Por Federico LORENZ
A la memoria de los tripulantes del bote del Murrel, muertos en busca
de comida durante la guerra de Malvinas: Alejandro Vargas, Pedro Vojkovic,
Manuel Zelarayán y Carlos Alberto Hornos.
Donde estoy yo continúa todo tranquilo, las bombas caen muy lejos de
nosotros y el fusil no lo usé nunca, pero lo tengo en muy buenas condiciones,
pero de eso no me gusta hablar.
Néstor Sáenz, soldado conscripto, carta desde Malvinas, 26 de mayo de
1982.
La posibilidad
El 8 de junio de 1982 amaneció
soleado y calmo. “Día luminoso y de temperatura agradable”, consigna el diario
de guerra en Malvinas de la Brigada de Infantería Mecanizada X. El sol salió a
las 8:52 de la mañana, y hubo casi ocho horas de luz diurna. No llovió ni
lloviznó, y las temperaturas alcanzaron los 7°. Con la cercanía del invierno,
se trataba de un día atípico para los infantes que en algunos casos ya llevaban
dos meses en las posiciones en los cerros alrededor de Puerto Argentino. Así
había sido rebautizada la localidad de Puerto Stanley, capital de las islas
Malvinas, desde el 2 de abril de ese año, cuando fuerzas conjuntas argentinas
expulsaron a la guarnición británica de las islas, ocupadas por la fuerza desde
1833 y objeto de una disputa diplomática aún no resuelta desde entonces.
Esa mañana, en una de las
posiciones argentinas del Regimiento de Infantería 7 (RI7), sus cuatro
ocupantes estaban dedicados a la misma actividad: escribir cartas.
Antonio Reda, un soldado
conscripto que acababa de cumplir 20 años en las islas, bajaría junto con un
compañero a colaborar en la descarga de provisiones en los galpones del Moody
Brook, el cuartel de los Royal Marines devenido depósito y comando argentino.
No tenían mucho tiempo. Así lo reflejan las cartas de sus compañeros de
posición:
Hoy te escribo porque aprovecho que van 2 de los soldados que están en
mi carpa. Perdoná la letra, pero en realidad no veo mucho para escribir porque
recién está aclarando y aparte estoy súper incómodo para escribir (estoy adentro
de la carpa y en este momento estamos los cuatro escribiendo)
(Alberto Tarsitano, carta del 8/6/1982).
La posición de Reda y sus
compañeros, una de las centenares cavadas o construidas por los soldados
argentinos en Malvinas, estaba al norte del Monte Longdon, mirando a un arroyo
llamado Murrel.
Entre este y los soldados, había
un río de piedra. No habían cavado un pozo, sino que se trataba de “cuatro
paños armando una carpa debajo de una gran piedra para que el agua escurra por
sus costados”. La roca los protegía tanto del viento como de la artillería.
Como muchos otros soldados, al llegar a Malvinas encontraron que cuando
cavaban, el agua afloraba enseguida, por lo que finalmente optaron por esa
solución.
Esta carta va a ser muy sencilla ya que la estoy escribiendo muy
apurado, porque dos flacos van a ir al pueblo y las van a llevar. No sé cuándo
les voy a volver a escribir porque de donde estamos no podemos bajar más
(Héctor Píscopo, carta del 8/6/1982).
Para el 8 de junio, el regimiento
de Reda llevaba casi dos meses en Malvinas. Habían llegado el 13 de abril y las
diferentes compañías se habían dispersado en un amplio sector que iba desde la
península de Cambers, pasando por el Wireless Ridge, una altura que estaba a
las espaldas de la posición cuyos ocupantes se dedicaban febrilmente a escribir
esa mañana, para llegar a la cresta oeste del Monte Longdon, que con poco más
de 200 metros en su parte más alta, era una de las piezas centrales del esquema
defensivo argentino. Aunque las posiciones del regimiento no estaban lejos de
la población, unos 14 kilómetros los separaban de Puerto Argentino, el
abastecimiento era muy escaso e intermitente. En muchos casos, y el del grupo
de Reda era uno de ellos, en Malvinas los soldados quedaron librados a sus
propios recursos: la “caza” de ovejas, por la que eventualmente
podían ser castigados si se los
descubría, el mercadeo o las bajadas clandestinas al pueblo para obtener
comida.
Las dificultades en el abastecimiento
y la falta de un sistema logístico adecuado es un elemento más del elevado
nivel de improvisación con el que fue planeada y conducida la guerra, y fue un
elemento constitutivo de la experiencia bélica de miles de los combatientes
destinados en las islas.
Por eso la oportunidad de esa
mañana no era para despreciar. Antonio Reda sabía que, a cambio de ayudar en la
carga y descarga de provisiones, los soldados podrían escamotear algunos
comestibles. Así que terminaron las cartas, anotaron en un sobre las
direcciones de todos, finalmente Reda
bajaría solo, y emprendió la caminata de unas dos horas hasta los galpones del
Moody Brook atravesando el terreno esponjoso y ondulante (2).
