Por
Gustavo A. Piuma Justo (*)
Estas
líneas, que relatan mi experiencia durante la Batalla Aérea de San Carlos,
están dedicadas a aquellos hombres que cayeron heroicamente en nuestras Islas
Malvinas; también a los hijos de mis hijos, a los amigos de mis amigos y, en
general, a todos los hombres de armas de la Fuerza Aérea Argentina.
El
presente trabajo tiende a analizar un tema poco frecuentado del conflicto de
Malvinas, el aspecto humano de los Pilotos de Caza que lucharon en las Islas,
dejando de lado toda consideración política, táctica o técnica de dicho
conflicto. Se trata de un relato, sobre la experiencia de un piloto derribado
en combate y pretende ser útil y, a la vez, ampliar el horizonte a los
aviadores de la Fuerza Aérea Argentina.
Introducción
Estoy
convencido que mi experiencia vivida durante la epopeya de Malvinas, aportará
su cuota de esclarecimiento con respecto, no a mi modesto desempeño durante las
alternativas de una lucha reivindicatoria de nuestra soberanía, sino sobre el
valor, la fortaleza y el temple demostrados ante el mundo, por nuestros
combatientes.
Es
bueno que la ciudadanía conozca, con claridad, la interna y perentoria vocación
de nuestros pilotos de ofrendar su vida en defensa de la Patria, ya que estos
hombres, a poco de ingresar en la Escuela de Aviación Militar, se consustancian
con esa filosofía, y se sienten dispuestos hasta el heroísmo, cuando la Nación
los llama.
Casi
desde mi feliz infancia abracé esta profesión con amor, sí, yo elegí la
Aviación Militar. Visto el uniforme con orgullo y tengo grabados en mi memoria
los relatos de gloriosas epopeyas. En mi hogar y en la escuela se me enseñó la
grandeza de mi país, a través de sus batallas, de sus próceres y de sus héroes,
aprendí a amar a mi país.
Inocentemente
creí que mi Patria necesitaba de hombres como yo para mantener su soberanía.
Aún lo creo y, sin embargo, finalizado el conflicto, no pude advertir la
postura altiva y orgullosa que esperaba de mi país, que aún en la derrota
debiera haber estado a la altura de aquellos argentinos que con su sangre
regaron nuestras Islas.
Pienso
que no todos los argentinos entendieron esta epopeya. Yo pretendí entenderla,
acepté el oficio de las armas, y he tratado de ejercerlo lo mejor posible. Como
soldado, no he buscado ni pretendido esta guerra, pero, llegado el caso, cumplí
con mi deber.
Soy
un profesional, no un mercenario. Elegí con libertad la disciplina militar
porque creo, honestamente, que las instituciones armadas, en cierta medida,
limitan el horror en el empleo de la violencia.
Acepté
libremente respetar la Ley y el Honor de Oficial, también acepté libremente
luchar, nadie me obligó a ello. Soy consciente de que al final de la guerra
está la paz, combato para ganar y mi deber es alcanzar ese objetivo lo antes
posible.
No
soy un hombre cuya profesión le impida tener la misma sensibilidad que
cualquier ser humano, odio la guerra más de lo que ustedes creen. “La guerra es
algo noble, solo en el espíritu de aquellos que no la conocen”, es en el fin
donde se encuentra su nobleza. Desgraciadamente, los hombres sólo han
encontrado la guerra como solución de la búsqueda de paz.
En
lo personal, elegí esta vocación porque la Nación, a través de sus
instituciones, me dio la oportunidad de ingresas en las Fuerzas Armadas. Les
toca a los demás poner su talento al servicio de la paz, Yo debo prepararme
para la guerra, mi Patria y sus ciudadanos me lo exigen.
En
cuanto a mi carrera, cimenté mi experiencia en las Unidades de Caza, y mi vida
profesional se fue enriqueciendo con el alma de la especialidad. A medida que
fue transcurriendo el tiempo comencé a imbuirme con el espíritu del Piloto de
Caza, a tal punto que se ha de mantener hasta el último día de mi existencia
porque, en definitiva, es lo que alimentó mis sueños y mis ilusiones y marcó
decididamente durante la guerra el porqué de mi existencia y mi destino.
