29 de junio de 2020

INGLATERRA VS. ARGENTINA, GUATEMALA Y VENEZUELA ANTE LOS CONFLICTOS TERRITORIALES DESDE FINALES DEL SIGLO XVIII A LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

Por Luis Maximiliano Barreto (*), Carlos Alfredo da Silva (**)

Introducción

Este ensayo tiene por objetivo analizar la configuración de tres conflictos territoriales, entre los años 1760 y 1850, cuando Gran Bretaña se enfrentó a Argentina (Provincias Unidas del Río de la Plata) al apoderarse del archipiélago de las Islas Malvinas; a Guatemala en torno a una porción territorial en la actual República de Belice y a Venezuela al disputar la franja de la llamada Guayana Esequiba. Los tres son procesos enmarcados en territorios que fueron sometidos a la conquista y colonización, lo que incluyó el genocidio indígena y la esclavitud racial de las poblaciones llamadas indias y de negras-africanas a finales del siglo XV y continuada durante los siglos XVI y XVII. En este sentido, fueron espacios sobre los cuales se forjó una estructura de dominación y explotación donde el control de la autoridad política, de los recursos productivos y del trabajo de las poblaciones fue detentado por una entidad con sede central en una jurisdicción territorial exógena al continente americano, entidad instituida como imperio (v.g. España, Gran Bretaña). Esto, que puede llamarse como “colonialismo”, se diferencia del fenómeno de la “colonialidad” ya que esta última es más profunda y duradera, aunque subyace y perdura vinculada con él, aún después de las revoluciones por la independencia latinoamericanas, siendo un proceso que se extiende hasta nuestros días. Los conquistadores conjugaron el dominio del cuerpo, del trabajo, de la cultura, de la religión, de la raza y del género, garantizando su perpetuación (“colonialidad del poder”). Por otro lado, el escenario de colonialismo fue englobado por el proceso de la denominada “modernidad occidental”: universo de relaciones intersubjetivas de dominación y subordinación bajo la hegemonía eurocéntrica; relaciones que fueron centrales para mantener y justificar el control sobre los sujetos colonizados en la región, diferenciándolos en inferiores y superiores, irracionales y racionales, bárbaros y civilizados, desarrollados y subdesarrollados, emergentes, tradicionales y modernos.

Con este telón de fondo, Gran Bretaña constituye el denominador común en los tres casos que serán analizados, inmersa en la aplicación del feroz proteccionismo promovido por el acta de navegación de Oliver Cromwell –aplicado a lo largo del siglo XVII–, una política mercantilista (comercialismo) que fue complementaria al proteccionismo y, posteriormente, el proceso trascendental y de gran transformación a nivel mundial más conocido como la revolución industrial, que abarcó una etapa sin guerras mayores y que tuvo su epicentro precisamente en Gran Bretaña. Estos hitos se relacionan con la configuración de los conflictos en cuestión, dado que asumimos que no hay revolución industrial sin el “descubrimiento-encubrimiento” de América. En efecto, poner de relieve los objetivos encubiertos de la llamada Praxis Imperial Británica (PIB) sobre la región, permite comprender dicha relación. Aquí interesan tres aspectos: a) conquistar el mercado para las manufacturas textiles; b) dominar desembocaduras, estrechos, pasos interoceánicos y los grandes ríos interiores del continente, ejerciendo una fuerte presión por la “libre navegación”, y c) mantener factores en pugna que requirieran la continua intervención y presencia mediadora inglesa. 

Sin dudas –aunque al acercarse a la mitad del siglo XIX Gran Bretaña se erigía cada vez más como el hegemón mundial– ello no implicó la ausencia de competencia para la “vieja Albión” en América Latina. Es así que, por ejemplo, en 1811 el Congreso de los Estados Unidos emitió la resolución de no transferencia de colonias españolas a Francia o Gran Bretaña[1]. En este sentido, puede decirse que Gran Bretaña accedió a compartir su posición con Estados Unidos pese a las rivalidades (incluso se habían enfrentado en una guerra en 1812), ya que subsistía una relación singular entre ambos –metrópoli-colonia–, pues las desavenencias eran un “asunto de familia”. En 1823, se produjo un evento importante entre Estados Unidos y Gran Bretaña: el conocido encuentro Canning-Rush, con el objetivo de coordinar una política conjunta para frenar una eventual invasión europea a las ex-colonias ibéricas, donde la resolución deseada era que los ingleses se sumaran al reconocimiento de la independencia de los incipientes Estados americanos. Si bien allí no hubo acuerdo, el secretario de Estado, John Adams, convenció al presidente James Monroe de una declaración unilateral en razón de los intereses de los Estados Unidos sobre la región. Surgió la conocida declaración Monroe del 2 de diciembre de 1823, expresión célebre en la historia estadounidense y, dado el papel protagónico de esta nación en la historia contemporánea posterior, uno de los textos más citados e interpretados de la historia de las relaciones internacionales contemporáneas. Independientemente de sus profundas implicaciones posteriores, como todo documento programático varió su significación con la evolución del contexto histórico-político-económico-social del país. Justamente, cuando se dio a conocer, su repercusión internacional fue más bien limitada. “Se trataba del fragmento ‘América para los americanos…’ dedicado a la política exterior del discurso anual del presidente, por tanto, teóricamente iba dirigido a la opinión pública y política interna del país que, si bien iba ganando una posición internacional de peso, todavía no era una de las grandes potencias mundiales” (Fernández Palacios, 2011:73-74). No obstante, más allá de lo que indicara la letra de la declaración, en términos prácticos y en relación con Gran Bretaña, dicha afirmación garantizaba a Inglaterra espacio en el continente, al mismo tiempo que se lo negaba a otros rivales europeos. En este sentido, ambos países querían a España, Rusia y Francia fuera del Nuevo Mundo.

La situación de España en el periodo en cuestión, se remonta al cambio de dinastía real producido tras el Tratado de Utrecht en 1715 pasando de la casa de los Habsburgo a los Borbones. Esto significó una modificación en el imperio, que orientó su monarquía absoluta al modelo francés, es decir, otorgándole un mayor grado de concentración y centralización del gobierno en la Corona, auspiciando una serie de reformas administrativas y políticas, más conocidas como reformas borbónicas, en pos de la construcción de un Estado monárquico de corte contractualista, especialmente de sesgos hobbesianos. Dichas reformas llegaron al continente americano dado que fueron realizadas en todo el imperio español, es decir, tanto en los territorios europeos como americanos y se aplicaron de arriba hacia abajo, a partir de las ideas predominantes del despotismo ilustrado del siglo XVIII. En este sentido, las mismas son observadas como causa negativa y positiva de las revoluciones de independencia en América.

