Por Luis Maximiliano Barreto
(*), Carlos Alfredo da Silva (**)
Introducción
Este ensayo tiene por
objetivo analizar la configuración de tres conflictos territoriales, entre los
años 1760 y 1850, cuando Gran Bretaña se enfrentó a Argentina (Provincias
Unidas del Río de la Plata) al apoderarse del archipiélago de las Islas
Malvinas; a Guatemala en torno a una porción territorial en la actual República
de Belice y a Venezuela al disputar la franja de la llamada Guayana Esequiba.
Los tres son procesos enmarcados en territorios que fueron sometidos a la
conquista y colonización, lo que incluyó el genocidio indígena y la esclavitud
racial de las poblaciones llamadas indias y de negras-africanas a finales del
siglo XV y continuada durante los siglos XVI y XVII. En este sentido, fueron
espacios sobre los cuales se forjó una estructura de dominación y explotación
donde el control de la autoridad política, de los recursos productivos y del
trabajo de las poblaciones fue detentado por una entidad con sede central en
una jurisdicción territorial exógena al continente americano, entidad
instituida como imperio (v.g. España, Gran Bretaña). Esto, que puede llamarse
como “colonialismo”, se diferencia del fenómeno de la “colonialidad” ya que
esta última es más profunda y duradera, aunque subyace y perdura vinculada con
él, aún después de las revoluciones por la independencia latinoamericanas,
siendo un proceso que se extiende hasta nuestros días. Los conquistadores
conjugaron el dominio del cuerpo, del trabajo, de la cultura, de la religión,
de la raza y del género, garantizando su perpetuación (“colonialidad del
poder”). Por otro lado, el escenario de colonialismo fue englobado por el
proceso de la denominada “modernidad occidental”: universo de relaciones
intersubjetivas de dominación y subordinación bajo la hegemonía eurocéntrica;
relaciones que fueron centrales para mantener y justificar el control sobre los
sujetos colonizados en la región, diferenciándolos en inferiores y superiores,
irracionales y racionales, bárbaros y civilizados, desarrollados y subdesarrollados,
emergentes, tradicionales y modernos.
Con este telón de fondo,
Gran Bretaña constituye el denominador común en los tres casos que serán
analizados, inmersa en la aplicación del feroz proteccionismo promovido por el acta
de navegación de Oliver Cromwell –aplicado a lo largo del siglo XVII–, una
política mercantilista (comercialismo) que fue complementaria al proteccionismo
y, posteriormente, el proceso trascendental y de gran transformación a nivel
mundial más conocido como la revolución industrial, que abarcó una etapa sin guerras
mayores y que tuvo su epicentro precisamente en Gran Bretaña. Estos hitos se
relacionan con la configuración de los conflictos en cuestión, dado que
asumimos que no hay revolución industrial sin el “descubrimiento-encubrimiento”
de América. En efecto, poner de relieve los objetivos encubiertos de la llamada
Praxis Imperial Británica (PIB) sobre la región, permite comprender dicha
relación. Aquí interesan tres
aspectos: a) conquistar el mercado
para las manufacturas textiles; b) dominar desembocaduras,
estrechos, pasos interoceánicos y los grandes ríos interiores del continente,
ejerciendo una fuerte presión por la “libre navegación”, y c) mantener factores en pugna
que requirieran la continua intervención y presencia mediadora inglesa.
Sin dudas –aunque al
acercarse a la mitad del siglo XIX Gran Bretaña se erigía cada vez más como el
hegemón mundial– ello no implicó la ausencia de competencia para la “vieja
Albión” en América Latina. Es así que, por ejemplo, en 1811 el Congreso de los Estados
Unidos emitió la resolución de no transferencia de colonias españolas a Francia
o Gran Bretaña.
En este sentido, puede decirse que Gran Bretaña accedió a compartir su posición
con Estados Unidos pese a las rivalidades (incluso se habían enfrentado en una
guerra en 1812), ya que subsistía una relación singular entre ambos
–metrópoli-colonia–, pues las desavenencias eran un “asunto de familia”. En
1823, se produjo un evento importante entre Estados Unidos y Gran Bretaña: el
conocido encuentro Canning-Rush, con el objetivo de coordinar una política
conjunta para frenar una eventual invasión europea a las ex-colonias ibéricas,
donde la resolución deseada era que los ingleses se sumaran al reconocimiento de
la independencia de los incipientes Estados americanos. Si bien allí no hubo
acuerdo, el secretario de Estado, John Adams, convenció al presidente James
Monroe de una declaración unilateral en razón de los intereses de los Estados
Unidos sobre la región. Surgió la conocida declaración Monroe del 2 de
diciembre de 1823, expresión célebre en la historia estadounidense y, dado el
papel protagónico de esta nación en la historia contemporánea posterior, uno de
los textos más citados e interpretados de la historia de las relaciones
internacionales contemporáneas. Independientemente de sus profundas
implicaciones posteriores, como todo documento programático varió su
significación con la evolución del contexto histórico-político-económico-social
del país. Justamente, cuando se dio a conocer, su repercusión internacional fue
más bien limitada. “Se trataba del fragmento ‘América para los americanos…’
dedicado a la política exterior del discurso anual del presidente, por tanto,
teóricamente iba dirigido a la opinión pública y política interna del país que,
si bien iba ganando una posición internacional de peso, todavía no era una de
las grandes potencias mundiales” (Fernández Palacios, 2011:73-74). No obstante, más allá de lo
que indicara la letra de la declaración, en términos prácticos y en relación
con Gran Bretaña, dicha afirmación garantizaba a Inglaterra espacio en el continente,
al mismo tiempo que se lo negaba a otros rivales europeos. En este sentido,
ambos países querían a España, Rusia y Francia fuera del Nuevo Mundo.
La situación de España en el
periodo en cuestión, se remonta al cambio de dinastía real producido tras el
Tratado de Utrecht en 1715 pasando de la casa de los Habsburgo a los Borbones. Esto significó una
modificación en el imperio, que orientó su monarquía absoluta al modelo
francés, es decir, otorgándole un mayor grado de concentración y centralización
del gobierno en la Corona, auspiciando una serie de reformas administrativas y
políticas, más conocidas como reformas borbónicas, en pos de la construcción de
un Estado monárquico de corte contractualista, especialmente de sesgos
hobbesianos. Dichas reformas llegaron al continente americano dado que fueron
realizadas en todo el imperio español, es decir, tanto en los territorios
europeos como americanos y se aplicaron de arriba hacia abajo, a partir de las
ideas predominantes del despotismo ilustrado del siglo XVIII. En este sentido,
las mismas son observadas como causa negativa y positiva de las revoluciones de
independencia en América.
