esta
mayor profundidad temporal, no limitada al tramo independiente, hace de Malvinas
una historia de recurrencias expresada en una temporalidad cíclica y más
próxima al mito, donde a un episodio de arrebato o usurpación sigue otro de
devolución. Se suceden así
arribo (1764) y salida (1766) de Bougainville; instalación (1771) y abandono
(1774) de Port Egmont; y las dos recuperaciones, 1774 y 1820. Hasta 1833 las
Malvinas son siempre y finalmente recuperadas, primero a España de Francia e
Inglaterra, luego por las Provincias Unidas a los balleneros. El sentido de la
historia es ahora evidente: ¿cuándo se completará el ciclo iniciado por la
dupla Lexington-Clío?
El
período abierto el 2 de enero de 1833 es en términos nacionales una etapa
liminal y de incomplitud, una transición entre dos posesiones efectivas y
legítimas, la inaugurada por
Jewett en 1820 y otra por venir. Veamos algunas manifestaciones de este pasaje
a la completud de la nación y recuperación de las islas, que se expresa en la
afirmación de continuidad del reclamo y en la afirmación de la inminente
recuperación.
En
1869, el poeta gauchesco y periodista José Hernández publicaba en su periódico El
Río de la Plata que “deber es muy sagrado de la Nación Argentina, velar por la
honra de su
nombre, por la integridad de su territorio y por los intereses de los
argentinos. Esos derechos no se prescriben jamás” (1952:25). Según Groussac
“Para Inglaterra en efecto, el lado grave, el verdadero fracaso de la
ocupación, consiste en esto: cumplido tres cuartos de siglo, el despojado no se
ha conformado aún con el despojo” (1982:15). Si bien al finalizar su estudio,
el autor sugiere que “La República Argentina /.../ pide que su litigio sea juzgado
por jueces, rehusándose a tener por tales a los oficiales y funcionarios
ingleses que le han impuesto la ley brutal del más fuerte” (Ibid:166), también
da por descontado “el derecho primitivo y sin igual que exhibe la República
Argentina a la prioridad de las Malvinas: la comprobación inmediata y tangible
de que el territorio disputado participa de su propio organismo geográfico”
(Ibid:164). Cuando en 1934 el socialista Alfredo Palacios presentó ante el
Senado un proyecto de ley para traducir y difundir a las bibliotecas populares
y escolares argentinas, una versión compendiada de la obra de Groussac (Ley
11904/34)[4],
inició su alegato afirmando que la Argentina ha observado una “orientación
solidarista” según “normas de carácter universalista”, que el reclamo “no ha
sido interrumpid(o) jamás por ningún gobierno”, y que decía esto “no como
hombre de partido, sino como argentino” (Palacios 1934:35).
En
suma, para estos intelectuales y políticos la inminencia de la recuperación
radicaba en la continuidad de la decisión de los argentinos, pueblo y estado,
de completar la nación.
En
su estudio, el historiador Ricardo Caillet-Bois culminaba su advertencia señalando
que “la República no olvida que existe un trozo de su territorio sobre el cual
no ondea el pabellón nacional”, y que pueblo y gobierno abrigan la “esperanza
de que ha de llegar la justiciera hora en la cual el país recuperará las Islas
que sin ningún derecho le fueron arrebatados por la fuerza...”. En 1966,
Caillet-Bois titulaba un artículo “La usurpación de las Malvinas y la respuesta
nacional al atentado de 1833. Anhelo de recuperación en 1966” (1966:23-30). Ese
año, también Juan R. Aguirre Lanari, vicepresidente segundo de la Cámara de
Senadores y jurista internacionalista, tiempo después ministro de Relaciones
Exteriores durante el Proceso de Reorganización Nacional, pronosticaba que “día
llegará en que, en esas tierras nuestras, sin mengua para nadie, bajo el
pacífico impulso de sentimientos de justicia y respeto a valores superiores, flameará
otra vez nuestra enseña centenaria” (1966:17). “… Inglaterra, algún día, tarde
o temprano, probará su amistad a la Argentina devolviendo lo que usurpa”,
señalaba el historiador Enrique De Gandía en ese mismo año (1966:225). Hipólito
Solari Yrigoyen, abogado de presos políticos, militante de la izquierda Radical
de los 1970s y pariente de Hipólito Yrigoyen, recordaba a Ricardo Rojas porque
“Siempre me acompañarán también los sentimientos y las enseñanzas que de él (de
Rojas) he recibido desde mi infancia, entre las que se encuentra el triunfo
final de la razón y de la justicia que terminarán reintegrando las islas
Malvinas, al seno de la organización nacional” (1966:26). Estas y otras
expresiones tienen la certeza de la inminente recuperación en mérito a la continuidad
del reclamo, la memoria de los gobiernos y de la población argentina, pues que
las Malvinas sean argentinas se debe a que “desde 1833 en que fuimos agredidos,
nunca hemos renunciado a ellas, ni jamás lo haremos” (Destefani 1982:5).