Francia es otro actor que sufrió transformaciones en este contexto y merece resaltarse la incidencia ideológico-política de la Revolución Francesa (1789-1799) en los procesos emancipatorios de la América española que tendrán lugar en el recorte temporal en cuestión y, en especial, con la independencia de la colonia francesa de Haití (primera revolución social de negros y mulatos: 1790-1804). Con posterioridad sobrevendrá la etapa napoleónica (1800-1815), con su expansión imperial y la difusión de las ideas revolucionarias, entre ellas: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En 1815, con la derrota de las tropas napoleónicas, finalizará el duelo hegemónico sostenido con Gran Bretaña desde 1744, deshaciéndose Inglaterra de su exacerbada rival.

Finalmente, en relación con Holanda –actor que tendrá participación en uno de los casos analizados–, cabe decir que su accionar en la zona se dio en gran medida por la participación de empresas privadas, como por ejemplo la Compañía de las Indias Occidentales (West Indische Compagnie, WIC) (Hulsman, 2014:8). Este rasgo no es menor, dado que hizo que “los holandeses prefirieran el comercio por sobre la guerra, evitando conflictos armados con los españoles luego del Tratado de Münster en 1648”. Fue a través de este último tratado que Holanda obtuvo el reconocimiento español de la legitimidad de sus colonias en las costas de los territorios de las Guayanas, como veremos luego (Hulsman, 2014:19). En este sentido, al preferir el comercio, “entre 1754 y 1772, los holandeses trataron de establecer otros puestos, pero fueron rechazados por los españoles, que habían ampliado la ocupación con infinidad de pueblos y aldeas, aparte de las numerosas misiones religiosas” con las que contaban (Sureda Delgado, 1980:21).

Los conflictos territoriales: análisis de los casos

Los análisis de casos seleccionados, además de resultar situaciones particulares y coyunturales para comprender los alcances de la PIB en el siglo XIX en América Latina, constituyen procesos de larga duración, que muestran los conflictos existentes entre las propias potencias europeas durante los siglos XVIII y XIX; al mismo tiempo, son capítulos del proceso de independencia de las colonias españolas. En este sentido, es necesario conectar los diferentes sucesos que ya hemos marcado dado que no sólo forman parte de una misma época, sino porque muchos de ellos están interrelacionados. En otras palabras, lo que queremos poner de relieve es que, por ejemplo, en relación con las independencias, hay que enfocarse sobre los conflictos socioeconómicos dentro de las sociedades coloniales, pero también subrayar el impacto de la crisis generada por la usurpación napoleónica en España y, en un nivel más alto, el impacto del sistema internacional en un sentido más amplio (McFarlane, 2015:107).

 Argentina-Gran Bretaña (Malvinas)

Enfocándonos en la génesis del conflicto entre Argentina y Gran Bretaña (descubrimiento, ocupación y usurpación de Malvinas), desde una visión histórico-política cabe decir que es un conflicto de larga duración, sobre un archipiélago que se ubica en el Océano Atlántico Sur, formado por alrededor de 200 islas con 12000 km2, donde la mayor superficie corresponde a las islas Soledad (6350 km2) y Gran Malvina (4500 km2), separadas por el canal o estrecho de San Carlos. Ahora bien, dado el contexto en que el archipiélago fue descubierto, es necesario atender al hecho de que, en aquel entonces, las normas consuetudinarias indicaban que los territorios correspondían a sus descubridores y que, luego de haber sido el hecho publicado para el conocimiento del resto de las potencias, debían ser ocupados efectivamente[2] (Covelli, 2018). Sin embargo, ¿cómo acreditar dicha titularidad considerando que el proceso de descubrimiento de Malvinas –como en todo suceso histórico– conllevó implícitamente intereses políticos, militares, geopolíticos, económicos y comerciales a los que se sumaron las complicaciones que tuvieron todos los posibles descubrimientos que se dieron entre los siglos XVI y XVII ya que las comunicaciones y documentos eran a menudo confusos y hasta podrían haberse perdido? En este sentido, las teorías sobre sus descubridores son variadas (Covelli, 2018): se habla de Américo Vespucio (1501/ 1502), llevando la bandera portuguesa, aunque se estima que, en realidad, pasó por las Georgias o algún accidente geográfico (como un témpano) más al sur; Binot Palmier de Gonneville (1503/1504), de bandera francesa; Fernando Magallanes (1520), de bandera española; Esteban Gómez (1520), portugués, desertor de la expedición de Magallanes; Pedro de Vera y Fray García Jofre de Loaysa (1526), españoles, entre otras. Más allá de estos hitos, fueron los franceses de Saint-Maló, a partir de 1698, quienes iniciaron un segundo periodo de avistajes y descubrimientos en las islas, a las que denominaron Iles Malouines, traduciéndolas al castellano como “Malvinas”. Asimismo, hay que recordar el rol de las bulas papales y los conflictos que acarreaban en aquella época. Los Reyes Católicos, deseosos de asegurarse sus dominios en la misma forma que los portugueses, obtuvieron del papa Alejandro VI la promulgación de las bulas que le concedían a Castilla el derecho exclusivo de la ocupación al oeste de una línea trazada a 100 leguas de distancia y al oeste de las islas Azores y Cabo Verde (Meridiano 32°O aproximadamente); lo que incluyó la prohibición, para personas de cualquier Estado, de dirigirse a dichos territorios, salvo previo permiso de los monarcas españoles. Las bulas, en resumidas cuentas, derivaron en el Tratado de Tordesillas firmado entre ambos reinos (España y Portugal) el 7 de junio de 1494, que ubicó la línea de demarcación a 370 leguas de la isla del Cabo Verde, no precisando el origen de la medida. Cabe decir que este tratado ponía de acuerdo tan sólo a los dos Estados firmantes, pues Francia, Holanda e Inglaterra no habían acordado lo mismo y, en efecto, se manifestaron en contra[3]. A pesar de la oposición de esos reinos, España –en aquel momento una potencia de primer orden– lograba defender, con trabajos, sus “derechos adquiridos”. De este modo, en relación con el caso bajo estudio, España aparecía como la dueña de las Malvinas desde su descubrimiento ya que se respetaron sus posesiones continentales e insulares en el Atlántico Sur. Avanzados los años, en 1670, España firmó con Inglaterra el tratado “Americano”, similar a Munster[4], donde se reconocieron los dominios respectivos y se prohibió la navegación y comercio de súbditos de una nación respecto de las posesiones y aguas cercanas a las del otro.