Francia es otro actor que
sufrió transformaciones en este contexto y merece resaltarse la incidencia
ideológico-política de la Revolución Francesa (1789-1799) en los procesos
emancipatorios de la América española que tendrán lugar en el recorte temporal
en cuestión y, en especial, con la independencia de la colonia francesa de
Haití (primera revolución social de negros y mulatos: 1790-1804). Con
posterioridad sobrevendrá la etapa napoleónica (1800-1815), con su expansión
imperial y la difusión de las ideas revolucionarias, entre ellas: la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En 1815, con la derrota de
las tropas napoleónicas, finalizará el duelo hegemónico sostenido con Gran
Bretaña desde 1744, deshaciéndose Inglaterra de su exacerbada rival.
Finalmente, en relación con
Holanda –actor que tendrá participación en uno de los casos analizados–, cabe
decir que su accionar en la zona se dio en gran medida por la participación de
empresas privadas, como por ejemplo la Compañía de las Indias Occidentales
(West Indische Compagnie, WIC) (Hulsman, 2014:8). Este rasgo no es menor, dado
que hizo que “los holandeses prefirieran el comercio por sobre la guerra,
evitando conflictos armados con los españoles luego del Tratado de Münster en
1648”. Fue a través de este último tratado que Holanda obtuvo el reconocimiento
español de la legitimidad de sus colonias en las costas de los territorios de
las Guayanas, como veremos luego (Hulsman, 2014:19). En este sentido, al
preferir el comercio, “entre 1754 y 1772, los holandeses trataron de establecer
otros puestos, pero fueron rechazados por los españoles, que habían ampliado la
ocupación con infinidad de pueblos y aldeas, aparte de las numerosas misiones
religiosas” con las que contaban (Sureda Delgado, 1980:21).
Los conflictos
territoriales: análisis de los casos
Los análisis de casos
seleccionados, además de resultar situaciones particulares y coyunturales para
comprender los alcances de la PIB en el siglo XIX en América Latina,
constituyen procesos de larga duración, que muestran los conflictos existentes
entre las propias potencias europeas durante los siglos XVIII y XIX; al mismo tiempo,
son capítulos del proceso de independencia de las colonias españolas. En este
sentido, es necesario conectar los diferentes sucesos que ya hemos marcado dado
que no sólo forman parte de una misma época, sino porque muchos de ellos están
interrelacionados. En otras palabras, lo que queremos poner de relieve es que,
por ejemplo, en relación con las independencias, hay que enfocarse sobre los
conflictos socioeconómicos dentro de las sociedades coloniales, pero también
subrayar el impacto de la crisis generada por la usurpación napoleónica en
España y, en un nivel más alto, el impacto del sistema internacional en un
sentido más amplio (McFarlane, 2015:107).
Argentina-Gran Bretaña (Malvinas)
Enfocándonos en la génesis
del conflicto entre Argentina y Gran Bretaña (descubrimiento, ocupación y
usurpación de Malvinas), desde una visión histórico-política cabe decir que es
un conflicto de larga duración, sobre un archipiélago que se ubica en el Océano
Atlántico Sur, formado por alrededor de 200 islas con 12000 km2, donde la mayor
superficie corresponde a las islas Soledad (6350 km2) y Gran Malvina (4500 km2),
separadas por el canal o estrecho de San Carlos. Ahora bien, dado el contexto
en que el archipiélago fue descubierto, es necesario atender al hecho de que,
en aquel entonces, las normas consuetudinarias indicaban que los territorios
correspondían a sus descubridores y que, luego de haber sido el hecho publicado
para el conocimiento del resto de las potencias, debían ser ocupados
efectivamente
(Covelli, 2018). Sin embargo, ¿cómo acreditar dicha titularidad considerando
que el proceso de descubrimiento de Malvinas –como en todo suceso histórico–
conllevó implícitamente intereses políticos, militares, geopolíticos,
económicos y comerciales a los que se sumaron las complicaciones que tuvieron
todos los posibles descubrimientos que se dieron entre los siglos XVI y XVII ya
que las comunicaciones y documentos eran a menudo confusos y hasta podrían
haberse perdido? En este sentido, las teorías sobre sus descubridores son
variadas (Covelli, 2018): se habla de Américo Vespucio (1501/ 1502), llevando
la bandera portuguesa, aunque se estima que, en realidad, pasó por las Georgias
o algún accidente geográfico (como un témpano) más al sur; Binot Palmier de
Gonneville (1503/1504), de bandera francesa; Fernando Magallanes (1520), de
bandera española; Esteban Gómez (1520), portugués, desertor de la expedición de
Magallanes; Pedro de Vera y Fray García Jofre de Loaysa (1526), españoles,
entre otras. Más allá de estos hitos, fueron los franceses de Saint-Maló, a
partir de 1698, quienes iniciaron un segundo periodo de avistajes y
descubrimientos en las islas, a las que denominaron Iles Malouines,
traduciéndolas al castellano como “Malvinas”. Asimismo, hay que recordar el rol
de las bulas papales y los conflictos que acarreaban en aquella época. Los
Reyes Católicos, deseosos de asegurarse sus dominios en la misma forma que los
portugueses, obtuvieron del papa Alejandro VI la promulgación de las bulas que
le concedían a Castilla el derecho exclusivo de la ocupación al oeste de una
línea trazada a 100 leguas de distancia y al oeste de las islas Azores y Cabo
Verde (Meridiano 32°O aproximadamente); lo que incluyó la prohibición, para personas
de cualquier Estado, de dirigirse a dichos territorios, salvo previo permiso de
los monarcas españoles. Las bulas, en resumidas cuentas, derivaron en el
Tratado de Tordesillas firmado entre ambos reinos (España y Portugal) el 7 de
junio de 1494, que ubicó la línea de demarcación a 370 leguas de la isla del Cabo
Verde, no precisando el origen de la medida. Cabe decir que este tratado ponía
de acuerdo tan sólo a los dos Estados firmantes, pues Francia, Holanda e
Inglaterra no habían acordado lo mismo y, en efecto, se manifestaron en contra.
