Estuvimos
en las islas tratando de conocer cómo viven y piensan sus habitantes. Postales
de un lugar que para los argentinos sigue siendo propio y ajeno a la vez, con
el recuerdo del conflicto armado atravesándolo todo.
Por
Gabriel Esbry
Las
Malvinas son un pequeño archipiélago del Atlántico Sur compuesto por dos islas
mayores y más de 700 islotes de distinto tamaño, que en total suman casi 12 mil
kilómetros cuadrados de superficie. Pero cada centímetro cuadrado de ese
territorio hostil y helado está atravesado por una enorme carga simbólica de
pasado, presente y futuro demasiado significativa para cualquier argentino.
Hace
casi dos siglos que nuestro país reclama por la soberanía de Malvinas, y hace
37 años hubo allí una guerra en la que perdieron la vida 649 compatriotas.
La
vida en Malvinas: la guerra en el recuerdo y la mirada en el futuro
Malvinas
se enseña en nuestros colegios; Malvinas tiene un feriado nacional; Malvinas es
el nombre de decenas de pueblos; Malvinas es un pedido recurrente ante la ONU.
Malvinas es eso y mucho más. Malvinas es un sentimiento, del que los argentinos
nos sentimos despojados.
Con
todo eso dentro de una valija, La Voz visitó semanas atrás las islas, en
oportunidad de la inauguración de la nueva ruta aérea que, partiendo desde San
Pablo, Brasil, hace una escala mensual en Córdoba.
Lo
que sigue son las impresiones de ese viaje único, extraño, histórico, que ni aún
al final de esta nota terminarán de escribirse.
Puerto
Argentino. La arquitectura urbana de la capital de las islas replica el paisaje
de los pequeños poblados de la campiña inglesa. El 90% de los vehículos son
camionetas 4x4. (La Voz)
Un
vuelo complicado
Ya
antes de partir, el viaje comenzaba con problemas. Una denuncia penal contra el
todavía presidente Mauricio Macri, por haber acordado con Inglaterra una nueva
ruta aérea entre las islas y el continente sin haber pasado por el Congreso,
amenazaba con suspender hasta nuevo aviso el vuelo.
Tras
varias idas y vueltas, un día antes de la fecha prevista el juez Luis Rodríguez
autorizó el servicio y el 20 de noviembre, paradójicamente, el Día de la
Soberanía Nacional, el Boeing 767 de Latam partió desde el aeropuerto Ambrosio
Taravella rumbo a Malvinas.
Apenas
cuatro argentinos embarcamos en Córdoba, todos periodistas. En el avión que
llegaba desde el aeropuerto de Guarulhos venía otro puñado de trabajadores de
prensa de Brasil, Uruguay y Chile. El resto del pasaje estaba compuesto por
funcionarios británicos de las islas, que celebraban la nueva conexión aérea
entre Malvinas y San Pablo.
Para
ellos, la escala en Córdoba era casi una consecuencia no deseada, una suerte de
daño colateral de un acuerdo diplomático que, antes que nada, buscaba una
conexión más directa entre el archipiélago y el mundo, además de una bodega de
carga más grande para su abastecimiento cotidiano.
Apenas
tres horas más tarde, desde la ventanilla del avión pudimos divisar los
contornos duros e irregulares de las islas, bañados por las aguas cristalinas y
heladas del Atlántico. El anuncio del capitán brasileño de la nave contribuyó a
tensar aún más el nudo en la garganta: estábamos a punto de aterrizar en
Malvinas.
En
tierra firme
Pisar
suelo malvinense nos generó sensaciones contradictorias. Estábamos allí, y eso
nos producía una alegría inmensa. Pero también confirmábamos que el lugar está
dominado por una potencia extranjera.