Como indica Covelli (2018), tras las pérdidas francesas por la Paz de París (1763), el Duque de Choiseut, ministro de Guerra y Marina de Luis XV, buscando recuperar el menguado imperio francés, fue aconsejado por Luis Antonio de Bougainville para ocupar las islas visitadas por los ya citados marinos de Saint-Maló. Ante el entusiasmo, el Duque le dio el cargo de Capitán de Fragata a Bougainville y le asignó la fragata “L’Aigle” y la corbeta “Le Sphinx”. El 8 de septiembre de 1763, se inició la travesía con rumbo a las Malvinas, haciendo escala en Montevideo. Las autoridades españolas de esta última ciudad recibieron con cierto recelo a las dos naves –tan lejos de su ruta hacia las posesiones francesas, como Cayena e India–, pero Bouganville invocó el Pacto de Familia de 1761[5]. Hacia finales de enero del siguiente año llegaron a las inmediaciones de las islas y comenzaron una superficial exploración. El 25 de febrero de 1764 Bougainville propuso construir un fuerte, que se nombró Fort du Roi. De esta manera, se constituyó la primera colonia, de unas 27 personas, tomándose posesión del territorio a nombre de Luis XV, rey de Francia. Ese mismo año, Bougainville realizó un par de viajes más para aprovisionar y poblar las islas. En paralelo, mientras se daba a conocer la colonización de Malvinas, efectuada por los franceses en contravención de los pactos respetados hasta ese momento, Inglaterra se aprestó también a ocupar las islas[6]. El 21 de junio de 1764 partió una expedición bajo el mando del comodoro John Byron, que se instalaría en la parte noro-este del archipiélago y fundaría el 23 de enero de 1765 Port Egmont.

Tras la noticia de lo logrado por Byron en Inglaterra, la Corona envió una escuadrilla comandada por el capitán John Macbride para intimar a los franceses a evacuar y, si no era obedecido, expulsarlos de forma violenta. Luego de una recalada y diferentes reconocimientos en las islas, el 4 de diciembre de 1766 se apersonó en Port Saint-Louis. Allí presentó una carta para el “Oficial comandante del establecimiento en las Falklands (sic)”. De ella se desprendía que las islas habían sido primeramente descubiertas por súbditos ingleses, enviados por el gobierno con ese propósito y de derecho pertenecían a su Majestad Británica, la cual había dado órdenes que los súbditos de otras potencias no podían tener ningún título y por lo tanto deseaba ser informado sobre la autoridad bajo cuyo nombre se había levantado ese establecimiento. La respuesta de los ocupantes franceses fue que lo hicieron en nombre del rey de Francia y Byron se retiró el 5 de julio, luego de meses de encontrarse sitiado.

España, entretanto, tomó conocimiento de las ocupaciones por noticias llegadas a Europa y publicadas en la Gaceta de Ámsterdam, el 13 de julio. Después de ardorosas gestiones diplomáticas ante su aliada y con la intervención de Bougainville, que veía destruido su trabajo, Francia accedió a entregar la colonia, previa indemnización al expedicionario. Para el 6 de octubre de 1766 la operación quedaba terminada y el reconocimiento francés afirmaba el dominio hasta entonces no discutido de España sobre las Malvinas.

En este escenario, las islas pasaron al gobierno colonial de Buenos Aires, desde donde se le proveyeron ganado, armas, víveres y otros pertrechos. El 4 de octubre de 1766 se le extendió a Ruiz Puente el título de Gobernador de las Islas Malvinas, que iba a depender del Gobierno y Capitanía General de Buenos Aires. Entre distintos preparativos y retoques finales, la entrega de la colonia francesa a los españoles se realizó solemnemente el 2 de abril de 1767, con todas las formalidades de un acto internacional. En su mayoría, los franceses se retiraron, quedando 37 de los ocupantes originales.

Respecto de la “colonia” inglesa, ésta permanecía oculta para los españoles hasta que el 28 de noviembre de 1769 se produjo en el estrecho de San Carlos un encuentro entre una nave española en exploración de Puerto Soledad con otra inglesa procedente de Puerto Egmont. A partir de entonces los españoles tuvieron la certeza de la presencia inglesa, aunque sin saber su ubicación precisa.

Siguiendo órdenes de la Corona española, el gobernador de Buenos Aires, Francisco Bucarelli y Ursúa, ordenó terminantemente al capitán de Navío Juan Ignacio Madariaga, el 26 de marzo de 1770, que encontrara y expulsara a los ingleses de las islas. El 11 de mayo el marino zarpó con su fuerza naval compuesta de 4 fragatas. El 3 de junio Madariaga fondeó en Puerto Egmont y después de intercambiar mensajes de protestas con los ingleses durante varios días, resolvió proceder. El 10 de junio fue el día señalado para el ataque y la toma de Puerto Egmont, que se logró sin bajas, aunque con intercambio de cañonazos.

Cuando la noticia llegó a Inglaterra, se hizo una cuestión de honor la devolución del establecimiento y la recepción de satisfacciones. Como Francia no quería la guerra y España tampoco y mucho menos sin el apoyo francés, el rey español negoció una “promesa secreta” de que el honor de Gran Bretaña estaría a salvo y donde Inglaterra evacuaría las islas. En una declaración firmada el 22 de enero de 1771 se estableció que Su Majestad Católica se comprometía a que las cosas fueran restablecidas en el mismo estado en que se encontraban antes del 10 de junio de 1770, siendo Puerto Egmont devuelto a Inglaterra el 16 de septiembre de 1771. Entretanto, el Príncipe Masserano, embajador español en Londres, comenzó a pedir la prometida evacuación, concretada recién el 20 o 22 de mayo de 1774 con la retirada inglesa y la colocación de una placa en la que decía que las islas son “de exclusivo derecho y de su más sagrada majestad Jorge III”.