A pesar de la oposición de esos reinos, España –en aquel momento una potencia
de primer orden– lograba defender, con trabajos, sus “derechos adquiridos”. De este
modo, en relación con el caso bajo estudio, España aparecía como la dueña de
las Malvinas desde su descubrimiento ya que se respetaron sus posesiones
continentales e insulares en el Atlántico Sur. Avanzados los años, en 1670,
España firmó con Inglaterra el tratado “Americano”, similar a Munster,
donde se reconocieron los dominios respectivos y se prohibió la navegación y
comercio de súbditos de una nación respecto de las posesiones y aguas cercanas
a las del otro.
Como indica Covelli (2018),
tras las pérdidas francesas por la Paz de París (1763), el Duque de Choiseut,
ministro de Guerra y Marina de Luis XV, buscando recuperar el menguado imperio
francés, fue aconsejado por Luis Antonio de Bougainville para ocupar las islas
visitadas por los ya citados marinos de Saint-Maló. Ante el entusiasmo, el Duque
le dio el cargo de Capitán de Fragata a Bougainville y le asignó la fragata
“L’Aigle” y la corbeta “Le Sphinx”. El 8 de septiembre de 1763, se inició la travesía
con rumbo a las Malvinas, haciendo escala en Montevideo. Las autoridades
españolas de esta última ciudad recibieron con cierto recelo a las dos naves –tan
lejos de su ruta hacia las posesiones francesas, como Cayena e India–, pero
Bouganville invocó el Pacto de Familia de 1761.
Hacia finales de enero del siguiente año llegaron a las inmediaciones de las
islas y comenzaron una superficial exploración. El 25 de febrero de 1764
Bougainville propuso construir un fuerte, que se nombró Fort du Roi. De esta
manera, se constituyó la primera colonia, de unas 27 personas, tomándose
posesión del territorio a nombre de Luis XV, rey de Francia. Ese mismo año,
Bougainville realizó un par de viajes más para aprovisionar y poblar las islas.
En paralelo, mientras se daba a conocer la colonización de Malvinas, efectuada
por los franceses en contravención de los pactos respetados hasta ese momento,
Inglaterra se aprestó también a ocupar las islas.
El 21 de junio de 1764 partió una expedición bajo el mando del comodoro John
Byron, que se instalaría en la parte noro-este del archipiélago y fundaría el
23 de enero de 1765 Port Egmont.
Tras la noticia de lo
logrado por Byron en Inglaterra, la Corona envió una escuadrilla comandada por
el capitán John Macbride para intimar a los franceses a evacuar y, si no era obedecido,
expulsarlos de forma violenta. Luego de una recalada y
diferentes reconocimientos en las islas, el 4 de diciembre de 1766 se apersonó
en Port Saint-Louis. Allí presentó una carta para el “Oficial comandante del
establecimiento en las Falklands (sic)”. De ella se desprendía que las islas
habían sido primeramente descubiertas por súbditos ingleses, enviados por el gobierno
con ese propósito y de derecho pertenecían a su Majestad Británica, la cual
había dado órdenes que los súbditos de otras potencias no podían tener ningún
título y por lo tanto deseaba ser informado sobre la autoridad bajo cuyo nombre
se había levantado ese establecimiento. La respuesta de los ocupantes franceses
fue que lo hicieron en nombre del rey de Francia y Byron se retiró el 5 de
julio, luego de meses de encontrarse sitiado.
España, entretanto, tomó
conocimiento de las ocupaciones por noticias llegadas a Europa y publicadas en
la Gaceta de Ámsterdam, el 13 de julio. Después de ardorosas gestiones diplomáticas
ante su aliada y con la intervención de Bougainville, que veía destruido su
trabajo, Francia accedió a entregar la colonia, previa indemnización al expedicionario.
Para el 6 de octubre de 1766 la operación quedaba terminada y el reconocimiento
francés afirmaba el dominio hasta entonces no discutido de España sobre las
Malvinas.
En este escenario, las islas
pasaron al gobierno colonial de Buenos Aires, desde donde se le proveyeron
ganado, armas, víveres y otros pertrechos. El 4 de octubre de 1766 se le
extendió a Ruiz Puente el título de Gobernador de las Islas Malvinas, que iba a
depender del Gobierno y Capitanía General de Buenos Aires. Entre distintos preparativos
y retoques finales, la entrega de la colonia francesa a los españoles se
realizó solemnemente el 2 de abril de 1767, con todas las formalidades de un
acto internacional. En su mayoría, los franceses se retiraron, quedando 37 de
los ocupantes originales.
Respecto de la “colonia”
inglesa, ésta permanecía oculta para los españoles hasta que el 28 de noviembre
de 1769 se produjo en el estrecho de San Carlos un encuentro entre una nave
española en exploración de Puerto Soledad con otra inglesa procedente de Puerto
Egmont. A partir de entonces los españoles tuvieron la certeza de la presencia
inglesa, aunque sin saber su ubicación precisa.
Siguiendo órdenes de la
Corona española, el gobernador de Buenos Aires, Francisco Bucarelli y Ursúa,
ordenó terminantemente al capitán de Navío Juan Ignacio Madariaga, el 26 de marzo
de 1770, que encontrara y expulsara a los ingleses de las islas. El 11 de mayo
el marino zarpó con su fuerza naval compuesta de 4 fragatas. El 3 de junio
Madariaga fondeó en Puerto Egmont y después de intercambiar mensajes de
protestas con los ingleses durante varios días, resolvió proceder. El 10 de
junio fue el día señalado para el ataque y la toma de Puerto Egmont, que se
logró sin bajas, aunque con intercambio de cañonazos.
Cuando la noticia llegó a
Inglaterra, se hizo una cuestión de honor la devolución del establecimiento y
la recepción de satisfacciones. Como Francia no quería la
guerra y España tampoco y mucho menos sin el apoyo francés, el rey español
negoció una “promesa secreta” de que el honor de Gran Bretaña estaría a salvo y
donde Inglaterra evacuaría las islas. En una declaración firmada el 22 de enero
de 1771 se estableció que Su Majestad Católica se comprometía a que las cosas
fueran restablecidas en el mismo estado en que se encontraban antes del 10 de
junio de 1770, siendo Puerto Egmont devuelto a Inglaterra el 16 de septiembre
de 1771. Entretanto, el Príncipe Masserano,
embajador español en Londres, comenzó a pedir la prometida evacuación, concretada
recién el 20 o 22 de mayo de 1774 con la retirada inglesa y la colocación de
una placa en la que decía que las islas son “de exclusivo derecho y de su más
sagrada majestad Jorge III”.