Pero
también soy consciente que, en tiempo de paz el hombre de armas es un ciudadano
común, con sus afanes, sus ilusiones, sus amores, en fin, con todo lo contingente
de una vida plena.
Esto
es así hasta la hora del combate. Es en ese entonces cuando debe prepararse
para un total renunciamiento. Ya no es él, Ya no es el hermano, el hijo, el
padre, el esposo, el amigo. Su vida no le pertenece. Queda esculpida en la gran
hipótesis de la guerra, es una total abstracción de lo terrenal y efímero, y en
la tremenda soledad de su alma siente el acicate de la gloria. No de su gloria,
sino la de su Patria.
Así
fui a pelear, convencido de que era mi deber, a pesar de lo mucho que tenía
para perder: mujer, hijos, amigos… Era consciente de que estaba viviendo una
situación límite y de mi decisión dependía mi vida o mi muerte, difícil
compromiso de conciencia. En mis pensamientos estaban Dios, la Patria y mis
convicciones, en permanente conflicto con mi familia, mis hijos, aun pequeños e
indefensos, que necesitaban la guía de su padre. No me sentía muy seguro de
estar preparado para morir. Inmerso en esa marea de contradicciones que
convulsionaban mi espíritu, me encuentra el 21 de mayo de 1982, día de mi
derribo.
Relato
En
la madrugada de ese día, Gran Bretaña inicia el desembarco. La noche anterior,
nuestro Canciller había hablado por televisión y expresado: “Ya no queda nada
por hacer, vamos a la guerra”. Desde horas antes, yo sabía que integraba las
tripulaciones que saldrían en la segunda oleada.
Esa
noche, luego de ver el noticiero, me fui a la cama. No estaba demasiado
preocupado, había superado todos los interrogatorios de mi alma, y estaba
decidido a luchar, es más, no quería perder la guerra. La causa era noble y
justa su reivindicación.
Durante
mi vida profesional había participado en las Unidades de Caza, junto a mis
camaradas y amigos, de charlas de asados.
Nos sentíamos entonces, y nos sentimos ahora, orgullosos de nuestra
especialidad.
El
espíritu de todo piloto de caza es muy particular. Tiene algo de lírico y
bohemio, pero posee una firme personalidad, cuyo comportamiento quizás se
asemeja al de los pumas. Estos, cuando están en pareja, se disputan la presa
ferozmente, pero apenas se los ataca, se aglutinan inmediatamente.
Es
por esto que todo piloto, que alguna vez formó parte de una Unidad de Caza,
tiene algo en común: quizás su desafío a la vida, su osadía, su intrepidez, que
hace que se unan ante el peligro, se protejan unos a los otros en sus tácticas
aéreas, sean camaradas y leales amigos. En definitiva, formen un grupo humano
disciplinado, profesional, austero y combativo, con un gran sentido del honor y
la lealtad.
Fueron
estos pensamientos y recuerdos de esa noche, los que me hicieron presentir la
llegada de nuestra hora. Me empujaba la voluntad de dar el ejemplo.
El
amanecer del 21 de mayo era un brillante día de sol. Las primeras noticias que
nos llegaban desde las Islas, eran desalentadoras: los ingleses estaban
consolidando la cabecera de playa y los buques, formados en abanico, efectuaban
una fuerte defensa.
Aproximadamente
a las nueve de la mañana, el Comando de la Fuerza Aérea Sur ordena la hora de
ataque de nuestra misión y detalla el objetivo: dos fragatas del tipo 42 que
estaban bombardeando, desde el Estrecho de San Carlos, las posiciones del
Ejército y de la Fuerza Aérea acantonadas en Darwin.
Despegué
hacia las Islas junto al Capitán Guillermo Donadille y el Primer Teniente Jorge
Daniel Senn. Nuestra hora de ataque era las 14:52 horas.
Durante
el trayecto hacia el objetivo hicimos el vuelo en formación defensiva:
Estábamos preocupados ya que de la primera oleada algunos no habían regresado:
El trayecto era muy largo y, obligados a economizar combustible, debíamos volar
a gran altura, muy expuestos a la flota británica.