El 8 de junio fue un día
particularmente intenso y sangriento. Esa mañana, los británicos intentaron un
desembarco al sur del dispositivo de defensa argentino en torno a Puerto
Argentino, en Bahía Agradable. El cerco se estaba cerrando y la Task Force
inició una operación para acelerar el emplazamiento de los efectivos que
participarían en el ataque final sobre las defensas argentinas.
Pero detectada por las avanzadas
de los defensores, la fuerza de desembarco británica recibió el ataque de la
aviación argentina. Dos transportes, el Sir Tristram y el Sir Galahad y un
lanchón de desembarco, fueron gravemente averiados, el primero quedó fuera de
combate y el segundo inutilizado. Un submarino, días después, remolcó el casco
del Galahad hasta aguas abiertas, donde fue hundido y actualmente es una tumba
de guerra; 51 hombres murieron y doscientos fueron heridos, mientras que tres
aviones argentinos fueron derribados y sus pilotos murieron.
Pero para la mayoría de los
soldados la guerra, hasta ese momento, no tenía esa espectacularidad, ni
probablemente la tendría nunca. Había consistido, más bien, en una tensa espera
bajo los bombardeos mientras las fuerzas atacantes se acercaban. El control del
espacio aéreo por parte británica empeoró las duras condiciones, dificultó aún
más el abastecimiento y empeoró las ya de por sí durísimas condiciones
ambientales que enfrentaban los infantes argentinos; mientras que el bombardeo
naval, aéreo y últimamente terrestre, así como la espera que parecía
interminable, minaban el ánimo de muchos soldados y aumentaban la tensión (3).
Dos días antes las máximas
autoridades militares de la X Brigada de Infantería habían visitado las
posiciones del Regimiento de Infantería 6, parte del dispositivo de defensa de
Puerto Argentino, no muy lejos de las posiciones del RI 7, y consignaron sus impresiones
de este modo:
Con respecto al personal, ¿cuál era su espíritu? Según la opinión de
los jefes, la tropa estaba un tanto afectada por la permanencia en el lugar.
Los cuadros tenían conciencia de que el enemigo iba a atacar la posición, lo
cual se deducía por el movimiento de sus helicópteros, la intensificación del
fuego naval y de la artillería de campaña. De cualquier manera, el personal se
encontraba bien en cuanto a su espíritu, pero no más que eso.
Estas eran las condiciones que
vivían y percibían, entre otros miles, Antonio Reda y sus compañeros.
En algunas líneas que intentó
transformar en un diario personal, Reda escribió a mediados de mayo:
Por algunos días dejé de hacer este diario, ya que todo era monótono y
rutinario hasta que el día 1° de mayo a las 4.40 sentí un bombardeo y dieron la
alerta roja (ataque aéreo) y fuimos a ocupar nuestras posiciones juntamente con
la otra mitad de la sección (...)
A partir de aquí comenzaron a atacar paradójicamente los fines de
semana con bombardeos aislados desde las fragatas o con aviones. Nosotros no
podíamos comprender la actitud de ninguno de los dos países, y la pregunta más
común es qué mal habíamos hecho para tener este castigo y por supuesto no tenía
respuesta.
La decisión
Antonio Reda llegó a los galpones
del Moody Brook. Recuerda un día soleado y tranquilo, debido a la meteorología
favorable los aviones británicos bombardearan las barracas en dos ocasiones ese
día, antes y después de la caminata de Antonio: una por la mañana y luego por
la tarde. Reda transcribió la carta a su familia en el aerograma en blanco que
le habían entregado (4). Para hacerlo, se apoyó en la baranda del puente de
madera que por entonces cruzaba el arroyo rumbo al pueblo:
Estimada familia: Les escribo estas líneas para decirles que me
encuentro perfectamente bien, espero que ustedes también lo estén y que tengan
mucha fe y confianza. Por mi parte no hay grandes variantes.
Disculpen la demora en escribir, pero en estos días se nos hace un poco
más difícil entregar las cartas. Las últimas noticias que tengo de ustedes es
un telegrama que recibí de Mary. Hace unos cuantos días que no mando telegramas
porque no pude ir hasta el pueblo.
Esta carta la escribo a la ligera porque tengo que entregarla, pero
igualmente no tengo muchas cosas nuevas para contarles.
Muchos saludos para Angelita, Miguel, Javi, Doña Amalia y para todos.
Espero que papi y mami estén tranquilos y se cuiden. Saludos para Mario
y la madre, cariños para toda la familia.
Avísenle a Mary que estoy bien, y que junto con esta va una carta para
ella.
Les mando un fuerte abrazo y un beso grande para todos.