La
primera impresión no podía ser más elocuente. El aeropuerto de Monte Agradable
(Mount Pleasant) está enclavado en una enorme base militar a 48 kilómetros al
sur de Puerto Argentino. Además del intenso viento, lo que se destaca en el
lugar es el incesante trajinar de tropas y vehículos del ejército, la marina y
la aviación británicos.
Un
inmenso hangar de más de 40 metros de alto, desafiantemente pintado de verde
militar, parecía advertirnos que allí hay mucho más que una pacífica población
civil.
Tras
un celoso trámite aduanero, un transfer nos llevó hasta Puerto Argentino. En el
viaje, el paisaje confirmaba que el reclamo de soberanía argentino tiene bases
más que sólidas. Lo que entraba por los ojos era una típica estepa patagónica,
con arbustos de no más de medio metro de altura y rocas grises por doquier.
Si
hubiésemos volado desde Río Gallegos, en Santa Cruz, la continuidad visual
entre el continente y las islas hubiera sido evidente.
Pero
al llegar a Puerto Argentino, las coincidencias desaparecieron de inmediato. La
camioneta que nos llevaba comenzó a deambular por un típico pueblo de la
campiña británica. Allí todo es inglés. Desde lo más evidente, el idioma,
pasando por el aspecto anglosajón de sus habitantes, la arquitectura de madera
y techos a dos aguas de las viviendas, hasta los vehículos con su volante del
lado derecho.
A
pesar del hermoso día que nos recibió, con un inesperado sol y una temperatura
agradable, casi no había gente caminando por las calles.
Nos
alojamos en el principal hotel de la ciudad, el Malvina House, un nombre casi
contradictorio para un lugar en el que “Malvinas” es casi una mala palabra.
Comenzábamos
una visita de cuatro días en la que los ojos, los oídos y el alma iban a estar
más atentos que nunca, con el recuerdo de la guerra contagiando todos los
sentidos.
Contacto
difícil
Los
organizadores de nuestra estadía habían preparado diversas excursiones en las
islas, pero lo que más nos interesaba era recorrerlas, caminar las calles del
pueblo, respirar su aire, conversar con los isleños, saber qué piensan, cómo
sienten, cómo viven, preguntarles qué creen que hay a escasos 650 kilómetros
hacia el oeste.
La
tarea no fue fácil. En todo intento de contacto nos topábamos con una actitud
que, sin llegar a ser hostil, traslucía frialdad, indiferencia, reticencia. Más
cuando el interlocutor confirmaba que quien estaba al frente era un argentino.
Salvo
escasas excepciones, a los isleños no les interesó en lo más mínimo charlar con
nosotros. La actitud y disposición era siempre asimétrica. Unos, nosotros,
tratando de hacer contacto. Los otros, los isleños, casi esquivándonos.
Nuestros
primeros interlocutores fueron trabajadores chilenos, que los hay y muchos en
Puerto Argentino. La inmensa mayoría llegó a las islas para desempeñar tareas
de baja calificación, como mozos, albañiles, recolectores de residuos,
choferes. Lo mismo hacen filipinos y santaelenos, las otras dos grandes
comunidades de extranjeros residentes en Malvinas.
“Llegue
en 2002. Económicamente fue muy beneficioso para mí. Me pude comprar una casa y
un lote. Tengo mi vida acá”, nos dijo Jaime Clambor, chileno de 58 años,
técnico en Agricultura de profesión, pero chofer de un servicio turístico en
las islas.
Jaime
nos confirmó con palabras lo que habíamos sentido en nuestros primeros
contactos con los locales. “A los isleños no les gusta mucho la Argentina, por
lo que sucedió en 1982. Antes había una buena relación, hasta que llegó la
invasión. Hay gente que está muy dolida por lo que sucedió en la guerra”, nos
explicó.
Vivir
en las islas
Muchos
chilenos también trabajan en la pesca, la principal actividad económica de las
islas. El 59 por ciento del empleo local lo concentra este rubro. El resto se
dedica al comercio, a los servicios públicos, al incipiente turismo y a la cría
de ovejas.