Recuerdo
el sentimiento que me embargó cuando, desde aproximadamente 12000 metros de altura
divisé por primera vez la Gran Malvina. Qué emoción: Estaba cerca de ella y
próximo al objetivo. Durante el descenso adoptamos la formación para el ataque.
Unas millas antes comenzamos el vuelo rasante sobre el mar. Los primeros
peñascos se acercaban vertiginosamente.
Nuestra
velocidad era aproximadamente de 500 nudos. Íbamos paralelos a un valle, entre
nubes y pequeños cerros. Estábamos a 1 minuto y 30 segundos del ataque. A lo
lejos se divisaba el Estrecho de San Carlos.
De
pronto el Primer Teniente Senn rompe el silencio radioeléctrico e informa:
-
¡Cuidado!:
¡Viene un Harrier de frente!
-
¡Atención!,
respondo, ¡son más de dos!
No
teníamos alternativas. Eyectamos las bombas y los tanques de combustible y, por
la situación táctica, nos vimos obligados a entrar en combate aire-aire, a
pesar que disponíamos únicamente de 150 proyectiles de 30 mm por cañón.
Rápidamente
puse poscombustión y trepé casi en la vertical. En ese momento un Harrier se
cruza de frente y en descenso. Viro bruscamente a la derecha, para mejorar la
posición de ataque, cuando veo, a mi izquierda, el desarrollo del combate del
numeral 3 de la escuadrilla, el cual es derribado por un misil lanzado por otro
Harrier que se encontraba a 90 grados y muy debajo de nosotros. Alcanzo a gritarle
desesperadamente al Primer Teniente Senn que cierre el viraje. Ya era tarde, el
misil impacta en la cola del avión y comienza rápidamente a incendiarse.
Trato
de comunicarme por radio con el Capitán Donadille y no me contesta, me había
quedado solo. La impotencia y la indignación embargaban todo mi ser. Desciendo
bruscamente en dirección a un Harrier que estaba a muy baja altura. Me acerco
vertiginosamente y comienzo a disparar mis cañones. Suspendo el tiro pues
estaba todavía lejos; de mi primera ráfaga no había visto las municiones
trazadoras, que me darían una idea aproximada de la puntería.
Cuando
decido suspender el tiro estaba a 20 o 30 metros de altura. La velocidad era
aproximadamente 450 nudos. Observo rápidamente el indicador de combustible: ya
no podría regresar al continente. En ese preciso momento siento una tremenda
explosión en mi avión: un misil Sidewinder lo impacta de lleno.
La
máquina se vuelve incontrolable. Instintivamente tiro del comando y el avión
sube descontroladamente, inclinándose a la derecha. Me siento sofocado, creo
que me quemo y me acerco rápidamente a un cerro. Fue allí cuando decido
eyectarme.
No
recuerdo nada más, el impacto con el aire me desmaya. Me despierto tendido en
el suelo, con el rostro hacia el cielo y las manos cruzadas en el pecho. Miro
alrededor e, instintivamente beso, con gran emoción, la tierra.
En
la confusión de mis ideas, tengo la sensación de estar justamente en mi Patria,
en un pedazo de tierra reconquistada al enemigo. Experimento la dolorosa certeza
de no poder continuar mi lucha; pero, también el tremendo orgullo de haber
cumplido con mi deber.
Intento
incorporarme, lo que me causa mucho dolor. Llevo las manos al rostro, y me
sorprende verlas manchadas de sangre. Me faltan los guantes. Había perdido mi
reloj, la máscara de oxígeno y el casco de vuelo. Tenía enganchado el
paracaídas y, afortunadamente, el equipo de supervivencia todavía seguía al
lado de mi cuerpo. A medida que tomaba conciencia de mi condición física,
comenzaba a preocuparme seriamente. Sangraba por boca y nariz, tenía
dificultades para respirar y, fundamentalmente un fuerte dolor en la espalda y
en el tobillo derecho. Traté de mirar a mi alrededor. El paisaje de las
Malvinas era maravilloso. Un verde intenso cubría el valle, yo estaba ubicado
como en un escenario, en la pendiente de un cerro, a una altura aproximada de
30 metros, quizás a 40 metros, y allí abajo, muy cerca de un arroyo, estaba mi
avión, sus restos esparcido en un radio de 100 metros sobre el terreno, todavía
en llamas.