Chau hasta pronto
Tony. 8-6-82
Y redactó otra, muy similar para
Mary, su novia, cruzar y duplicar la información para asegurarse la recepción
también era una práctica frecuente en quienes pudieron enviar regularmente cartas (5):
Querida Mary: Antes que nada, quiero decirte que estoy bien y así
también espero que estés vos y los tuyos. Quedate tranquila y confiada porque
yo también lo estoy.
Esta carta la escribo un poco apurado porque tengo poco tiempo para
entregarla, y como hace unos cuantos días que no puedo mandar carta ni
telegrama decidí hacerlo para tranquilizarlos. Te cuento que en los telegramas
la única frase que podemos poner es esa, por eso es que son todos iguales, [se
refiere al hecho de que los mensajes que se podían enviar al Continente por
esta vía sólo admitían un texto predeterminado].
Bueno, no tengo mucho para contarte porque acá las variantes no son
muchas.
Avisá por mi casa y deciles que junto con esta va una carta para ellos.
Muchos cariños para todos, un beso grande para vos y toda tu familia.
Saludos para Néstor y Ale.
Espero que puedas controlar tus nervios y que seas siempre optimista.
Recibí el telegrama que me mandaste el día 20 aprox.
Bueno, me despido porque me están apurando para entregar la carta.
Chau, un beso grandote, cuidate y hasta pronto
Tony. 8-6-82
Ambas cartas del 8 de junio
desentonan en el conjunto de la correspondencia de guerra de Antonio: están
escritas con mucha prolijidad, el papel está limpio, así como el dorso del
aerograma, sin las marcas de tierra o barro que tienen otras.
Yo el 8 de junio estaba muy
consciente de que no teníamos posibilidades, que los ingleses se venían y ya
estaban muy cerca. Se veían sus movimientos de traslado de los pertrechos con
helicópteros y nosotros estábamos en tan malas condiciones físicas que no podía
dudar del resultado frente a un ataque. Ese día pude robar una caja de
galletitas, me fui solo al pueblo. Mis compañeros ya no podían caminar, especialmente
el Viejo y Gustavo. En definitiva, vi que por una cosa (el enemigo) u otra
(nuestro Ejército) lo más probable y lógico en esas condiciones era.
Debido a esa asunción, Antonio
Reda decidió “cuidar” a su familia al contarles sus experiencias. Al igual que muchas
de las cartas que enviaron los soldados desde Malvinas, buscó llevarles
tranquilidad. Para eso tenía que esforzarse por no enviar datos que permitieran
inferir sus reales condiciones de vida, su malestar o su verdadero estado de
ánimo. Y ejerció la autocensura, una de las prácticas habituales en muchos de
quienes enviaron cartas desde algún frente de batalla. En el caso de Antonio,
esta voluntad estaba acentuada por su situación familiar. Sus papás tenían una
salud delicada (su mamá había sido operada del corazón), y como hijo varón su
trabajo era uno de los principales sostenes para la casa familiar de Ringuelet
(afueras de la Plata). Ya al ser convocado para el servicio militar obligatorio
había vivido el entrar bajo bandera como una verdadera complicación económica.
Las alusiones a esa necesaria
“tranquilidad familiar” son frecuentes tanto en las cartas que recibía como en
las que enviaba. Por ejemplo, en los primeros días, su novia le escribió:
Te pido por favor que te cuides mucho y que me escribas lo más rápido
posible y me cuentes cómo estás no quiero que lo tomes mal, pero si te pido que
te cuides mucho es porque todos deseamos que vuelvas bien y sobre todo tu papá porque
con todo esto si te pasa algo a vos le puede costar la
vida a él.
Además del deseo de que su novio
volviera sano y salvo, la carta evidencia la escasez de elementos que los
civiles involucrados en la guerra tuvieron para asumir la magnitud de lo que el
conflicto implicaba, la grieta entre las distintas formas en las que el
conflicto fue vivido. Esta brecha entre experiencias civiles y militares de la
guerra fue una de las bases de las diferentes memorias elaboradas sobre el
conflicto en la inmediata posguerra. A la vez, no eran sólo diferencias entre
combatientes y no combatientes, sino también regionales. Así, la experiencia bélica
no fue la misma para los patagónicos que para los porteños.
A la supervivencia en batalla, en
las condiciones que venimos describiendo, Antonio debió agregar la preocupación
por la salud de su padre, a quien “podía pasarle algo si algo le pasaba a él”.
Consciente de esta situación, Antonio se propuso hacer eso desde Malvinas. Por
ejemplo, cuando por la radio que tuvieron en el pozo escuchó acerca del ataque
británico a las Georgias, escribió:
Me decidí a escribirles para disminuir su preocupación ya que estuve
escuchando radio, sobre todo las uruguayas (6) y les aconsejo que no les den
bola a todo lo que dicen. Lo único cierto es el ataque a las Georgias, pero
todavía no se conocen las consecuencias.