Sobre el periodo comprendido entre 1773 y 1811, cabe decir que hubo 20 gobernadores españoles en Malvinas. En el Campanario de la Real Capilla de Malvinas, tras la orden de la Junta Militar, reunida en Montevideo, de evacuar la isla, el último gobernador español dejó una placa de plomo, con la siguiente leyenda: “esta isla con sus Puertos, Edificios, Dependencias y quanto contiene pertenece a la Soberanía del Sr. D. Fernando VII Rey de España y sus Indias, Soledad de Malvinas 7 de febrero de 1811 siendo gobernador Pablo Guillén”.

Es de destacar que, asumida la Primera Junta de Gobierno en el Río de la Plata en 1810, Cornelio Saavedra y Juan José Paso ordenaron el pago de sueldos a militares que estaban en las islas y habían solicitado su sueldo al virrey depuesto. Sin embargo, desde 1811 hasta 1820 las islas estuvieron deshabitadas (sin ocupación), salvo la presencia de cazadores ingleses y estadounidenses.

En 1820, es el coronel David Jeweet quien toma posesión e iza el pabellón nacional en la Isla Soledad en nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata, buscando aplicar medidas contra la depredación. No hubo protestas ni reclamos de otras naciones. Asimismo, en el año 1823, el gobierno de Buenos Aires brinda a Luis Vernet y Jorge Pacheco permisos para la explotación de los recursos de las islas. Poco tiempo después, Gran Bretaña reconocerá la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, acordará políticas de inmigración e inversiones, entre otros, con la firma del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación (1825), sin realizar reserva alguna sobre las islas Malvinas. Así, el Río de la Plata sucedía a España (uti possidetis iuris) en su derecho soberano sobre el archipiélago malvinense[7]. Recién con la creación, el 10 de junio de 1829, de la Comandancia Política y Militar “Islas Malvinas” y la designación de Luis Vernet como primer gobernador, quien debía establecer una colonia en tres años, tuvo lugar una protesta del cónsul inglés W. Parish a nombre de Su Majestad Británica alegando derechos sobre las islas, mencionando el descubrimiento y ocupación (1771). Finalmente, dos buques de guerra, Clio y Tyne, serán quienes concreten la aspiración inglesa de ejercer los derechos de soberanía en las islas. Así, el 2 de enero de 1833, se produjo la usurpación de las Malvinas por parte de Gran Bretaña, perdurando la misma hasta el presente a pesar de haberse realizado reiterados reclamos ante el gobierno británico, abierto diferentes procesos de negociación e inclusive haberse desencadenado un conflicto bélico sangriento (1982).

Guatemala-Gran Bretaña (Belice)

En América Central, específicamente en la zona comprendida entre el río Sarstún y el río Sibún –en lo que pertenecía a la Capitanía General de Guatemala, creada en 1542– el despliegue oficial de Gran Bretaña puede encontrar su punto de partida en los Tratados de París (1763), de Versalles (1783) y la Convención de Londres (1786)[8], que significaron una serie de concesiones a la Corona británica por parte de España. Decimos oficial porque con anterioridad la presencia británica ya se registraba a través de diversos actores privados que desarrollaban actividades relacionadas con la riqueza maderera tales como el corte de palo de tinte o la caoba (Aznar Sánchez, 1974:74) e, inclusive, a través de bucaneros y piratas que encontraban en las costas centroamericanas tanto un lugar seguro como propicio para asaltar los puertos y galeones españoles que transportaban metales preciosos de América a España (Cross Villaseñor, 2015:25). En esta zona, la estrategia de control territorial español facilitó la incursión de corsarios y el establecimiento de colonias formadas por súbditos de potencias enemigas a la Corona debido a que extensas regiones se mantuvieron con escasa o nula presencia de las autoridades (Cascante Segura, 2012:49). En el caso de los súbditos británicos, esto habilitó la conformación de una élite local vinculada con las casas comerciales londinenses, la cual, a su vez, se fue nutriendo con esclavos africanos que comenzaron a llegar con más fuerza hacia la segunda mitad del siglo XVIII[9] (Hernández Santos, 2002:13).

En gran medida, los tratados mencionados buscaron evitar –a través de concesiones– la expansión británica, aunque, paralelamente, legalizaron la situación de hecho. A grandes rasgos, dichas concesiones incluían el reconocimiento a los súbditos de la Corona británica de la facultad de cortar, cargar y transportar el palo de tinte y otras maderas, sin exceptuar la caoba y aprovecharse de cualquier otro fruto o producción de la tierra, en el área comprendida entre los ríos Hondo y Sibún (MRREEb, 2018). Tal como expresa Aznar Sánchez (1974:75), estas concesiones no implicaban la pérdida de soberanía por parte de España:

En cuanto al contenido de la Convención [1786], sus características fundamentales podríamos resumirlas en: a) ampliación de los derechos concedidos a los británicos; b) remachar la soberanía española sobre el territorio, y ello c) expresamente, según se desprende del propio articulado del Tratado, y d) impidiendo la realización de fortificaciones– y demás signos que pudiesen interpretarse como indicios posesorios.

Sin embargo, para las aspiraciones británicas dicha situación era sólo el inicio. Por ejemplo, aunque la Convención por su artículo 7 prohibía a los habitantes extranjeros (británicos) la formación de un sistema de gobierno militar y civil, poco tiempo después los colonos establecieron un gobierno y organizaron la administración de justicia (Aznar Sánchez, 1974:78) e, incluso, establecieron fortificaciones (Compañy, 1978:91). Finalmente, en 1798 vencieron en la batalla de San Jorge a las fuerzas españolas que habían sido enviadas para proteger la zona coronando, en efecto, la impotencia de España frente a su firme avance. Cabe destacar que, en el contexto de las guerras napoleónicas en Europa, este triunfo fue una de las consecuencias a las que las posesiones españolas en América fueron expuestas (Compañy, 1978:91). Gran Bretaña, erigida en árbitro de la política europea, estaba en condiciones de adquirir territorios en América, África y Asia a fin de reasegurarse materias primas y nuevos mercados consumidores que garantizaran su praxis imperial. Además, era un momento crucial para ocupar puntos estratégicos que le otorgaran el dominio de las rutas marítimas tal como lo ofrecía el territorio del actual Belice (Compañy, 1978:84). En este marco, la expansión de Gran Bretaña fue vigorosa: en 1791 obtenía de este territorio más ingresos que en cualquier otra de sus colonias en América[10] (Hernández Santos, 2002:9).