Comienzo
a rezar preguntando:
-
Dios
mío, Dios mío ¿qué me ha pasado?
Le
pido a Dios otra oportunidad de seguir viviendo, prometiéndole que le iba a
responder. No sé cuánto tiempo mantuve este dialogo, inclino la cabeza y al
lado del arroyo veo patos bebiendo agua.
Me arrastro hacia el arroyo y me
acerco. Un espejo de agua cristalina y de suave corriente me refreca el rostro.
Me asombro: un serio hematoma en el lado izquierdo de la cara me impide ver
bien. Me lavo la cara, tomo mucha agua que me ranima. Empiezo a tranquilizarme.
Acostado al lado del arroyo,
descando. Decido buscar una soga que está unida al chaleco de supervivencia, el
consta de todos los elementos para sobrevivir: agua, alimentos, remedios,
apósitos, una escopeta de calibre 12, señales diurnas y nocturnas, etcétera.
Consigo la soga, tiro de esta hasta su máxma extensión e inflo el bote
salvavidas.
Así, tirado en el suelo voy
arrastrando el bote. Junto con él venían todos los elementos mencionados.
Incluso una radio, un espejo de señales
y una linterna. Coloco todos los elementos dentro del bote, me desengancho el
paracaídas y lo extiendo, como puedo, en la zona de mi caída.
Todavía no me había incorporado.
Solo estaba en cuclillas y, así, en esa posición, como gateando, subo una
pequeña loma y comienzo a mirar a lo lejos, tratando de buscar un lugar que me
protegiera del frio y donde pasar la noche. Aproximadamente a 1000/1500 metros
de distancia, hacia el valle, y en un cerro no muy elevado, distingo una
casita, quizas un rancho o una tapera.
Al mismo tiempo observo
detenidamente mi avión y pienso. “Podría estar entre los fierros retorcidos de
mi máquina” …. Dios había decidido que todavía no me había llegado la hora.
Extiendo las cuerdas del velamen y,
en un extremo, trato de hacer una flecha, pretendiendo dar una idea del sentido
del avance para orientar aquellos helicopteros que seguramente me estarían
buscando.
Por primera vez trato de
incorporarme. No puedo hacerlo totalmente, me parecía como si un hierro
caliente penetrara en mi cintura. Me tiro nuevamente al suelo, descanso, rezo y
tomo agua. Alrededor del cuello me había colgado dos sachets de agua, estos
venían en mi equipo personal, unidos a una cuerda. Ambos recipientes, de 1,5
litros cada uno, me resultaban cómodos a la altura de la cadera.
Nuevamente decido incorporarme e
intento arrastrar el bote, pero ese gran esfuerzo con los antebrazos me lo
impide. No podía dejar todos esos elementos, de algún modo debía llevarlos
conmigo, pues eran mi salvación.
Me quedo un instante meditando. Se
me ocurre hacer un lazo en el extremo de la soga que me une al bote y, despues
de mucho esfuerzo, coloco el lazo alrededor de mi cintura. Me incorporo y
comienzo mi marcha. Estaba decidido a seguir viviendo, a seguir luchando por la
vida. Aun cuando tuviera que arrastrar el bote, no iba a perder la oportunidad
que Dios me daba de sobrevivir. Esto era un calvario. ¡Si Cristo había superado
mucho más y Él me extendía una mano. Adelante, pues!
Así, pensando en el camino de la
Cruz, comencé a caminar. Crucé lomas y arroyos. Llegó la noche, empezó a
llover, tenía mucho frio y mis manos estaban entumecidas. Que desilución:
Apenas había caminado 300/400 metros y todavía el refugio estaba lejos, muy
lejos….
Me desplomé. Durante el trayecto,
creo que en lo único que pensé fue en rezar y rezar. No quería que el recuerdo
de mi mujer, de mis hijos y de todo aquello que me sujetaba a la tierra, me
hicieron sentir animicamente mal. ¡Quería luchar, no llorar!