Quiero decirles que me encuentro perfectamente bien de salud y que me
estoy cuidando como me lo piden.
Un mes después, en una carta en la
que describía la búsqueda de comida y el paisaje en el que vivía, reiteraba el
pedido: “Voy a pedirles un favor, el más
grande de todos, QUÉDENSE TRANQUILOS Y CONFIADOS porque así también lo estoy
yo” y rescataba la forma en la que la guerra hacía revalorizar las cosas
como una forma de comprometerse a regresar:
“Cambiando de tema te digo que la guerra, como vos te imaginás, no
sirve para nada, lo único que
te hace ver es que las pequeñas cosas de la vida, pero las más
pequeñas, son las que hacen hermosa la vida así que disfrútenla! Sin amargarse
porque pronto lo haremos todos juntos”.
La batalla de los ratones7
Antonio volvió del cuartel de
Moody Brook con un botín inesperado que compartió con sus compañeros de posición:
un paquete de galletitas con el que logró entusiasmar a Pipo, uno de ellos,
para repetir la expedición en busca de comida uno o dos días después. Hacia el 8
de junio, los galpones de las antiguas barracas de los Marines estaban
parcialmente abandonados y derruidos, debido a los bombardeos británicos (8).
El 11 de junio, finalmente, “a las
16.00 Moody Brook fue atacado por aviones que lograron impactos directos sobre
el edificio, resultando dos soldados muertos, uno herido y uno desaparecido” (9).
Sin embargo, al regresar de enviar
las cartas, al día siguiente (9 de junio), Antonio tuvo que desempeñar una
tarea infinitamente menos grata que la de recoger comida. La tarde anterior, un
grupo de soldados de la compañía A del Regimiento 7 había cruzado el Murrel rumbo
a la casa de unos isleños donde habitualmente iban a buscar comida, abrigo y
eventualmente higienizarse.
Para pasar utilizaban un bote, que
debían orientar cuidadosamente ya que las orillas de la corriente de agua
habían sido minadas por los argentinos. Esa noche, probablemente debido a la
niebla, se desorientaron, y uno de ellos pisó una mina antitanque mientras
llevaban el bote a cuestas. Murieron cuatro de los cinco soldados que salieron
esa tarde con autorización de sus superiores:
Alejandro Vargas, Pedro Vojkovic,
Manuel Zelarayán y Carlos Alberto Hornos.
A la mañana siguiente, un cabo 1°
llamó a “16 soldados con cuatro frazadas”. Antonio se presentó entre los primeros,
porque cuando la llamada era de ese tipo era para buscar víveres, y “en esa
estaba en todas”. Sin embargo, esta vez tuvo que levantar los restos de sus
compañeros y llevarlos a los galpones del Moody. Recuerda el panorama que se
encontró al llegar a las orillas del Murrel, no así qué hicieron luego con los
restos, dónde los dejaron, quién los condujo finalmente al pueblo.
Fue poco después de ese incidente
que Antonio consiguió bajar con Pipo al Moody Brook una vez más. Como señalamos,
lo convenció gracias al “señuelo” que había encontrado cuando bajó a enviar las
cartas: “por eso para mí tuvieron tanta significación las galletitas (...) Fue como
demostrar que podíamos seguir buscando alternativas para comer y así al volver
con ellas fue que estimuló a Pipo a arrancar conmigo”.
El grupo de Antonio estaba en muy
malas condiciones físicas y anímicas: “el Viejo” ya estaba imposibilitado de moverse,
Gustavo estaba muy deprimido, Antonio le ofreció en broma varias veces una
pistola para que “terminara”, ante su queja permanente, y sólo Antonio y Pipo
se movilizaban cada tanto. Antonio, uno de los más activos, perdió más de
veinte kilos de peso mientras estuvo en Malvinas.
Llegaron a los galpones y los
encontraron abandonados, prácticamente vacíos y en ruinas. La desilusión fue muy
grande, pero en los edificios ruinosos encontraron restos de comida por el
piso, mezclados con bolsas rotas, y se dedicaron a recogerlos.
De repente, de entre unas bolsas
de arpillera salieron varios ratones que estaban comiendo unas frutas secas. Enfrentar
a los roedores les hizo reír, pero también tomar conciencia del grado de
postración en que se encontraban:
“Estos hijos de puta nos van a
comer las cosas”, gritó uno de ellos mientras ahuyentaban a los pequeños ratones.
Las frutas y los porotos recogidos del piso ese día los sostuvieron hasta el
final.
En la noche del 11 de junio, el
Segundo Batallón de Paracaidistas británico (Para 2) atacó el Monte Longdon. Se
produjo uno de los combates más sangrientos de la guerra, pero para el amanecer
del 12 de junio los argentinos fueron desalojados del monte. La compañía de
Antonio quedó en la primera línea de combate, aunque los británicos no
avanzaron de inmediato, sino que se reagruparon
mientras esperaban refuerzos.