Sobre el periodo comprendido
entre 1773 y 1811, cabe decir que hubo 20 gobernadores españoles en Malvinas.
En el Campanario de la Real Capilla de Malvinas, tras la orden de la Junta
Militar, reunida en Montevideo, de evacuar la isla, el último gobernador
español dejó una placa de plomo, con la siguiente leyenda: “esta isla con sus Puertos,
Edificios, Dependencias y quanto contiene pertenece a la Soberanía del Sr. D.
Fernando VII Rey de España y sus Indias, Soledad de Malvinas 7 de febrero de
1811 siendo gobernador Pablo Guillén”.
Es de destacar que, asumida
la Primera Junta de Gobierno en el Río de la Plata en 1810, Cornelio Saavedra y
Juan José Paso ordenaron el pago de sueldos a militares que estaban en las
islas y habían solicitado su sueldo al virrey depuesto. Sin embargo, desde 1811
hasta 1820 las islas estuvieron deshabitadas (sin ocupación), salvo la
presencia de cazadores ingleses y estadounidenses.
En 1820, es el coronel David
Jeweet quien toma posesión e iza el pabellón nacional en la Isla Soledad en
nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata, buscando aplicar medidas
contra la depredación. No hubo protestas ni reclamos de otras naciones.
Asimismo, en el año 1823, el gobierno de Buenos Aires brinda a Luis Vernet y
Jorge Pacheco permisos para la explotación de los recursos de las islas. Poco
tiempo después, Gran Bretaña reconocerá la independencia de las Provincias Unidas
del Río de la Plata, acordará políticas de inmigración e inversiones, entre
otros, con la firma del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación (1825), sin
realizar reserva alguna sobre las islas Malvinas. Así, el Río de la Plata sucedía
a España (uti possidetis iuris) en su derecho soberano sobre el archipiélago
malvinense.
Recién con la creación, el 10 de junio de 1829, de la Comandancia Política y
Militar “Islas Malvinas” y la designación de Luis Vernet como primer
gobernador, quien debía establecer una colonia en tres años, tuvo lugar una
protesta del cónsul inglés W. Parish a nombre de Su Majestad Británica alegando
derechos sobre las islas, mencionando el descubrimiento y ocupación (1771). Finalmente, dos buques de
guerra, Clio y Tyne, serán quienes concreten la aspiración inglesa de ejercer los
derechos de soberanía en las islas. Así, el 2 de enero de 1833, se produjo la
usurpación de las Malvinas por parte de Gran Bretaña, perdurando la misma hasta
el presente a pesar de haberse realizado reiterados reclamos ante el gobierno
británico, abierto diferentes procesos de negociación e inclusive haberse
desencadenado un conflicto bélico sangriento (1982).
Guatemala-Gran Bretaña
(Belice)
En América Central,
específicamente en la zona comprendida entre el río Sarstún y el río Sibún –en
lo que pertenecía a la Capitanía General de Guatemala, creada en 1542– el
despliegue oficial de Gran Bretaña puede encontrar su punto de partida en los
Tratados de París (1763), de Versalles (1783) y la Convención de Londres (1786),
que significaron una serie de concesiones a la Corona británica por parte de
España. Decimos oficial porque con anterioridad la presencia británica ya se
registraba a través de diversos actores privados que desarrollaban actividades
relacionadas con la riqueza maderera tales como el corte de palo de tinte o la
caoba (Aznar Sánchez, 1974:74) e, inclusive, a través de bucaneros y piratas que
encontraban en las costas centroamericanas tanto un lugar seguro como propicio
para asaltar los puertos y galeones españoles que transportaban metales
preciosos de América a España (Cross Villaseñor, 2015:25). En esta zona, la
estrategia de control territorial español facilitó la incursión de corsarios y
el establecimiento de colonias formadas por súbditos de potencias enemigas a la
Corona debido a que extensas regiones se mantuvieron con escasa o nula
presencia de las autoridades (Cascante Segura, 2012:49). En el caso de los súbditos
británicos, esto habilitó la conformación de una élite local vinculada con las
casas comerciales londinenses, la cual, a su vez, se fue nutriendo con esclavos
africanos que comenzaron a llegar con más fuerza hacia la segunda mitad del
siglo XVIII
(Hernández Santos, 2002:13).
En gran medida, los tratados
mencionados buscaron evitar –a través de concesiones– la expansión británica,
aunque, paralelamente, legalizaron la situación de hecho. A grandes rasgos,
dichas concesiones incluían el reconocimiento a los súbditos de la Corona
británica de la facultad de cortar, cargar y transportar el palo de tinte y
otras maderas, sin exceptuar la caoba y aprovecharse de cualquier otro fruto o
producción de la tierra, en el área comprendida entre los ríos Hondo y Sibún
(MRREEb, 2018). Tal como expresa Aznar Sánchez (1974:75), estas concesiones no
implicaban la pérdida de soberanía por parte de España:
En cuanto al contenido de la
Convención [1786], sus características fundamentales podríamos resumirlas en:
a) ampliación de los derechos concedidos a los británicos; b) remachar la
soberanía española sobre el territorio, y ello c) expresamente, según se
desprende del propio articulado del Tratado, y d) impidiendo la realización de
fortificaciones– y demás signos que pudiesen interpretarse como indicios
posesorios.
Sin embargo, para las
aspiraciones británicas dicha situación era sólo el inicio. Por ejemplo, aunque
la Convención por su artículo 7 prohibía a los habitantes extranjeros
(británicos) la formación de un sistema de gobierno militar y civil, poco
tiempo después los colonos establecieron un gobierno y organizaron la administración
de justicia (Aznar Sánchez, 1974:78) e, incluso, establecieron fortificaciones
(Compañy, 1978:91). Finalmente, en 1798 vencieron en la batalla de San Jorge a
las fuerzas españolas que habían sido enviadas para proteger la zona coronando,
en efecto, la impotencia de España frente a su firme avance. Cabe destacar que,
en el contexto de las guerras napoleónicas en Europa, este triunfo fue una de las
consecuencias a las que las posesiones españolas en América fueron expuestas
(Compañy, 1978:91). Gran Bretaña, erigida en árbitro de la política europea,
estaba en condiciones de adquirir territorios en América, África y Asia a fin
de reasegurarse materias primas y nuevos mercados consumidores que garantizaran
su praxis imperial. Además, era un momento crucial para ocupar puntos
estratégicos que le otorgaran el dominio de las rutas marítimas tal como lo
ofrecía el territorio del actual Belice (Compañy, 1978:84). En este marco, la
expansión de Gran Bretaña fue vigorosa: en 1791 obtenía de este territorio más
ingresos que en cualquier otra de sus colonias en América
(Hernández Santos, 2002:9).