Pensé
en seguir caminando, pero la noche era muy cerrada y temía desorientarme.
Busqué un pozo donde estar al resguardo del viento. Saqué todas las cosas que
estaban en el bote y me metí dentro de él. Me tapé con el paño que estaba
adherido a los bordes por un cierre de tipo Velcro y me coloqué la capucha, lo que
me permitió estar bastante protegido del viento y de la lluvia.
Esa
noche no pude dormir. Estaba esperando con mucha ansiedad el amanecer. Cada
tanto abría la capucha y miraba a mi alrededor. Comencé a escuchar explosiones
a lo lejos y a ver señales luminosas en los cerros. Empezaba a tomar conciencia
de que estaba en un teatro de guerra y que probablemente en la zona habría
comandos británicos.
Durante
la caminata de ese día había observado patos silvestres y distintos tipos de
aves. Entrada la medianoche, creí que un pato se había recostado sobre mi bote.
En una de mis manos tenía un revolver calibre 38 y sobre mi pecho, un cuchillo.
Desenvainé lentamente el cuchillo y traté de apuñalar al pato…, y mi sorpresa
fue grande cuando, en mi desesperado intento de cacería, confundí el ave con uno
de los equipos de supervivencia, al que el viento lo hacía golpear contra el
bote. Esbocé una sonrisa y me dije: “Bueno, tenés que controlarte”.
Cuando
levanté los ojos me encontré con un cielo despejado. Había dejado de llover y
una bóveda, con un intenso color azul y miles de estrellas, me cubría como si
fuera un manto. ¡Qué espectáculo maravilloso! ¡Qué soledad! Nunca había
distinguido con tanta nitidez la Cruz del Sur. La observé extasiado, bellísima
en ese sector tan austral de nuestro país.
No
sé por qué hay imágenes y pensamientos que pasan como relámpagos por nuestras
cabezas. Ocho horas antes creía que me moría. Estaba amaneciendo y ahora tenía
la certeza de que iba a seguir viviendo, como si Dios se hubiese apiadado de mí
y me dijera: “¡Adelante, adelante! ¡te doy otra oportunidad!
La
hemorragia de boca y nariz había cesado. Mi respiración ya era más controlada.
Solo el tobillo y mi columna seguían con mucho dolor.
Al
amanecer del 22 de mayo comencé nuevamente mi marcha. Estaba menos agitado que
el día anterior y no tan ansioso. Me concentré fundamentalmente en la posición
de mi tobillo derecho, debía pisar siempre hacia afuera y, de ese modo, el
dolor se podía controlar. La posición que adopté, como agazapado, hacia
soportar mi problema en la columna vertebral.
Me
había propuesto llegar al refugio ese día, y por lo tanto debía descansar solo
cuando realmente estuviera agotado. No comprendía como no había llegado hasta
allí el día anterior. solo había caminado 400 metros en un lapso de dos horas.
Me
encontraba subiendo los últimos 100 metros. Serían aproximadamente las 14 horas
(24 horas después de la eyección), cuando nuevamente me desbarranco y caigo con
todos los elementos de supervivencia esparciéndose a lo largo de mi trayectoria
de descenso.
Tomo
conciencia que debo controlarme y tomar mi tiempo necesario para el descanso.
No podía repetir la experiencia del día anterior. Caminaba 10 o 20 metros y me
desplomaba e inmediatamente quería seguir avanzando… pero, ¡cómo controlaba el
tiempo de descanso!
Había
perdido la noción del tiempo, había extraviado el reloj… decido que por cada
caída debía rezar dos Rosarios y luego incorporarme. Me dio resultado, 50 o 60
minutos después estaba frente a un alambrado de cinco hilos que rodeaba el
puesto de un establecimiento lanero.
No
podía creerlo: había llegado después de tanto esfuerzo y estaba tan fatigado
que miraba incrédulo aquella pequeña tapera. Aparentemente no había vida,
ningún Kelper, ningún animal… Ahora debía decidir cómo sortear ese alambrado de
púas, que no era muy alto, pero tampoco bajo.