Aunque habían sido sorprendidos por la dureza de la resistencia, los ingleses sabían
que la derrota de los argentinos era una cuestión de tiempo.
Desde sus posiciones, los soldados
argentinos veían los movimientos de los británicos en el cerro donde habían combatido
sus compañeros, mientras el cañoneo argentino y británico caía
intermitentemente sobre las posiciones de ambos bandos y se producían
intercambios aislados de disparos.
Al mediodía del 12, Antonio, a los
gritos, le propuso al Sapo, un compañero que estaba en otra posición cercana,
cambiarle “leche en polvo por unos cigarrillos”. La respuesta fue un morterazo
británico que cayó entre los dos: le arrancó parte de la oreja al Sapo, e hirió
a Antonio en la pierna, atrapado en medio del salto en busca de refugio que
había dado cuando escuchó el ruido de salida del proyectil.
Al principio, Antonio siguió
moviéndose como si nada, pero a medida que el cuerpo se le enfrió, le resultó
cada vez más difícil caminar. Lo enviaron a la retaguardia junto con otro
compañero herido, con los ojos completamente vendados, para que se acompañaran
y asistieran en el regreso: serían respectivamente las piernas y los ojos del
otro.
Luego de pasar unas horas en el
Hospital de Puerto Argentino, Antonio Reda fue embarcado en uno de los últimos
vuelos al Continente, el día 13 de junio. En uno de sus bolsillos llevaba una
bolsa plástica que había contenido arroz, y ahora protegía de la humedad y la
suciedad las cartas recibidas en las posiciones. Entre ellas también estaban
las cartas que había escrito y transcripto con prolijidad para su familia
apoyado en el puente del Moody Brook la mañana luminosa del 8 de junio.
Antonio nunca las envió. En un
primer momento, Reda quiso “proteger” a su familia y a su novia, enviándoles un
mensaje tranquilizador a pesar de considerar que no tendría salvación, y
ocultándoles la dura realidad que vivía en las islas. Pero luego lo pensó un
poco más, y esa misma certeza hizo que decidiera que ese gesto no valía la
pena, que además sería contraproducente:
Yo lo que tengo en mi mente es estar arriba de este puente de madera
que no sé por qué cuernos lo reservo así en mi memoria y tener una reflexión
como decir “Esto es al pedo” y... No tiene sentido. Si yo ya estaba viendo el
Moody Brook destruido, que estaban abandonando las posiciones propias, más
replegarse del Moody Brook (...) Lo que pensaba en el fondo era que la carta
iba a llegar y yo iba a estar muerto y eso era peor. Porque una vez estando
muerto les llega la carta, les hace creer que estoy vivo. O sea, yo decía, si
me salvo... si no me salvo bueno, acá se terminó la historia, ya está. Para qué
seguir agregándole más recepción de cartas, cosas... cuando sabés que se
termina, para un lado y para el otro, no tiene sentido la última carta.
Así, las cartas regresaron al
Continente sin ser enviadas, y si sabemos qué sucedió después de ese día 8 de
junio de 1982 en la vida de un simple soldado argentino en Malvinas, es porque
Reda sobrevivió a una guerra que consideraba perdida.
La complejidad de la Historia
Algunas reflexiones en torno a
esta pequeña historia personal nos permiten insistir una vez más en la
importancia de los testimonios orales, dentro de su necesario diálogo con otras
fuentes, recursos y preguntas. Por extensión, pensar algunas cuestiones
relativas a la historia reciente y su escritura, y dentro de este marco, sobre
la atención prestada a la guerra de Malvinas dentro de ese campo.
En primer lugar, si Reda hubiera
despachado las cartas y muerto después (por ejemplo, a manos del morterazo
británico del 12 de junio), esa correspondencia expresaría “sus últimas
palabras” (10).
Como la autocensura lo llevaba a
esconder muchas de sus impresiones, no conoceríamos sus estados de ánimo en las
islas, ocultos por las líneas garabateadas en una carpa y transcriptas en el
puente de Moody Brook, guiadas por la voluntad del engaño tranquilizador, ni en
su testimonio, libre de la presión de esos años.
Más aún, por la fecha en la que
fueron escritos, los aerogramas no hubieran dado cuenta de las experiencias de
guerra más fuertes de Antonio Reda en Malvinas:
La voladura de sus compañeros, la recolección de sus cadáveres, la
sensación de lo irrisorio de su estado físico al combatir contra los ratones en
el Moody por comida (lo que funciona en su relato como metáfora de las
condiciones en las que combatió), y el momento en el que lo hirieron.