Eliminada del tablero España, una vez independizada Guatemala (1821), sería este novel Estado, heredero de la soberanía hispana en virtud del uti possidetis iuri, quien continuaría con los reclamos por la restitución de los territorios progresivamente ocupados por la Corona británica. Sin embargo, la independencia de España había dejado a flote un problema que amenazaba intestinamente la propia vida del naciente Estado. Existía una profunda disensión entre las élites, básicamente entre liberales y conservadores, que era casi irreconciliable. En efecto, entre 1821 y 1848, Guatemala transitará por diferentes momentos permeados por visiones diferentes sobre el ritmo y la profundidad de los cambios necesarios; las acciones e intereses de las clases populares, indígenas y ladinas (dispuestas a resistir cambios percibidos como económicamente destructivos o políticamente ajenos o extranjeros); la implantación de sistemas de gobierno republicanos y constitucionales contrapuestos con periodos de autoridades menos representativas y ciclos de reformas y resistencias[11] (Dym, 2009:218). Inevitablemente, tal como lo sostiene Herrarte González (1979:26), las guerras civiles destruyeron la unidad de la nación y la ceguedad y las ambiciones de los políticos impidieron ver los graves peligros que acechaban. Aprovechándose de estas circunstancias, Gran Bretaña con la ayuda de funcionarios como el cónsul Chatfield, secundado por el superintendente de Belice Mac Donald, fraguaron un plan para apoderarse de Centroamérica. “Mientras Chatfield intrigaba entre los gobiernos de Centroamérica para evitar que la paz reinara en el Istmo, Mac Donald extendía el establecimiento de Belice hasta el río Sarstún y se hizo llamar regente del rey mosco para apoderarse de toda la Mosquitia. Los ingleses se apoderaron de las islas hondureñas de Roatan, Utila, Guanaja, Elena, Barbeta y Morat, y en Nicaragua llegaron hasta el río San Juan. Belice dejó de ser llamado ‘establecimiento para ciertos fines’” (Herrarte González, 1979:26).

Guatemala, esforzada en mantener la unidad de la Federación de las Provincias Unidas del Centro de América (1823-1839), fue incapaz de frenar la expansión de los asentamientos británicos que se aproximaban cada vez más al territorio guatemalteco al sur del río Sibún, hasta llegar al río Sarstún, ampliando significativamente el espacio que Gran Bretaña poseía en usufructo desde la época de las concesiones españolas (MRREEa, 2018:3). Ante la debilidad institucional y financiera de la Federación Centroamericana –que incluso la llevó a contraer en 1825 su primer préstamo a un banco británico por 163 mil libras esterlinas (Cross Villaseñor, 2015:22)–, las autoridades de la Federación sólo tuvieron la posibilidad de emitir protestas contra Gran Bretaña, de la cual no tenían siquiera reconocimiento jurídico como nueva entidad estatal. Recién promediando el siglo, con la disolución de la Federación y la necesidad de consolidar sus posiciones en el Caribe, la postura de Gran Bretaña cambió con relación al naciente Estado, sin por ello ceder en sus intereses sobre el territorio ya ocupado (Cascante Segura, 2012:55).Ello, en gran medida a causa de la aparición de Estados Unidos como un actor cuya influencia regional, como ya vimos, venía en ascenso. Aunque los intereses madereros-comerciales eran importantes, ahora la verdadera disputa se configuraba por la adquisición del control económico y político del istmo (Quenan, 1982:78-79). En este sentido, el Belice de aquel tiempo, ofrecía una base de operaciones para nada despreciable. Desde la perspectiva de Gran Bretaña, el lugar era óptimo para fraguar las incursiones hacia las islas hondureñas como Roatán y Utila, y sus movimientos hacia el norte donde estaba Canadá y también hacia el sur en las proximidades de Nicaragua. Asimismo, el asentamiento de Belice proveía una posición geoestratégica para la construcción de un Canal Interoceánico, que comunicara al Océano Pacífico con el Océano Atlántico (Cross Villaseñor, 2015:19). Recordemos que Estados Unidos, perfilada como una potencia desde inicios del siglo XIX, con un naciente poderío industrial, ya en 1823 a manos del presidente Monroe había advertido que no permitiría que ninguna porción del continente fuera colonizada por alguna de las potencias europeas[12]. Como vimos, la importancia del mensaje de Monroe fue esencialmente política: su declaración de solidaridad con las repúblicas emergentes de la América hispana mostró a sus rivales europeos que Estados Unidos podía perjudicar sus intereses al asumir el liderazgo de una alianza antimonárquica, sin embargo, el país no tenía fuerzas suficientes para impedir la intervención militar europea en América y, además, como ya advertimos, en el caso de Gran Bretaña existía una cierta excepcionalidad (McFarlane, 2015:123). De todos modos, en el contexto europeo de restauración monárquica y conformación de la Santa Alianza, se avizoraba posible que ésta o Francia y Gran Bretaña podrían tratar de apoderarse de algunos de los nuevos países nacidos a la vida independiente en América Latina (Cross Villaseñor, 2015:17). En este momento particular, las políticas colonialistas de Gran Bretaña alrededor del mundo habían creado gran inquietud dentro de las esferas del gobierno estadounidense, con la preocupación de colonizar a gran parte de Centroamérica, específicamente que ganara la carrera por la construcción del mencionado canal interoceánico (Cross Villaseñor, 2015:34). Claramente aquí, esta situación se solapaba y chocaba con la “Doctrina del Destino Manifiesto”: Estados Unidos se consideraba como una nación destinada a expandirse no sólo desde las costas del Océano Atlántico al Pacífico, sino hacia otros territorios, donde la zona central de América era uno de aquellos espacios predilectos. En efecto, Estados Unidos, preocupado por los avances y asentamientos de Gran Bretaña en la zona e interesados por la ruta de un canal interoceánico, realizaron una gran ofensiva diplomática (Herrarte González, 1979:26). A través del acuerdo Mallarino-Bidlack, Estados Unidos logró aventajar a Gran Bretaña, pues Nueva Granada le otorgó el derecho a Estados Unidos de construir una vía interoceánica por Panamá. Posteriormente, frente a este panorama, tendrá lugar en 1850 la firma del tratado Clayton-Bulwer entre Estados Unidos y Gran Bretaña, que neutralizará aquel avance estadounidense.