Eliminada del tablero
España, una vez independizada Guatemala (1821), sería este novel Estado,
heredero de la soberanía hispana en virtud del uti possidetis iuri, quien
continuaría con los reclamos por la restitución de los territorios
progresivamente ocupados por la Corona británica. Sin embargo, la independencia
de España había dejado a flote un problema que amenazaba intestinamente la
propia vida del naciente Estado. Existía una profunda disensión entre las
élites, básicamente entre liberales y conservadores, que era casi
irreconciliable. En efecto, entre 1821 y 1848, Guatemala transitará por
diferentes momentos permeados por visiones diferentes sobre el ritmo y la profundidad
de los cambios necesarios; las acciones e intereses de las clases populares,
indígenas y ladinas (dispuestas a resistir cambios percibidos como
económicamente destructivos o políticamente ajenos o extranjeros); la implantación
de sistemas de gobierno republicanos y constitucionales contrapuestos con periodos
de autoridades menos representativas y ciclos de reformas y resistencias
(Dym, 2009:218). Inevitablemente, tal como lo sostiene Herrarte González
(1979:26), las guerras civiles destruyeron la unidad de la nación y la ceguedad
y las ambiciones de los políticos impidieron ver los graves peligros que
acechaban. Aprovechándose de estas circunstancias, Gran Bretaña con la ayuda de
funcionarios como el cónsul Chatfield, secundado por el superintendente de
Belice Mac Donald, fraguaron un plan para apoderarse de Centroamérica.
“Mientras Chatfield intrigaba entre los gobiernos de Centroamérica para evitar que
la paz reinara en el Istmo, Mac Donald extendía el establecimiento de Belice
hasta el río Sarstún y se hizo llamar regente del rey mosco para apoderarse de
toda la Mosquitia. Los ingleses se apoderaron
de las islas hondureñas de Roatan, Utila, Guanaja, Elena, Barbeta y Morat, y en
Nicaragua llegaron hasta el río San Juan. Belice dejó de ser llamado
‘establecimiento para ciertos fines’” (Herrarte González, 1979:26).
Guatemala, esforzada en
mantener la unidad de la Federación de las Provincias Unidas del Centro de
América (1823-1839), fue incapaz de frenar la expansión de los asentamientos británicos
que se aproximaban cada vez más al territorio guatemalteco al sur del río
Sibún, hasta llegar al río Sarstún, ampliando significativamente el espacio que
Gran Bretaña poseía en usufructo desde la época de las concesiones españolas
(MRREEa, 2018:3). Ante la debilidad institucional y financiera de la Federación
Centroamericana –que incluso la llevó a contraer en 1825 su primer préstamo a
un banco británico por 163 mil libras esterlinas (Cross Villaseñor, 2015:22)–,
las autoridades de la Federación sólo tuvieron la posibilidad de emitir
protestas contra Gran Bretaña, de la cual no tenían siquiera reconocimiento
jurídico como nueva entidad estatal. Recién promediando el siglo, con la
disolución de la Federación y la necesidad de consolidar sus posiciones en el
Caribe, la postura de Gran Bretaña cambió con relación al naciente Estado, sin por
ello ceder en sus intereses sobre el territorio ya ocupado (Cascante Segura,
2012:55).Ello, en gran medida a causa
de la aparición de Estados Unidos como un actor cuya influencia regional, como
ya vimos, venía en ascenso. Aunque los intereses madereros-comerciales eran
importantes, ahora la verdadera disputa se configuraba por la adquisición del control
económico y político del istmo (Quenan, 1982:78-79). En este sentido, el Belice
de aquel tiempo, ofrecía una base de operaciones para nada despreciable. Desde
la perspectiva de Gran Bretaña, el lugar era óptimo para fraguar las
incursiones hacia las islas hondureñas como Roatán y Utila, y sus movimientos
hacia el norte donde estaba Canadá y también hacia el sur en las proximidades
de Nicaragua. Asimismo, el asentamiento de Belice proveía una posición
geoestratégica para la construcción de un Canal Interoceánico, que comunicara
al Océano Pacífico con el Océano Atlántico (Cross Villaseñor, 2015:19).
Recordemos que Estados Unidos, perfilada como una potencia desde inicios del
siglo XIX, con un naciente poderío industrial, ya en 1823 a manos del presidente
Monroe había advertido que no permitiría que ninguna porción del continente fuera
colonizada por alguna de las potencias europeas. Como vimos, la importancia del mensaje de Monroe fue esencialmente política: su
declaración de solidaridad con las repúblicas emergentes de la América hispana
mostró a sus rivales europeos que Estados Unidos podía perjudicar sus intereses
al asumir el liderazgo de una alianza antimonárquica, sin embargo, el país no
tenía fuerzas suficientes para impedir la intervención militar europea en América
y, además, como ya advertimos, en el caso de Gran Bretaña existía una cierta
excepcionalidad (McFarlane, 2015:123). De todos modos, en el contexto europeo
de restauración monárquica y conformación de la Santa Alianza, se avizoraba
posible que ésta o Francia y Gran Bretaña podrían tratar de apoderarse de
algunos de los nuevos países nacidos a la vida independiente en América Latina
(Cross Villaseñor, 2015:17). En este momento particular, las políticas
colonialistas de Gran Bretaña alrededor del mundo habían creado gran inquietud
dentro de las esferas del gobierno estadounidense, con la preocupación de
colonizar a gran parte de Centroamérica, específicamente que ganara la carrera
por la construcción del mencionado canal interoceánico (Cross Villaseñor,
2015:34). Claramente aquí, esta situación se solapaba y chocaba con la “Doctrina
del Destino Manifiesto”: Estados Unidos se consideraba como una nación
destinada a expandirse no sólo desde las costas del Océano Atlántico al
Pacífico, sino hacia otros territorios, donde la zona central de América era
uno de aquellos espacios predilectos. En efecto, Estados Unidos, preocupado por
los avances y asentamientos de Gran Bretaña en la zona e interesados por la
ruta de un canal interoceánico, realizaron una gran ofensiva diplomática
(Herrarte González, 1979:26). A través del acuerdo Mallarino-Bidlack, Estados Unidos
logró aventajar a Gran Bretaña, pues Nueva Granada le otorgó el derecho a
Estados Unidos de construir una vía interoceánica por Panamá. Posteriormente,
frente a este panorama, tendrá lugar en 1850 la firma del tratado Clayton-Bulwer
entre Estados Unidos y Gran Bretaña, que neutralizará aquel avance estadounidense.