Tampoco sabríamos nada de la ambigua sensación del alivio por la
evacuación y la culpa por abandonar a sus compañeros allí, en vísperas del combate
final, que dan cuenta de algunos de los lazos construidos entre los hombres que
combatieron en Malvinas. Expresado de una manera muy gruesa, si el último
testimonio de Antonio Reda hubiera sido los documentos escritos, probablemente
habríamos sido tan “engañados” o “tranquilizados” por esas “fuentes” como sus
destinatarios de 1982.
Antonio, afortunadamente,
sobrevivió a la guerra. Esto es una suerte también para los historiadores, que
cuentan con la posibilidad de estudiar las cartas que decidió no enviar y
contrastarlas con el testimonio de su redactor.
Porque lo que da densidad a una
historia que podría haber sido mucho más simple es la pregunta al testigo, la
posibilidad de construir su testimonio y ponerlo en diálogo con los contextos
más amplios de la guerra y con otras fuentes que produjo durante el desarrollo
de los acontecimientos evocados en una entrevista.
A partir de una mención fortuita a
la “batalla de los ratones” en el Moody Brook durante un asado que compartimos,
entre Antonio y yo comenzó un intercambio de preguntas que resultó en correos
electrónicos, entrevistas y la recolección de la correspondencia de guerra no
sólo de Reda, sino de sus compañeros de posición.
Fueron y vinieron correos
aportando preguntas, respuestas y fotos para ordenar esos pocos días y horas
que iban entre la carta y la salida de Antonio de Malvinas y que ordenaron la
cronología de los hechos vividos por Reda. Como resultado, Antonio pudo
establecer la secuencia de una serie de acontecimientos muy intensos en su vida
desarrollados entre el 8 y el 13 de junio, que hasta ese momento tenía
superpuestos o confusos.
Mucho se ha escrito, se discute y
se discutirá sobre el predominio de los testimonios orales en la reconstrucción
del pasado argentino, sobre sus características falibles, poco confiables y
volubles al impacto de la memoria.
Algunos autores incluso se han
preguntado sobre el carácter determinante que su predominio ha tenido en las
formas en las que nos relacionamos con el pasado. En algún sentido, en esta
historia la carga es la inversa:
Lo incompleto, lo “falso” y
sesgado es el documento escrito, las cartas, que resultan tan poco confiables
como la palabra orientada por la memoria más de un cuarto de siglo después de
la guerra.
Esta afirmación no busca volcar el
fiel de la balanza hacia las fuentes orales. Nada es tan simple. La riqueza de
la historia de Antonio Reda y sus cartas está en que su testimonio y su
correspondencia de guerra se unen para mostrar una vez más la idea de que deben
ser manejadas cuidadosamente todas las fuentes históricas, con los recaudos particulares
a sus características en cada caso, ya que todas están sometidas a la
subjetividad de los autores, a su contexto histórico de producción.
Pero, también, al momento en el
que son sometidas a la crítica histórica, ya que arrojan el desafío acaso más cautivante
que encierra el estudio de la historia reciente:
la convivencia del historiador con
los actores del proceso que investiga. Este hecho no solo es un desafío
metodológico, sino también epistemológico. La “aceleración” del tiempo
histórico que hace que convivamos con los hechos que historizamos no debería ni
acomplejarnos ni hacernos apelar a ningún principio de autoridad. Es una
posibilidad de redimensionar la magnitud del problema de la legitimidad para
hablar sobre el pasado, es decir: que hay unas voces supuestamente más
autorizadas para interpretar y escribir la Historia que otras. De allí que debe
impulsarnos a desarrollar más y mejores herramientas que nos permitan dar
cuenta críticamente de dicha complejidad.
Los actores, como nos recuerda el
mismo Reda, no sólo eligen qué contar, sino cómo, así como también, acaso
inconscientemente, el momento para producir esa narración, para hacerla
pública:
El día que dejé de escribir el diario fue por lo mismo, ya tenía la
sensación de que si salía vivo lo contaba entonces ¿para qué escribir?.
En el campo de la historia
reciente, en muchos casos los historiadores somos tan actores como nuestras
“fuentes vivas”. ¿Por qué deberíamos entonces pensar que procedemos de otro
modo quienes nos aproximamos al pasado con fines de reconstrucción crítica? En
este caso, son los papeles rescatados de la guerra cuidadosamente preservados,
junto al recuerdo fragmentario y desordenado de los actores y las preguntas del
historiador, los que pueden aportar a una reconstrucción más completa y humana
de la Historia. Las aproximaciones a la guerra de Malvinas desde la
historiografía post dictatorial han estado por demás atravesadas por estos
problemas y limitaciones,
demasiado parecidas a la auto
represión de Reda desde las islas.