Por
su parte, la literatura muestra continuidad, memoria y recuperación inminente
en la poesía de autores de las más diversas procedencias ideológicas. Veamos
algunos extractos. En "Las Malvinas" el poeta santafecino y
socialista José Pedroni escribía:
"El
pingüino la vela, la Gaviota le trae cartas de libertad.
Ella
tiene los ojos en sus canales fríos.
Ella
está triste de esperar. /…/
Hasta
que el brazo patrio no ancle entre sus alas,
ella
se llama soledad”
(Pedroni en Figueira 1978:68-9).
La
Junta de Recuperación de las Malvinas, creada en 1939, convocó a un concurso a
la mejor composición sobre el tema. En 1941 se dio a conocer la ganadora, la
Marcha de las Malvinas, con letra de Carlos Obligado y música de José Tieri.
Tras
su manto de neblinas
no
las hemos de olvidar!
“Las
Malvinas Argentinas!”
clama
el viento y ruge el mar.
Ni
de aquellos horizontes
nuestra
enseña han de arrancar,
pues
su blanco está en los montes
y
en su azul se tiñe el mar. /…/
Quién
nos habla aquí de olvido,
de
renuncia, de perdón?
Ningún
suelo más querido
de
la Patria en la extensión!
(Obligado en Figueira 1978:92).
El
compositor, autor e intérprete de folklore, largamente afiliado al Partido
Comunista Argentino y conocido como “Atahualpa Yupanqui”, escribió en París en
1971 con el sugestivo título de “La Hermanita Perdida”:
De
la mañana a la noche
De
la noche a la mañana.
En
grandes olas azules
y
encajes de espumas blancas,
te
va llegando el saludo
permanente
de la patria.
Ay,
hermanita perdida,
hermanita:
vuelve a casa. /…/
Malvinas
tierra cautiva
de
un rubio tiempo pirata.
Patagonia
te suspira.
Toda
la pampa te llama.
Seguirán
las mil banderas
del
mar, azules y blancas.
Pero
queremos ver una
Sobre
tus piedras clavada.
Para
llenarte de criollos.
Para
curtirte la cara
hasta
que logres el gesto
tradicional
de la patria.
¡Ay,
hermanita perdida!
Hermanita:
vuelve a casa”
(Yupanqui en Figueira 1978:121).
En
el estribillo de “Malvinera Cautiva”, el capitán de fragata Eduardo Mittelbach
decía:
“Malvinera,
Malvinera,
zambita
de los varones
por
no verte prisionera
montarán
los escuadrones.
Alegra,
que viene el día
en
que juntas, Malvinera
tu
mano y la mano mía
izarán
nuestra bandera.
Apronta,
niña adorable,
ponte
prendas de domingo
que
tu coraje y mi sable
sobran
para echar a un gringo”
(Mittelbach en Figueira 1978:114).
Pese
a su variada estirpe ideológica, estos artistas comparten la inminencia de la recuperación
basada en que para pueblo y gobierno las Malvinas son prenda de unidad.