Artículo 1º. los gobiernos
de los Estados Unidos y la Gran Bretaña declaran por el presente que ni el uno
ni el otro obtendrá ni sostendrá jamás para sí mismo ningún predominio
exclusivo sobre dicho canal [en Panamá], y convienen en que ni el uno ni el
otro construirá ni mantendrá jamás fortificaciones que lo dominen, o que estén
en sus inmediaciones, ni tampoco ocupará ni fortificará ni colonizará a
Nicaragua, Costa Rica, o la Costa de Mosquitos, ni asumirá ni ejercerá ningún
dominio sobre esos países ni sobre ninguna otra parte de la América Central;
tampoco se valdrá ninguno de los dos de ninguna protección que preste o
prestase, ni de ninguna alianza que tenga o tuviere cualquiera de los dos con
algún Estado o pueblo, para los fines de construir o mantener tales
fortificaciones, o de ocupar, fortificar o colonizar a Nicaragua, Costa Rica,
la Costa de Mosquitos o cualquier parte de la América Central, o de asumir o
ejercer dominio sobre esas regiones… (Cross Villaseñor, 2015:17).
Venezuela-Gran Bretaña
(Guyana)
Dirigiéndonos hacia el norte
de la América del Sur, en las proximidades del río Esequibo, el despliegue
británico fue en cierta medida una herencia holandesa. En 1623, Holanda había ocupado
una zona al este del río Esequibo (Sureda Delgado, 1980:19) y por medio del Tratado
de Munster en su capítulo V había obtenido el reconocimiento español en 1648. Aunque los avances
holandeses en la zona fueron tímidos y repelidos por España, en 1791 por el
Tratado de Extradición, el reconocimiento se amplió a las colonias de Esequibo,
Demerara, Berbice y Surinam. A pesar de ello, en paralelo, se fue produciendo
un proceso de avance por parte de Gran Bretaña, justamente en la zona
comprendida entre los ríos Esequibo y Demerara, donde los ingleses fundaron
plantaciones de café, algodón y azúcar trabajadas por esclavos africanos. De
esta manera, la Corona Británica, aprovechándose de las debilidades de Holanda,
fue ocupando las posesiones de ésta en América. La isla de Trinidad era
considerada el “Gibraltar de Sur América”, de gran importancia para el dominio
militar y la penetración económica en el norte de América del Sur. Las bocas
del río Orinoco hacían las veces de “Dardanelos”, pues a través de ellas era
factible adentrarse y seguir hacia el río Meta, hasta llegar al Virreinato de
Nueva Granada y controlar así, el río Casiquiare y el norte de Brasil (Cabrera,
1987 citado por Herrera González, 2014:16). En 1814, Holanda se vio finalmente
obligada a ceder sus establecimientos de Demerara, Esequibo y Berbice a la
Corona británica por medio del Tratado de Londres. En 1831 dichos territorios
serán fusionados y conocidos como la Guayana Británica (Sureda Delgado, 1980:21).
Asimismo, mientras Gran
Bretaña se afianzaba y se expandía aún más allá de los asentamientos
holandeses, se producía en 1811 la declaración de independencia de las Provincias
Unidas de Venezuela. La nueva entidad independiente se autopercibía como
heredera de España, a razón del principio del citado uti possidetis iuris. En
este sentido, los títulos de Venezuela sobre el territorio de la actual Guyana
eran muy claros porque estaban sustentados sobre la base de antecedentes
históricos y políticos del antiguo dominio español (Fernández, 1969, citado por
González Pulido, 2015:12). Así podía entenderse al leer el artículo 5 de la
Constitución de ese momento: los límites de la naciente república eran los
mismos que poseía en 1810 la antigua Capitanía General de Venezuela. En efecto,
Venezuela, como heredera de los territorios de España, heredaba también un
conflicto territorial con Gran Bretaña ya que ésta en su avance ocupaba
porciones de tierras nunca cedidas por España a Holanda. González Pulido
expresa: “Inglaterra sólo había
comprado a Holanda 20,000 m2 que podrían considerarse como netamente jurídicos”
(2015:12).
Ahora bien, aunque era
cierto que Venezuela estaba independizada, no menos reales eran las
consecuencias económicas y sociales que padecía a raíz de la guerra interna
suscitada por las luchas de independencia. Asimismo, a nivel político, cabe
recordar que la crisis externa que se vivía había generado divisiones, por lo
que la autoridad estaba debilitada. En Venezuela, la autoridad central se había
fragmentado en múltiples gobiernos provinciales, cada uno de los cuales
afirmaba ser una entidad soberana. A la luz de lo dicho hasta aquí, esta
situación no era un caso aislado: entre 1810 y 1815 varias regiones de la
América hispana se vieron envueltas en lo que esencialmente eran guerras
civiles, mantenidas para determinar qué forma de gobierno debería suceder a las
estructuras de autoridad real ausentes por la usurpación de Napoleón (McFarlane,
2015:111).
También en este caso, los
británicos continuaron proyectando sus incursiones sobre las fronteras
venezolanas al oeste del río Esequibo, para posteriormente ocupar y apropiarse de
estas extensiones territoriales. Esas acciones generaron constantes rechazos de
las autoridades venezolanas, pero éstas, atareadas por la conflictividad
interna, sólo tuvieron a su alcance manifestarse a través de notas diplomáticas
dirigidas a sus homólogos británicos (Valero Martínez, 2016:115).