Artículo 1º. los gobiernos de los Estados Unidos y la Gran Bretaña declaran por el presente que ni el uno ni el otro obtendrá ni sostendrá jamás para sí mismo ningún predominio exclusivo sobre dicho canal [en Panamá], y convienen en que ni el uno ni el otro construirá ni mantendrá jamás fortificaciones que lo dominen, o que estén en sus inmediaciones, ni tampoco ocupará ni fortificará ni colonizará a Nicaragua, Costa Rica, o la Costa de Mosquitos, ni asumirá ni ejercerá ningún dominio sobre esos países ni sobre ninguna otra parte de la América Central; tampoco se valdrá ninguno de los dos de ninguna protección que preste o prestase, ni de ninguna alianza que tenga o tuviere cualquiera de los dos con algún Estado o pueblo, para los fines de construir o mantener tales fortificaciones, o de ocupar, fortificar o colonizar a Nicaragua, Costa Rica, la Costa de Mosquitos o cualquier parte de la América Central, o de asumir o ejercer dominio sobre esas regiones… (Cross Villaseñor, 2015:17)[13].

Venezuela-Gran Bretaña (Guyana)

Dirigiéndonos hacia el norte de la América del Sur, en las proximidades del río Esequibo, el despliegue británico fue en cierta medida una herencia holandesa. En 1623, Holanda había ocupado una zona al este del río Esequibo (Sureda Delgado, 1980:19) y por medio del Tratado de Munster en su capítulo V había obtenido el reconocimiento español en 1648. Aunque los avances holandeses en la zona fueron tímidos y repelidos por España, en 1791 por el Tratado de Extradición, el reconocimiento se amplió a las colonias de Esequibo, Demerara, Berbice y Surinam. A pesar de ello, en paralelo, se fue produciendo un proceso de avance por parte de Gran Bretaña, justamente en la zona comprendida entre los ríos Esequibo y Demerara, donde los ingleses fundaron plantaciones de café, algodón y azúcar trabajadas por esclavos africanos. De esta manera, la Corona Británica, aprovechándose de las debilidades de Holanda, fue ocupando las posesiones de ésta en América. La isla de Trinidad era considerada el “Gibraltar de Sur América”, de gran importancia para el dominio militar y la penetración económica en el norte de América del Sur. Las bocas del río Orinoco hacían las veces de “Dardanelos”, pues a través de ellas era factible adentrarse y seguir hacia el río Meta, hasta llegar al Virreinato de Nueva Granada y controlar así, el río Casiquiare y el norte de Brasil (Cabrera, 1987 citado por Herrera González, 2014:16). En 1814, Holanda se vio finalmente obligada a ceder sus establecimientos de Demerara, Esequibo y Berbice a la Corona británica por medio del Tratado de Londres. En 1831 dichos territorios serán fusionados y conocidos como la Guayana Británica (Sureda Delgado, 1980:21).

Asimismo, mientras Gran Bretaña se afianzaba y se expandía aún más allá de los asentamientos holandeses, se producía en 1811 la declaración de independencia de las Provincias Unidas de Venezuela. La nueva entidad independiente se autopercibía como heredera de España, a razón del principio del citado uti possidetis iuris. En este sentido, los títulos de Venezuela sobre el territorio de la actual Guyana eran muy claros porque estaban sustentados sobre la base de antecedentes históricos y políticos del antiguo dominio español (Fernández, 1969, citado por González Pulido, 2015:12). Así podía entenderse al leer el artículo 5 de la Constitución de ese momento: los límites de la naciente república eran los mismos que poseía en 1810 la antigua Capitanía General de Venezuela. En efecto, Venezuela, como heredera de los territorios de España, heredaba también un conflicto territorial con Gran Bretaña ya que ésta en su avance ocupaba porciones de tierras nunca cedidas por España a Holanda. González Pulido expresa: “Inglaterra sólo había comprado a Holanda 20,000 m2 que podrían considerarse como netamente jurídicos” (2015:12).

Ahora bien, aunque era cierto que Venezuela estaba independizada, no menos reales eran las consecuencias económicas y sociales que padecía a raíz de la guerra interna suscitada por las luchas de independencia. Asimismo, a nivel político, cabe recordar que la crisis externa que se vivía había generado divisiones, por lo que la autoridad estaba debilitada. En Venezuela, la autoridad central se había fragmentado en múltiples gobiernos provinciales, cada uno de los cuales afirmaba ser una entidad soberana. A la luz de lo dicho hasta aquí, esta situación no era un caso aislado: entre 1810 y 1815 varias regiones de la América hispana se vieron envueltas en lo que esencialmente eran guerras civiles, mantenidas para determinar qué forma de gobierno debería suceder a las estructuras de autoridad real ausentes por la usurpación de Napoleón (McFarlane, 2015:111).

También en este caso, los británicos continuaron proyectando sus incursiones sobre las fronteras venezolanas al oeste del río Esequibo, para posteriormente ocupar y apropiarse de estas extensiones territoriales. Esas acciones generaron constantes rechazos de las autoridades venezolanas, pero éstas, atareadas por la conflictividad interna, sólo tuvieron a su alcance manifestarse a través de notas diplomáticas dirigidas a sus homólogos británicos (Valero Martínez, 2016:115).

Es interesante citar la existencia de un uti possidetis factis para describir el avance de Gran Bretaña sobre los territorios de la antigua Capitanía General de Venezuela (Fernández, 1969, citado por González Pulido, 2015). Eliminadas del tablero Holanda y España, la estrategia de la Corona británica era colocar sobre el territorio a sus colonos para luego poder usarlos como un argumento a su favor llegada la hora de fijar los límites con el naciente Estado (González Pulido, 2015:24). Promediando el siglo, así se evidenció en la respuesta que Lord Aberdeen envió en 1843 al Ministro de Relaciones Exteriores venezolano, Alejo Fortique, al alegar que Venezuela no tenía asentamientos en la región en disputa (González Pulido, 2015:22).

Aunque algunos de los móviles que guiaban el accionar de Gran Bretaña ya se han mencionado, avanzados los años muchos de ellos se fueron evidenciando con más claridad: por ejemplo, el interés en los recursos mineros, especialmente los yacimientos auríferos. “No fue por casualidad que el surgimiento del conflicto bilateral coincidió con los supuestos hallazgos de oro que, en el año 1842, conoció el explorador brasilero Pedro Joaquín de Ayres en las riberas del río Yuruari en Tumeremo, Botamano y Guasipati” (Olivo, 2008 citado por Valero Martínez, 2016:118)[14].