IV.
La Frontera Interna
La
apelación de los argentinos a la continuidad del reclamo por Malvinas no sería tan
llamativa si no fuera por su contraste con la discontinuidad política
argentina. Aunque vistas más de cerca las versiones contienen las divergencias
políticas de sus autores. Dos son los principales puntos de controversia: las
razones de la pérdida territorial y el episodio del Gaucho Rivero. Con respecto
al primero, Groussac reprochaba en 1910:
“Se
ha dicho, y todo el mundo lo repite, que los pueblos tienen los gobiernos que merecen.
Esto no es más que una triste y vana palabra, una paradoja peligrosa, como la
mayor parte de estos dichos ingeniosos en que la forma prevalece sobre el
fondo.
Sería
más verídico decir que el pueblo que se ha rebelado bajo los buenos gobiernos, se
prepara por eso mismo a inclinar la nuca bajo los malos. Los bonaerenses no merecían,
por cierto, a Rosas, ni siquiera al Rosas ése, todavía embozalado, del tiempo
que nos ocupa; pero era necesario que fuesen castigados por haber desconocido a
Rivadavia quien ... significaba la civilización que intenta detener a la barbarie.
El castigo, sobre todo para los veteranos de la Independencia, que aún existían,
pero ya no mandaban, fue contemplar la patria abatida hasta tornarse un objeto
de desprecio y acaso una presa ofrecida al extranjero. He aquí la razón de los desembarcos
autoritarios, como en tiempo de los Drake y de los Cavendish; de las explicaciones
apenas coloreadas de un pretexto; “con un largo silencio, apenas interrumpido
por dos o tres semi-explicaciones más desdeñosas que el silencio mismo, por
toda respuesta a las justas reclamaciones de los expoliados!” (Groussac 1934/82:47).
Veinticuatro
años después, Palacios afirmaba en su discurso senatorial que “La arrogancia,
la violencia, la destrucción se reservaban para emplearlos contra un país débil
que se debatía en luchas intestinas realizando esfuerzos heroicos para constituirse,
pero que se movía a impulsos de un noble sentimiento patriótico, cada vez más
vigoroso, que no le permitió, nunca, olvidar las ofensas a la dignidad nacional”
(1934:70).
Sobre
la colonización de Malvinas, Destéfani destacaba la iniciativa de Vernet,
advirtiendo que “Lamentablemente los gobiernos y los argentinos se hallaban muy
ocupados en guerras civiles, donde se destruían mutuamente” (1982.80). Tal es la
concepción que, a diferencia de la versión consensuada, funda la pérdida
territorial en un conflicto interior.
Como
adelantamos en la segunda sección, el fundamento de dichas perspectivas corresponde
a la época de la pérdida de las Islas y a la de los analistas.
Entre
1820 y 1833 las Provincias que ocupaban el otrora Virreinato español del Río de
la Plata, fueron el escenario de “luchas intestinas” que enfrentaron a Buenos
Aires con las provincias del Litoral, Entre Ríos, Santa Fe, la Banda Oriental
del Uruguay y Corrientes, y del interior, en el noroeste y en la región de
Cuyo, sobre el límite con Chile.
Durante
su breve ocupación, Malvinas se mantuvo ajena a los enfrentamientos entre el poder
centralista (llamado “unitario”) del Puerto de Buenos Aires, que concentraba
los dividendos de la Aduana, controlaba la navegación de los ríos del nordeste,
y las exportaciones e importaciones de “los frutos del país”, por un lado, y
los “caudillos” provinciales que bregaban por una organización federal y por el
control del poder portuario y aduanero, por el otro. Que Jewett hubiera
reocupado las islas por instrucción del gobierno de Buenos Aires, precisamente
en 1820, año que los historiadores argentinos califican como de “la anarquía”,
remite Malvinas a la unidad pese a la fragmentación. Entre 1820 y 1833 transcurrieron
no menos de diez gobernadores, la guerra contra el Brasil (1825-1828), sucesivos
tratados interprovinciales y el contrato de la primera deuda externa. En suma, lejos
de presentar unidad y continuidad, la situación bullía de enfrentamientos y
persecución (Halperín Donghi 1972).