Es interesante citar la
existencia de un uti possidetis factis para describir el avance de Gran Bretaña
sobre los territorios de la antigua Capitanía General de Venezuela (Fernández, 1969,
citado por González Pulido, 2015). Eliminadas del tablero Holanda y España, la
estrategia de la Corona británica era colocar sobre el territorio a sus colonos
para luego poder usarlos como un argumento a su favor llegada la hora de fijar
los límites con el naciente Estado (González Pulido, 2015:24). Promediando el
siglo, así se evidenció en la respuesta que Lord Aberdeen envió en 1843 al
Ministro de Relaciones Exteriores venezolano, Alejo Fortique, al alegar que
Venezuela no tenía asentamientos en la región en disputa (González Pulido,
2015:22).
Aunque algunos de los
móviles que guiaban el accionar de Gran Bretaña ya se han mencionado, avanzados
los años muchos de ellos se fueron evidenciando con más claridad: por ejemplo,
el interés en los recursos mineros, especialmente los yacimientos auríferos.
“No fue por casualidad que el surgimiento del conflicto bilateral coincidió con
los supuestos hallazgos de oro que, en el año 1842, conoció el explorador
brasilero Pedro Joaquín de Ayres en las riberas del río Yuruari en Tumeremo, Botamano
y Guasipati” (Olivo, 2008 citado por Valero Martínez, 2016:118).
A modo de cierre
Aunque a lo
largo de este ensayo, abordamos tres casos de apropiación territorial sobre las
nacientes repúblicas latinoamericanas, resta decir que la subsunción de
espacios no fue el único mecanismo ejercido por Gran Bretaña al calor de la
PIB. Por ejemplo, respecto de Argentina, el asedio económico también fue vigoroso,
y garantizó a través de los empréstitos otorgados por la Baring Brothers –desde
1826 en adelante–, una subordinación y dependencia tal que reforzó la
incapacidad del Río de la Plata para defender el cercenamiento territorial. Lo
mismo vimos en el caso de Guatemala donde la entonces Federación Centroamericana
solicitó su primer empréstito a un banco británico. Por añadidura, este
accionar de Gran Bretaña no fue un discurrir focalizado y coyuntural, sino
parte de una orquestación mayor: pensemos que la usurpación de Malvinas ocurrió
en 1833, aunque el proceso tuvo la antesala de dos invasiones inglesas en
Buenos Aires (1806-1807) y hasta un bloqueo anglo-francés (1845-1848).
Asimismo, cabe decir que la conjugación del sistema de empréstitos
internacionales, la política de intereses privados, los métodos de la política colonial,
la guerra, la violencia, el engaño, la opresión y la rapiña también fueron
opciones que contribuyeron a alimentar el fenómeno de las guerras civiles,
presente en las nacientes repúblicas, destruyendo la unidad de los Estados en
gestación y dejándolos incapaces de frenar la expansión de Gran Bretaña. En
este plano, aunque las nuevas entidades independientes se auto percibían como
herederas de España a razón del principio del uti possidetis iuris, tal no fue
suficiente para frenar el feroz uti possidetis factis de Gran Bretaña.
En materia de móviles,
podemos observar la presencia de dos grandes grupos: por un lado, Gran Bretaña
divisaba intereses de corte económico-comerciales como la riqueza maderera (palo
de tinte, caoba) en el territorio de Guatemala; las plantaciones de café,
algodón y azúcar en la zona de la Guayana Esequiba, o la riqueza lobera en
Malvinas. Sin embargo, por otro lado, cabe poner de relieve un objetivo en
clave geopolítica y, podríamos decir, jerárquicamente más relevante para la
PIB: el dominio de desembocaduras, estrechos, pasos interoceánicos y los
grandes ríos interiores del continente. En este sentido, hablamos de la primordial
necesidad de la Corona británica de emplazarse en un punto estratégico que
facilitara el dominio de las rutas marítimas en América Central y el Caribe tal
como el que proveía el actual territorio de Belice. En el caso de la Guayana
Esequiba, como advertimos, las bocas del río Orinoco eran tan importantes como
los “Dardanelos” ubicados entre el Viejo Mundo y Oriente Medio, pues a través
de ellas, era factible adentrarse y seguir hacia el río Meta, llegar al
Virreinato de Nueva Granada y controlar así, el río Casiquiare y el norte de
Brasil. Por último, en el caso de Malvinas, el dominio de los pasos
interoceánicos (Pacífico-Atlántico/Atlántico hacia el Índico) y los estrechos
implicados en el archipiélago fue fundamental.
Por otra parte, si bien los
tres casos suponen la ocupación de posesiones españolas en América, en las
proximidades de América Central y el Caribe, la presencia en ascenso de Estados
Unidos fue un catalizador para los movimientos de Gran Bretaña. No obstante, como
vimos, la competencia de Estados Unidos no fue una rivalidad en sentido
estricto ya que cierta aversión discursiva hacia el Viejo Mundo en general y
Gran Bretaña en particular, como la manifestada en la declaración Monroe, no se
dio en los hechos. Estados Unidos permitió aventuras coloniales a Gran Bretaña
en el continente americano siendo los tres casos de estudios un ejemplo. Sin
dudas, en el sur del continente, el arrebato de Malvinas en 1833, diez años
después de la declaración Monroe, expone esta situación de excepcionalidad para
las incursiones británicas.
Siguiendo una lógica de
similitudes y diferencias, en los casos de Guatemala y la Guayana Esequiba, la
presencia de esclavos fue un elemento diferenciador con relación al conflicto de
las Malvinas. Como se observó, la conquista y colonización del continente
americano incluyeron la esclavitud de poblaciones indias y negras-africanas.
Sin embargo, esta situación no se presentó en la disputa por Malvinas, dado que
Argentina, tempranamente con la declaración de la libertad de vientres en 1813
y la libertad de todos los esclavos que pisaran el territorio de las Provincias
Unidas, recortó capacidad a Gran Bretaña, potencia esclavista en el periodo
bajo estudio, pese a sucesivos avances en contrario tanto al interior de
Inglaterra como de las colonias británicas (Acta para la Abolición del Comercio
de Esclavos de 1807 y Acta de Abolición de la Esclavitud de 1833).