Este
pequeño refugio estaba en medio de tres o cuatro potreros cuyas tranqueras se
encontraban del otro lado… y ya no tenía fuerzas para rodearlas, comencé a
balancearme sobre el alambrado hasta perder el equilibrio y caer al otro lado.
Tendido
en el suelo, y a metros de la casa, saqué el lazo de la cintura y apuntando con
mi revolver grité:
-
¿Vive
alguien?
Me
sorprendió escuchar mi voz. No sé por qué grité, quizás con la esperanza de que
alguien contestara, aunque desde lejos se notaba que era un refugio abandonado.
La
casa era de chapa, con una puerta de madera, que tenía un ancho de 2 metros por
3 de alto. Al abrir observé que la mitad del piso estaba cubierto de abundante
lana. Hice un mullido colchón y me recosté, dormí profundamente 15 o tal vez 20
minutos.
Me
desperté y enseguida comencé a ordenar todos los elementos de supervivencia.
Las bengalas diurnas las coloqué a la derecha de la puerta y las nocturnas a la
izquierda. Tomé dos aspirinas y entré las botellas que había en el refugio,
busqué la más limpia. recuerdo que en su etiqueta decía “Queen Drink” (El trago
de la reina). La iba a usar como caramañola.
Sobre
una de las paredes del refugio efectué siete marcas paralelas y taché la
primera, pensando que, llegado el séptimo día iniciaría la marcha hacia Puerto
Howard, que yo creía que estaba aproximadamente a 5 km del lugar de mi caída.
Cuando
estaba intentando cortar los cordones de la bota de mi pie derecho, escucho el
ruido característico de las palas de un helicóptero. ¡Qué emoción!, podría
afirmar que sentía los latidos de mi corazón.
Rápidamente
tomo una bengala diurna y, arrastrándome llego al borde del cerro. Allí abajo
veo un helicóptero, pero no distinguía bien si era británico o argentino. En
uno de sus giros alcanzo a distinguir la escarapela argentina y lanzo la
bengala. Un humo anaranjado cubre la colina…
¡Qué
emoción indescriptible! De espaldas a la tierra, miraba fijamente el
helicóptero que se acercaba lentamente. Los recuerdos de mi infancia, de mi
juventud, de mi mujer, de mis hijos…, pasaban vertiginosamente por mi memoria.
¡Qué maravillosa era la vida!
Final.
Pasados
ya más de seis años de aquellos acontecimientos, veo las cosas desde otra
perspectiva y siento que puedo evaluar cada una de las circunstancias, con
mayor serenidad. El tiempo suaviza esperanzas y sirve para atenuar y colocar en
su justa, y verdadera armonía, aquellas vibraciones del cuerpo y del espíritu y
me hacía sentir más cerca de Dios o mejor dicho, más circunstanciado con lo
divino que con lo humano y de repente, como un relámpago, cruzaba por mi mente
la clara certeza de que también en esos momentos comulgaba con mi Patria y
entendía la empresa en toda la plenitud.
Porque allí estaba mi Dios y allí
mi Patria, herida y mutilada. Mas tarde, el infortunio de la perdida de mi
avión, mi caida a tierra, mis esfuerzos para recomponer mi situación y el
heroismo de mis camaradas de helicóptero de transporte que me rescataban. Otra
parte de esa historia que ha de quedar grabada en mi memoria con imperecedera
vitalidad y que merece ser mostrada y difundida a los cuatro vientos de la
República.
Entonces, ¿qué es el hombre de
armas despues de la guerra?... Vuelve a ser un ciudadano normal, pero esta vez
cargado con el peso de sus camaradas muertos, de los héroes que ofrendaron su
vida en combate, de los recuerdos tristes de amigos perdidos, de su propia
experiencia frente al peligro, de los que quedaron y de los que volvieron.
Finalmente, el reencuentro con mis
familiares y amigos, en ese revivir en medio de un torbellino de sentimientos y
de afectos, son sucesos que tocan las fibras mas intimas de mi ser y que guardo
el lo mas recondito de mi espiritu.
(*)
Brigadier (R) VGM. Durante el Conflicto por la Recuperación de las Islas Malvina, participó como piloto de aviones MV Dagger
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