Los
autores afirmaban que Malvinas difícilmente permanecería dentro de una Nación
que apenas se sustentaba a sí misma, y también que su soberanía sólo podía resguardarla
cierto proyecto político que, para Groussac y Palacios era el liberalismo y
para los Irazusta y otros revisionistas era el proteccionismo de “gobiernos
fuertes”. Siguiendo la genealogía
política argentina expresada según un patrón dualista (Shumway 1992), esta oposición
refleja la contienda entre una Argentina democrática, europea y liberal, y una Argentina
populista, hispana y criolla.
Esta
oposición emerge también en Malvinas con la discutida sublevación del 26 de agosto
de 1833 en Puerto Luis, protagonizada por el peón Antonio Rivero, otros dos gauchos
y cinco indígenas charrúas llevados por Vernet para cumplir faenas de campo. En
un acto repentino, atribuido a que la nueva administración insular sólo
aceptaba en los almacenes moneda británica y no los vales de la anterior
gestión, los gauchos dieron muerte a tres blancos llevados por Vernet y que
ahora integraban el nuevo gobierno.
Los
demás pobladores se refugiaron en un islote vecino mientras una milicia inglesa
comenzó la persecución de los rebeldes hasta que apresó a Rivero y lo deportó a
Gran Bretaña. Rivero fue devuelto a Montevideo donde fue puesto en libertad
(Academia Nacional de la Historia 1967, Destefani 1982).
La
rebelión de Rivero es interpretada por los historiadores “revisionistas” y “populistas”
como un clamor patriótico contra el invasor y sus lugartenientes (Almeida 1966,
Campos 1966, Moya 1966). La historiografía “liberal”, en cambio, la interpreta
como un acto de simples forajidos (Academia Nacional de la Historia 1967). El
caso no sólo muestra lo ya señalado acerca de los sentidos diversos que puede
cobrar una misma secuencia de hechos; también suministra datos del presente del
autor, ya que Rivero cobró especial relieve cuando los partidos políticos
mayoritarios, peronista y radical, y organizaciones políticas juveniles
intentaban bajo el régimen autoritario del General J. C. Onganía el “regreso”
de un gobierno popular.
Malvinas
empezó a alcanzar mayores audiencias desde 1934 cuando gobernaba la Argentina
un régimen militar que propiciaba un intercambio comercial desigual con Gran Bretaña
(Irazusta e Irazusta 1934). El Tratado Roca-Runciman garantizaba jugosas
ventajas para Inglaterra a cambio de asegurar la continuidad de compra de la
carne argentina. El Tratado se firmó en 1933, cuando el Reino Unido celebraba
el centenario de su presencia en las Falklands (Ciria 1969, Ciria et.al. 1972).
Desde el otro polo del espectro ideológico, el Senador Palacios también
condenaba la política de “entrega” económica del gobierno del General Justo,
pero desde una óptica liberal y democrática.
El
segundo momento de auge de las versiones de la contra-historia malvinera fueron
los 1960s, cuando la figura de Rivero vino a inspirar desde aquel territorio
irredento a los defensores de la revolución antiimperialista latinoamericana.
Rivero, una réplica isleña del Che Guevara o Martín Fierro, tenía sus propios
expertos y promotores (Tesler 1966), particularmente
cuando en 1966 un grupo de jóvenes peronistas y nacionalistas desvió un avión
de línea hacia Port Stanley y rebautizó a la capital isleña como “Puerto
Rivero”. En este episodio, conocido como “Operación Cóndor”, se vertían
sucesivas proclamas que anunciaban la inminencia de dos regresos, el argentino
desde 1833 a las islas y el de Perón de su exilio desde 1955 (Así 1966, García
1993).