En Los desnudos y los muertos,
Norman Mailer cuenta la historia de Gallagher, el infante estadounidense que
durante la Segunda Guerra Mundial recibe en Anopopei, en el lejano frente del
Pacífico, la noticia de que su mujer ha muerto al dar a luz. A miles de
kilómetros de sus hogares, las cartas permitían establecer extrañas relaciones con
los seres queridos. Gallagher recibió la noticia, y ...después de un rato se
calmó y se puso a mirar sus cartas.
La noche anterior había tenido
tiempo de leer solamente las de su mujer. Todas eran cartas antiguas. La más
reciente era de hacía un mes, y no dejaba de decirse, sorprendido, que tal vez
ya fuera padre. La fecha probable que había mencionado su mujer para el
nacimiento de la criatura ya había pasado, pero él no podía creerlo. Siempre se
imaginaba que lo que ella escribía ocurría el mismo día en que él leía la
carta; si ella decía que iba a visitar a una de sus amigas al día siguiente; él
pensaba que Mary haría la visita el día después de leer la carta. La razón le
advertía de su error, pero su mujer seguía viviendo para él solamente en el
instante en que leía sus cartas.
Sucedió algo terrible. Debido al
retraso en las comunicaciones, después de la noticia del fallecimiento,
comenzaron a llegar cartas con posterioridad a la fecha de la muerte su esposa.
Gallagher reaccionó con alegría. Este delay le hacía sentir que su esposa
seguía viva:
Durante meses había sabido de la vida que llevaba su esposa sólo a
través de cartas y la costumbre estaba tan arraigada que no podía desprenderse
de ella. Empezó a sentirse contento; esperaba las cartas como siempre había
hecho y pensaba en ellas por la noche antes de dormirse. Sin embargo,
después de unos días, comprendió algo espantoso. La fecha de parto se
acercaba cada vez más, habría una carta final, y ella estaría muerta.
Sus jefes y compañeros de pelotón discutieron qué hacer frente a ese
“autoengaño”. ¿Debían seguir entregándoles las cartas y fomentar su “locura” o
no? Pero ante la mera insinuación, la respuesta de Gallagher fue tajante: “Si
no me dan las cartas, ella se va a morir”.
Al estudiar la guerra de Malvinas,
breve e intensa, la exploración de la correspondencia enviada y recibida por
los argentinos atravesados por el conflicto reactualiza la belleza literaria de
la trágica historia de Gallagher.
Hay cosas que siguen vivas allí.
Las cartas comparten su anacronismo con las fotografías. Las palabras fijas en
el papel han detenido el tiempo, tanto como la imagen ha congelado un gesto o
una mirada. Allí hay un punto en común con la extrañeza que produce la voz
presente en el hoy del que evoca algo sucedido hace treinta años.
Las cartas escritas por los
argentinos durante la guerra contra los británicos escaparon, en líneas generales,
a la censura institucional. Producidas en un conflicto breve, se parecen a
aquellas escritas en los momentos iniciales de otros enfrentamientos armados,
cuando la censura castrense estaba en proceso de implementación al paso que las
maquinarias bélicas afianzaban sus mecanismos y los frentes se estabilizaban.
Las cartas arrojan entonces
preguntas, y respuestas dadas por quienes las escribieron, a cuestiones
centrales para avanzar en la comprensión de un hecho histórico decisivo del
último cuarto del siglo XX argentino. Laten en las líneas de trazos infantiles
y toscos, o en aquellas saturadas de solemnes giros patrióticos, los porqués de
los hombres enviados a combatir y sus familias, ante la inminencia de alguna
hora decisiva, o enfrentando el tedio interminable de la vida en las
posiciones; sus deseos y esperanzas, en muchos casos sus enojos, frustraciones y
odios. Escaparon a la destrucción y a las censuras de entonces, resisten a las
de este presente y en muchos casos aguardan.
Y si bien hay diferencias y
distorsiones en las expectativas y valoraciones sobre la guerra, por ejemplo,
entre los oficiales, suboficiales y conscriptos, emergen no obstante de entre
las líneas escritas entre abril y junio imágenes para entender todo un sistema
de valores llevado a un clímax por el hecho bélico. Son insinuaciones de un
mundo cultural y político mucho más complejo y diverso, regional y
experiencialmente, del que suelen dar cuenta las lecturas políticas e
historiográficas predominantes sobre el conflicto.
Por supuesto que no se trata de
leer literalmente lo que las cartas dicen, o lo que los sobrevivientes
recuerdan. La historia de Antonio Reda es una advertencia al respecto tanto
como una invitación a poner en diálogo las diferentes fuentes que aportan a la
comprensión del pasado reciente. Acaso porque a la hora del final de una vida
no existan las últimas cartas o las últimas palabras, sino más bien últimas
preguntas, ese abandono del campo de batalla.
Notas
(1) Agradezco la paciencia de
Antonio Reda ante mis preguntas y requerimientos, que fueron y serán muchos. También
las lecturas críticas y sugerencias de Juan Bautista Duizeide, Sandra Gayol,
Anne Pérotin-Dumon y Andrea Rodríguez, así como las de los evaluadores anónimos
de este texto.