En materia de actores, es
interesante destacar que, en la configuración de los conflictos entre Gran
Bretaña y Argentina y Venezuela, la Corona británica se enfrentó no sólo con
las citadas nacientes repúblicas y España, sino también con otras potencias
como Holanda y Francia. Al respecto, Guatemala representa una situación de
salvedad dado que allí Gran Bretaña sólo entró en contradicción con España, si
bien más adelante hubo tensión con Estados Unidos. Además, en este espacio de nuestro
continente, las contradicciones entre ambas Coronas (Gran Bretaña y España)
fueron menos intensas dada la estrategia de control territorial español que facilitó
la incursión de corsarios y el establecimiento de colonias formadas por
súbditos de potencias enemigas. Así, extensas regiones se
mantuvieron con escasa o nula presencia de las autoridades. Ello difiere de los
sucesos en la región de las Guayanas, donde España rechazó fuertemente a los
invasores, principalmente holandeses, por lo que el avance de estos últimos fue
tímido. El caso de Malvinas cuenta
con la aparición en escena de Francia, sin embargo, de breve duración y casi
sin violencia.
Finalmente, aunque las tres
ex-colonias españolas en cuestión, en el periodo bajo estudio, transitarán el
proceso descolonizador,
no podemos desconocer la existencia de una situación particular de
descolonización que tuvo lugar en el siglo XX y que se relaciona –en perspectiva–
con los conflictos territoriales Gran Bretaña-Guatemala y Gran
Bretaña-Venezuela. En otras palabras, nos referimos al proceso que tuvo lugar
hacia mediados del siglo XX y que implicó que la porción territorial que
Venezuela y Guatemala disputaban en el siglo XIX a Gran Bretaña pasara a formar
parte de una nueva unidad estatal independiente. En el caso de la porción
territorial reclamada por Venezuela, la Guayana Esequiba, en 1966 pasó a formar
parte de la República Cooperativa de Guyana, tras el reconocimiento británico
de su independencia. En el caso del territorio disputado por Guatemala, quedó
bajo la administración del joven Estado de Belice, independizado en 1981. Es
interesante destacar que estos procesos de descolonización se sucedieron en un
mundo regido por el principio de las nacionalidades a diferencia de lo ocurrido
en la ola emancipatoria del siglo XIX. Es decir, a la hora de legitimar la
erección de nuevas unidades políticas concebidas como naciones se invocó el
principio según el cual una comunidad poseedora de ciertos rasgos culturales o
étnicos distintivos es una nacionalidad que tiene derecho a constituir un
Estado nacional para que la represente. Claramente, este tipo de argumentos no
fueron invocados en los albores de las independencias del siglo XIX pues dicha
idea recién comenzaría a elaborarse en Europa en la década de 1830. En ese
entonces, la forma de concebir a las comunidades políticas era radicalmente
distinta. “Los sujetos políticos eran
los pueblos, esto es, las ciudades o provincias que se consideraban soberanas,
libres e independientes, y por eso podían acordar o no su integración en una
nación según su voluntad e interés” (Wasserman, 2016).
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Cabe decir que dicha acción
resultó un apoyo a la causa latinoamericana propagandístico y retórico. En
aquel momento, Estados Unidos orientaba sus intereses en la gestación de
repúblicas independientes en la América española, fundamentalmente en el área
del Caribe, columna vertebral del comercio estadounidense, tal como el
presidente James Madison lo había recomendado.
Cabe destacar que
estas normas no serían acordadas “definitivamente” hasta la Conferencia de
Berlín de 1885, cuando las potencias europeas convinieron el reparto de África.
Hugo
Grocio (Holanda) desarrolló su tesis de la libertad de navegación y comercio en
crítica al tratado (tesis del Mare Liberum). El Concepto de Mare apertum de
Isabel I de Inglaterra está en la misma línea.
Dado que Malvinas era
una dependencia geográfica de la Patagonia, conectada geográfica y
geológicamente y la Patagonia parte del virreinato del Río de La Plata, sería
ridículo hablar de res nulli (Palacios, 1934).
Desde
el momento de la independencia de España, la consolidación del Estado
guatemalteco tendrá diferentes momentos – lo que evidencia los vaivenes y las
vicisitudes internas–: la independencia inicial que separó al istmo de España y
luego México (1821-1823), un período distinguido por el ejercicio de soberanía
municipal; la formación del Estado de Guatemala y su participación dentro de la
República Federal de Centro América (1825-1838); y finalmente la separación de
Guatemala de la federación en 1838, y su transformación de un Estado federal a una
república independiente (1839-1848) (Dym, 2009:225).
En 1822 había reconocido a
las nuevas repúblicas.
Gran Bretaña hizo una
reserva con respecto a su ocupación en Belice argumentando que le había sido
concedida en usufructo por la Corona española (Orellana Portillo, 2012:28).
Otros autores opinan en sentido
similar: Gran Bretaña estaba obsesionada por el dominio político del Orinoco y
dirigió su expansión por la “zona litoral”, zona carente de recursos minerales,
pero de “importancia estratégica”. Posteriormente, cuando se descubren los
ricos yacimientos auríferos del Yaruari venezolano, los ingleses dirigieron su
interés a la ocupación del interior de la Guayana Esequiba, sin perder su
aspiración de dominar el Orinoco (Rodríguez, 2011:2). “Desde la perspectiva venezolana,
aprovechando la debilidad que poseía Venezuela por la guerra de independencia,
los colonos británicos cruzan el Río Esequibo reiteradamente para invadir el
territorio venezolano, impulsados tanto por la aspiración de controlar las
Bocas del Orinoco así como de acceder a la explotación de los yacimientos
auríferos descubiertos en el Río Yuruary” (Serbín, 2003:175).
Claramente esta es una
apreciación general que no implica pensar que los tres países en cuestión tras
ese proceso han resuelto el colonialismo o la colonialidad. Justamente, en el
caso argentino, Malvinas continúa siendo un reducto de colonialismo; y lo mismo
se argumenta para los conflictos territoriales de Guatemala y Venezuela con
Gran Bretaña al menos hasta promediar el siglo XX.
(*) Licenciado y doctorando en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario (UNR); profesor de la Facultad Teresa de Ávila (Pontificia Universidad Católica Argentina, Paraná) y de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de Rosario).
(**) Licenciado en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario (UNR); docente e investigador en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UNR). Miembro fundador del Centro de Investigación, Docencia y Asistencia Técnica del Mercosur (CIDAM, UNR). Miembro del Centro de Estudios del Desarrollo y Territorio (CEDeT, UNR). Miembro del Grupo de Estudios sobre Malvinas (Universidad Nacional de Rosario).
Fuente: https://www.academia.edu