A modo de cierre 

Aunque a lo largo de este ensayo, abordamos tres casos de apropiación territorial sobre las nacientes repúblicas latinoamericanas, resta decir que la subsunción de espacios no fue el único mecanismo ejercido por Gran Bretaña al calor de la PIB. Por ejemplo, respecto de Argentina, el asedio económico también fue vigoroso, y garantizó a través de los empréstitos otorgados por la Baring Brothers –desde 1826 en adelante–, una subordinación y dependencia tal que reforzó la incapacidad del Río de la Plata para defender el cercenamiento territorial. Lo mismo vimos en el caso de Guatemala donde la entonces Federación Centroamericana solicitó su primer empréstito a un banco británico. Por añadidura, este accionar de Gran Bretaña no fue un discurrir focalizado y coyuntural, sino parte de una orquestación mayor: pensemos que la usurpación de Malvinas ocurrió en 1833, aunque el proceso tuvo la antesala de dos invasiones inglesas en Buenos Aires (1806-1807) y hasta un bloqueo anglo-francés (1845-1848). Asimismo, cabe decir que la conjugación del sistema de empréstitos internacionales, la política de intereses privados, los métodos de la política colonial, la guerra, la violencia, el engaño, la opresión y la rapiña también fueron opciones que contribuyeron a alimentar el fenómeno de las guerras civiles, presente en las nacientes repúblicas, destruyendo la unidad de los Estados en gestación y dejándolos incapaces de frenar la expansión de Gran Bretaña. En este plano, aunque las nuevas entidades independientes se auto percibían como herederas de España a razón del principio del uti possidetis iuris, tal no fue suficiente para frenar el feroz uti possidetis factis de Gran Bretaña.

En materia de móviles, podemos observar la presencia de dos grandes grupos: por un lado, Gran Bretaña divisaba intereses de corte económico-comerciales como la riqueza maderera (palo de tinte, caoba) en el territorio de Guatemala; las plantaciones de café, algodón y azúcar en la zona de la Guayana Esequiba, o la riqueza lobera en Malvinas. Sin embargo, por otro lado, cabe poner de relieve un objetivo en clave geopolítica y, podríamos decir, jerárquicamente más relevante para la PIB: el dominio de desembocaduras, estrechos, pasos interoceánicos y los grandes ríos interiores del continente. En este sentido, hablamos de la primordial necesidad de la Corona británica de emplazarse en un punto estratégico que facilitara el dominio de las rutas marítimas en América Central y el Caribe tal como el que proveía el actual territorio de Belice. En el caso de la Guayana Esequiba, como advertimos, las bocas del río Orinoco eran tan importantes como los “Dardanelos” ubicados entre el Viejo Mundo y Oriente Medio, pues a través de ellas, era factible adentrarse y seguir hacia el río Meta, llegar al Virreinato de Nueva Granada y controlar así, el río Casiquiare y el norte de Brasil. Por último, en el caso de Malvinas, el dominio de los pasos interoceánicos (Pacífico-Atlántico/Atlántico hacia el Índico) y los estrechos implicados en el archipiélago fue fundamental.

Por otra parte, si bien los tres casos suponen la ocupación de posesiones españolas en América, en las proximidades de América Central y el Caribe, la presencia en ascenso de Estados Unidos fue un catalizador para los movimientos de Gran Bretaña. No obstante, como vimos, la competencia de Estados Unidos no fue una rivalidad en sentido estricto ya que cierta aversión discursiva hacia el Viejo Mundo en general y Gran Bretaña en particular, como la manifestada en la declaración Monroe, no se dio en los hechos. Estados Unidos permitió aventuras coloniales a Gran Bretaña en el continente americano siendo los tres casos de estudios un ejemplo. Sin dudas, en el sur del continente, el arrebato de Malvinas en 1833, diez años después de la declaración Monroe, expone esta situación de excepcionalidad para las incursiones británicas.

Siguiendo una lógica de similitudes y diferencias, en los casos de Guatemala y la Guayana Esequiba, la presencia de esclavos fue un elemento diferenciador con relación al conflicto de las Malvinas. Como se observó, la conquista y colonización del continente americano incluyeron la esclavitud de poblaciones indias y negras-africanas. Sin embargo, esta situación no se presentó en la disputa por Malvinas, dado que Argentina, tempranamente con la declaración de la libertad de vientres en 1813 y la libertad de todos los esclavos que pisaran el territorio de las Provincias Unidas, recortó capacidad a Gran Bretaña, potencia esclavista en el periodo bajo estudio, pese a sucesivos avances en contrario tanto al interior de Inglaterra como de las colonias británicas (Acta para la Abolición del Comercio de Esclavos de 1807 y Acta de Abolición de la Esclavitud de 1833).

En materia de actores, es interesante destacar que, en la configuración de los conflictos entre Gran Bretaña y Argentina y Venezuela, la Corona británica se enfrentó no sólo con las citadas nacientes repúblicas y España, sino también con otras potencias como Holanda y Francia. Al respecto, Guatemala representa una situación de salvedad dado que allí Gran Bretaña sólo entró en contradicción con España, si bien más adelante hubo tensión con Estados Unidos. Además, en este espacio de nuestro continente, las contradicciones entre ambas Coronas (Gran Bretaña y España) fueron menos intensas dada la estrategia de control territorial español que facilitó la incursión de corsarios y el establecimiento de colonias formadas por súbditos de potencias enemigas. Así, extensas regiones se mantuvieron con escasa o nula presencia de las autoridades. Ello difiere de los sucesos en la región de las Guayanas, donde España rechazó fuertemente a los invasores, principalmente holandeses, por lo que el avance de estos últimos fue tímido. El caso de Malvinas cuenta con la aparición en escena de Francia, sin embargo, de breve duración y casi sin violencia.