(2) La reconstrucción de los
sucesos que siguen, en base a intercambios de correo electrónico con Antonio Reda,
y entrevista del autor del 14 de octubre de 2008. Asimismo, se pueden consultar
Guillermo Clarke, Juan Ghisiglieri y Alicia Sarno, Palabras de Honor. Relatos
de vida de soldados ex combatientes de Malvinas, La Plata, Instituto Cultural
de la Provincia de Buenos Aires. Archivo Histórico “Dr. Ricardo Levene”, 2008.
(3) Ver Balza 2003, Camogli 2007,
Speranza y Cittadini 2006 y Lorenz 2012.
(4) Un aerograma es un envío
postal aéreo, en un formato estándar, en el que el dorso de la carta, plegado, hace
las veces de sobre.
(5) Antonio se casó con Mary, con
quien tiene una hija.
(6) Los motivos para escuchar
radios uruguayas podían ser dos: uno, el hecho de que eran mejor recibidas desde
las islas; el otro, que se prefiriera ese canal por considerarlo más “veraz”
que las informaciones propias, en tanto reproducían información internacional.
(7) La narración que sigue, en
base a entrevista a Antonio Reda, 14 de octubre de 2008, intercambio de correo
electrónico antes referido, Palabras de honor, op,. Cit y Vargas 2005.
(8) Actualmente, de los galpones
sólo queda un playón de cemento: no sobrevivieron al cañoneo de ambos bandos de
abril y junio de 1982. El puente de madera del Moody también fue reemplazado
por una construcción más moderna, pero existen fotografías de tiempos de
guerra.
(9) Existe una filmación,
producida el día anterior, en donde se ve una entrevista a uno de los
conscriptos muertos en el ataque, el soldado Mosto.
(10) Existen numerosas antologías
de “últimas cartas” escritas por soldados, sobre todo desde la Primera Guerra
Mundial. Era a la vez una práctica habitual de muchos combatientes, ante la
inminencia de un combate importante en el que aumentaba el riesgo de perder la
vida. Por ejemplo: Bill Adler
(editor) War Letters from Vietnam, New York, Presidio Press, 2003 y Laurence
Housman (editor), War Letters of Fallen Englishmen, Philadelphia, Pine Street
Books, 2002
Referencias bibliográficas:
Adler, B. (Ed.). (2003). War letters from Vietnam. New York: Presidio
Press.
Balza, M. (2003). Malvinas. Gesta e incompetencia. Buenos Aires:
Atlántida.
Camogli, P. (2007). Batallas de
Malvinas. Buenos Aires: Aguilar.
Clarke, G., Ghisiglieri, J. y
Sarno, A. (2008). Palabras de Honor. Relatos de vida de soldados ex
combatientes de Malvinas. La Plata: Instituto Cultural de la Provincia de
Buenos Aires. Archivo Histórico “Dr. Ricardo Levene”.
Housman, L. (Ed.). (2002). War letters of fallen Englishmen. Philadelphia:
Pine Street Books.
Jofre, O. y Aguiar, F. (1987). Malvinas. La defensa de Puerto Argentino.
Buenos Aires: Sudamericana.
Ejército Argentino (1983).
Condiciones meteorológicas en Puerto Argentino. En Informe Oficial Conflicto
Malvinas. Tomo II, Anexo 3.3. Buenos Aires: Ejército Argentino.
Lorenz, F. (2011). El malestar de
Krímov. Malvinas, los estudios sobre la guerra y la historia reciente
argentina. Estudios, 25 (Enero-Junio 2011), 47-65. Córdoba: Centro de Estudios
Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba.
Lorenz, F. (2008, mayo-agosto).
“Es hora que sepan”. La correspondencia de la Guerra de Malvinas: Otra mirada sobre
la experiencia bélica de 1982. Revista Páginas.
Revista digital de la Escuela de
Historia. [On line], 1. Disponible en: www.revistapaginas.com.ar
Lorenz, F. (2012). Las guerras por
Malvinas. 1982-2012. Buenos Aires: Edhasa.
Lorenz, F. (2010). Otras marcas.
Guerra y memoria en una localidad del sur argentino (1978-1982). En Ernesto Bohoslavsky
et alii (Comp.), Problemas de historia reciente del Cono Sur. Buenos Aires:
Prometeo Libros. Volumen I.
Mailer, N. (2008). Los desnudos y
los muertos. Barcelona: Anagrama.
Speranza, G. y Cittadini, F.
(2006). Partes de guerra. Buenos Aires: Edhasa.
Vargas, S. (2005). Malvinas.
Historias breves y sentimientos. Buenos Aires: Dunken.
Fuente: ppct.caicyt.gov.ar
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