En
suma, la historia de Malvinas fue interpretada en sentido hermenéutico y dramático,
como la épica de la división argentina, fronteras adentro de la Patria. Unidad
y fragmentación intentarían ser resueltas en un Teatro (de operaciones) en
1982.
V.
Los hechos del relato
En
su Islas de Historia, Marshall Sahlins muestra que los nativos de Hawái realizaron
con la muerte de John Cook el relato mítico de su dios. La fuerza del mito en
la historia, sin embargo, no se limita a los pueblos aborígenes sino también a
las sociedades modernas. En nuestro caso, fue el Proceso de Reorganización
Nacional el que puso en práctica y, en este sentido, realmente “interpretó” la
temporalidad cíclica e inminente de la zaga malvinera. La misión territorial
reveló su doble sentido como nunca antes, y es que unir lo dividido era una y
la misma cosa que definir, de una vez, los confines de la Patria.
Primero
se procedió a la siquiera imaginaria unidad de pensamiento y para ello se
cometió a la limpieza de enemigos internos a la Argentina. Luego siguió el
ensayo bélico de 1978 con Chile por las Islas Picton, Nueva y Lennox del Canal
de Beagle, interrumpido por la mediación papal. Finalmente, en 1982 el Estado y
sus “varones armados”, como decía Mittelbach, acometieron la tan anunciada
“gesta”. El gran relato de Malvinas, sin embargo, retomaba los episodios
anteriores tanto de su propia historia como del pasado reciente.
“Operación
Cóndor” fue el nombre que se auto-asignó el grupo comando nacional-peronista de
1966 y también el de las operaciones militares coordinadas por los gobiernos
del Cono Sur entre 1974 y 1980. El gobernador británico deportado el 2 de abril
de 1982 se apellidaba “Hunt”, igual que el jefe inglés expulsado por Bucarelli
en 1770 (Busser 1987). La reactuación del pasado en el presente se planteaba
como la definitiva conclusión de un ciclo pendiente.
La
“recuperación”, como se llamó a los episodios de 1982, fue apoyada por la vastísima
mayoría de los argentinos dentro y fuera del territorio nacional, pero desde la
rendición argentina del 14 de junio de ese año se suele menoscabar a dicho
respaldo como parte de la estrategia oficial de perpetuar al gobierno del
General Leopoldo F. Galtieri. Se ignora así el enorme éxito que significó la
recuperación, éxito porque logró interpretar y actualizar
la causa que el relato de Malvinas había fundamentado, durante más de un siglo,
en boca y pluma de las más diversas orientaciones políticas. Quizás porque los
argentinos necesitábamos destacar la unidad sobre la fragmentación y dejar de
ser los enemigos de nuestro propio Estado, recurrimos a la única prenda de
unión, Malvinas, un mito real y tangible que evocara la fuerza de la historia …
aunque más no fuera temporariamente.
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(*) CONICET-IDES
Fuente:
https://www.academia.edu
[1] Para realizar esta
síntesis he consultado, en primer lugar, dos estudios de extranjeros
prestigiosos en el medio diplomático e historiográfico argentino, cuyo mérito
ha sido -según ese medio- obtener una vasta evidencia y presentar una
interpretación objetiva. Las conclusiones de estos autores son invalorables
para la fundamentación nacional e internacional, no sólo porque ratifican los
derechos argentinos sino porque siendo extranjeros a las naciones en conflicto,
se vuelven insospechables de toda subjetividad nacionalista y, por lo tanto,
investigadores moralmente intachables. Las obras del estadounidense Julius
Goebel The Struggle for the Falkland Islands (1927) y del francés Paul Groussac
(1982) Las Islas Malvinas, son consideradas por los “malvinólogos” referentes
obligados de toda argumentación pública nacional e internacional sobre el tema.
La primera, publicada por dos editoras de prestigio académico, la Universidad
de Yale, y la de Oxford, fue traducida al castellano y publicada en 1950, bajo
el título La Pugna por las Islas Malvinas. Un estudio de la Historia Legal y
Diplomática, por el Servicio de Informaciones Navales perteneciente al entonces
Ministerio de Marina. La segunda obra es una traducción argentina de Les Iles
Malouines. Nouvel expose d'un vieux litige avec une carte de l'archipel de Paul
Groussac, director entre 1885 y 1929 de la Biblioteca Nacional, en cuyos anales
se guarda la obra original escrita en francés.