Finalmente, aunque las tres ex-colonias españolas en cuestión, en el periodo bajo estudio, transitarán el proceso descolonizador[15], no podemos desconocer la existencia de una situación particular de descolonización que tuvo lugar en el siglo XX y que se relaciona –en perspectiva– con los conflictos territoriales Gran Bretaña-Guatemala y Gran Bretaña-Venezuela. En otras palabras, nos referimos al proceso que tuvo lugar hacia mediados del siglo XX y que implicó que la porción territorial que Venezuela y Guatemala disputaban en el siglo XIX a Gran Bretaña pasara a formar parte de una nueva unidad estatal independiente. En el caso de la porción territorial reclamada por Venezuela, la Guayana Esequiba, en 1966 pasó a formar parte de la República Cooperativa de Guyana, tras el reconocimiento británico de su independencia. En el caso del territorio disputado por Guatemala, quedó bajo la administración del joven Estado de Belice, independizado en 1981. Es interesante destacar que estos procesos de descolonización se sucedieron en un mundo regido por el principio de las nacionalidades a diferencia de lo ocurrido en la ola emancipatoria del siglo XIX. Es decir, a la hora de legitimar la erección de nuevas unidades políticas concebidas como naciones se invocó el principio según el cual una comunidad poseedora de ciertos rasgos culturales o étnicos distintivos es una nacionalidad que tiene derecho a constituir un Estado nacional para que la represente. Claramente, este tipo de argumentos no fueron invocados en los albores de las independencias del siglo XIX pues dicha idea recién comenzaría a elaborarse en Europa en la década de 1830. En ese entonces, la forma de concebir a las comunidades políticas era radicalmente distinta. “Los sujetos políticos eran los pueblos, esto es, las ciudades o provincias que se consideraban soberanas, libres e independientes, y por eso podían acordar o no su integración en una nación según su voluntad e interés” (Wasserman, 2016).

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[1] Cabe decir que dicha acción resultó un apoyo a la causa latinoamericana propagandístico y retórico. En aquel momento, Estados Unidos orientaba sus intereses en la gestación de repúblicas independientes en la América española, fundamentalmente en el área del Caribe, columna vertebral del comercio estadounidense, tal como el presidente James Madison lo había recomendado.

[2] Cabe destacar que estas normas no serían acordadas “definitivamente” hasta la Conferencia de Berlín de 1885, cuando las potencias europeas convinieron el reparto de África.

[3] Hugo Grocio (Holanda) desarrolló su tesis de la libertad de navegación y comercio en crítica al tratado (tesis del Mare Liberum). El Concepto de Mare apertum de Isabel I de Inglaterra está en la misma línea. 

[4] El tratado de Munster fue firmado en 1648 entre España y Holanda: los españoles aceptan las situaciones de hecho en materia territorial y el ejercicio de la soberanía de cada nación sobre los espacios con posesión efectiva en las costas de Asia, África y América y la exclusión de cada una de las partes en los lugares poseídos por la otra. Se configuraba el principio del utipossidetis iuris. Además, se prohibía también el comercio y la navegación en los territorios de la otra.

[5] Carlos III de España (1716-1788) volvió a la política belicista directamente contra Inglaterra para recuperar Gibraltar y Menorca y firmó el tercer pacto de familia, que lo llevó a entrar en la última fase de la guerra de los Siete Años en apoyo del Reino de Francia contra el Reino de Gran Bretaña.

[6] Es interesante mencionar que una de las posibles motivaciones británicas de este suceso era forzar a España el pago prometido para la devolución de Manila, tomada por Gran Bretaña en 1762. También puede pensarse en la pib, puntualmente la ocupación de puntos estratégicos que le permitan dominar los pasos interoceánicos y continuar con su política de usurpación y conquista de posesiones en desmedro del imperio español en América.

[7] Dado que Malvinas era una dependencia geográfica de la Patagonia, conectada geográfica y geológicamente y la Patagonia parte del virreinato del Río de La Plata, sería ridículo hablar de res nulli (Palacios, 1934).

[8] La política británica suele emplear el Tratado de Madrid o de Godolphin de 1670 como el fundamento de su despliegue en el territorio.

[9] Los esclavos llegarán a constituir la mayoría de la población en el establecimiento del actual Belice.

[10] Quince ingleses controlaban el 80% del mercado de esclavos en territorio beliceño (Hernández Santos, 2002:9).

[11] Desde el momento de la independencia de España, la consolidación del Estado guatemalteco tendrá diferentes momentos – lo que evidencia los vaivenes y las vicisitudes internas–: la independencia inicial que separó al istmo de España y luego México (1821-1823), un período distinguido por el ejercicio de soberanía municipal; la formación del Estado de Guatemala y su participación dentro de la República Federal de Centro América (1825-1838); y finalmente la separación de Guatemala de la federación en 1838, y su transformación de un Estado federal a una república independiente (1839-1848) (Dym, 2009:225). 

[12] En 1822 había reconocido a las nuevas repúblicas. 

[13] Gran Bretaña hizo una reserva con respecto a su ocupación en Belice argumentando que le había sido concedida en usufructo por la Corona española (Orellana Portillo, 2012:28). 

[14] Otros autores opinan en sentido similar: Gran Bretaña estaba obsesionada por el dominio político del Orinoco y dirigió su expansión por la “zona litoral”, zona carente de recursos minerales, pero de “importancia estratégica”. Posteriormente, cuando se descubren los ricos yacimientos auríferos del Yaruari venezolano, los ingleses dirigieron su interés a la ocupación del interior de la Guayana Esequiba, sin perder su aspiración de dominar el Orinoco (Rodríguez, 2011:2). “Desde la perspectiva venezolana, aprovechando la debilidad que poseía Venezuela por la guerra de independencia, los colonos británicos cruzan el Río Esequibo reiteradamente para invadir el territorio venezolano, impulsados tanto por la aspiración de controlar las Bocas del Orinoco así como de acceder a la explotación de los yacimientos auríferos descubiertos en el Río Yuruary” (Serbín, 2003:175). 

[15] Claramente esta es una apreciación general que no implica pensar que los tres países en cuestión tras ese proceso han resuelto el colonialismo o la colonialidad. Justamente, en el caso argentino, Malvinas continúa siendo un reducto de colonialismo; y lo mismo se argumenta para los conflictos territoriales de Guatemala y Venezuela con Gran Bretaña al menos hasta promediar el siglo XX. 

(*) Licenciado y doctorando en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario (UNR); profesor de la Facultad Teresa de Ávila (Pontificia Universidad Católica Argentina, Paraná) y de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de Rosario).

(**) Licenciado en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario (UNR); docente e investigador en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UNR). Miembro fundador del Centro de Investigación, Docencia y Asistencia Técnica del Mercosur (CIDAM, UNR). Miembro del Centro de Estudios del Desarrollo y Territorio (CEDeT, UNR). Miembro del Grupo de Estudios sobre Malvinas (Universidad Nacional de Rosario).

 

Fuente: https://www.academia.edu

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