Para construir este relato consulté
también las obras de diplomáticos, historiadores, marinos militares,
geoestrategas y educadores. De ellas, los trabajos centrales de mi referencia
fueron La cuestión de las Malvinas (1986) del Canciller y jefe de la delegación
argentina ante las Naciones Unidas en 1965, Bonifacio del Carril; los tres
volúmenes de la Historia completa de las Islas Malvinas (1966) del embajador
José Luis Muñoz Azpiri; Una Tierra Argentina. Las Islas Malvinas (1948) del
historiador y director del Instituto de Investigaciones Históricas de la
Universidad de Buenos Aires en los años '60, Ricardo Caillet-Bois; Malvinas,
Georgias y Sándwich del Sur ante el conflicto con Gran Bretaña (1982) del
Contraalmirante (RS) Laurio H. Destéfani, volumen producido por la Marina, con
la adhesión de las direcciones de estudios históricos del Ejército y de la
Fuerza Aérea Argentina, que fue publicado en castellano, portugués, inglés,
alemán, italiano y francés "frente a la necesidad de una difusión masiva y
esclarecedora de la verdad argentina"; Malvinas, la guerra inconclusa
(1987) del comandante del desembarco argentino de 1982, la "Operación
Rosario", el contraalmirante de Infantería de Marina Carlos Busser; El
peón de la reina (1985) de la geoestratega argentina Virginia Gamba, y La gran
aventura del Atlántico Sur (1985) del educador y ministro de Educación en 1973,
Jorge Taiana, quien escribió el volumen estando en prisión durante los primeros
años del PRN. Otros trabajos fueron consultados por atender y esclarecer puntos
específicos, y se citan oportunamente.
[2] Trouillot 1994. Buena
parte del debate historiográfico entre "positivistas" y
"constructivistas" gira en torno a estas observaciones, las cuales
para algunos llegan a negar al conocimiento histórico su peculiar articulación
con el mundo social. Si, como sostienen los constructivistas, la narrativa
histórica importara sólo como narración persuasiva, y no por su pretensión de
verdad, lo mismo valdrían la Historia que la novela, el ensayo que la ficción.
Sin embargo, la fuerza de la Historia radica en una legitimidad fundada en la
apelación al uso de "evidencias" que se suponen independientes del
sentido que desee imprimirle el historiador, y que asignan "autenticidad"
al argumento general.
[3] Tras la primera
protesta del embajador Moreno del 17 de junio, Philip G.Gore, encargado
británico de negocios en el Río de la Plata, señalaba que "Los derechos de
S.M. a las Islas Falkland son de una larga data, no habiendo sido nunca
renunciados, sino al contrario, recientemente comunicados al Gobierno de Buenos
Aires ..." (Ibid:169. Mi énfasis). Y en 1842, Lord Aberdeen respondía a la
tercera protesta de Buenos Aires que "El gobierno británico no puede
reconocer a las Provincias Unidas el derecho de alterar un acuerdo concluido,
cuarenta años antes de la emancipación (sic) de estas, entre la Gran Bretaña y
España” (Ibid: 175; mi énfasis), refiriéndose al episodio de la restitución
española de Puerto Egmont. El argumento inglés pretende fundarse en la
devolución del establecimiento británico de 1771, que Gran Bretaña interpreta
como restitución de su soberanía sobre la totalidad del archipiélago (y que
España interpreta como compensación al honor mancillado del pabellón inglés y
restitución de la soberanía sobre Port Egmont, en la Isla Saunders).
[4] El alegato y un
estudio preliminar de Jorge Cabral Texo, se publicaron en Las Islas Malvinas –
Archipiélago Argentino, en 1934/84, por Editorial Claridad.
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