El
ingreso promedio de los 3.500 habitantes de las islas (2.640 viven en Puerto
Argentino) ronda las 1.875 libras esterlinas mensuales, unos 150 mil pesos
argentinos.
Aunque
la mayoría tiene un buen nivel de vida, no se ven construcciones ostentosas. La
residencia oficial del Gobernador, Nigel Phillips, delegado directo de la reina
de Inglaterra, es la única vivienda que se destaca en el lugar. La contracara
es Teaberry, el barrio humilde de la ciudad, compuesto por pequeñas casas de
madera que el gobierno arrienda a las familias de menores recursos.
Igual,
nadie tiene mayores problemas económicos, aunque sí de acceso a ciertos
productos y servicios. Salvo algunos alimentos frescos que llegan desde Chile o
Uruguay, todo debe ser traído desde Gran Bretaña o Sudáfrica. Internet, por
ejemplo, es un “bien” escaso en las islas, caro y de mala calidad.
Al
frente de todas las casas hay entre dos y tres vehículos estacionados, por lo
general camionetas 4x4 de marca Land Rover. El pueblo tiene un hospital, una
escuela, un banco, varios supermercados, una comisaría, una estación de
servicio, dos iglesias (la más grande, protestante; la otra, católica), un
cementerio, un periódico.
“Las
islas están bien, en una buena situación económica. Hay bastante optimismo
entre la población. Todo el mundo quiere mirar hacia el futuro”, nos contó
Rodrigo Cordeiro, vicedirector del Penguin News, el diario local, español de
nacimiento, isleño por adopción.
Pero
ese futuro no pareciera incluir a nuestro país. “El problema de la relación con
la Argentina es que la causa Malvinas está muy viva allá. Y mientras eso
subsista será difícil poder integrarnos”, entendió Cordeiro.
Guerra
fría
Han
pasado 37 años, pero el conflicto armado sigue allí. Como si el pueblo
estuviera detenido en una suerte de guerra fría.
Muchas
viviendas tienen banderas inglesas en sus puertas y carteles en sus ventanas
que aseguran a quien quiera mirar que “The Falkland are british”.
Algunos
patios están adornados con tanquetas militares en desuso, y la taberna más
concurrida del pueblo, The Globe Tavern, tiene colgados en sus paredes
amenazantes obuses y ametralladoras, como si fueran trofeos de combate.
En
el centro de Puerto Argentino, el principal monumento es el memorial a los
caídos ingleses en la guerra de 1982. A su lado, un busto de la ex premier
británica Margaret Thatcher mira imperturbable hacia el mar. A los pocos
metros, una calle lleva su nombre.
El
Museo de Malvinas, discreto y pequeño, tiene una sala exclusivamente dedicada a
la guerra. Todo está contado como una injusta e inexplicable invasión
argentina, que logró ser repelida por las fuerzas británicas. “1982 In our own
words” reza una infografía gigante que cronológicamente repasa los 74 días de
conflicto.
En
las afueras de la ciudad, varias playas de arenas blancas y frías aguas
turquesas todavía están minadas. Alambres de púa y carteles con calaveras
advierten a quien llegue desprevenido que el lugar es peligroso. “Danger Mines”
se lee.
A
pesar del tiempo transcurrido, varias playas de las islas todavía están
minadas. Un equipo de trabajadores zimbabuenses tiene a su cargo la tarea de
detectarlas y desactivarlas.
A
cuatro kilómetros de la capital, los restos de dos helicópteros argentinos
permanecen arrojados en medio del campo. Las turbinas están casi intactas, lo
mismo que las aspas de las hélices. Pero el resto es un manojo de hierros difíciles
de reconocer. La imagen estremece.
“Yo
tenía 24 años cuando estalló la guerra. Vivíamos cerca de aquí, en una granja.
Fue un tiempo aterrador. Había tanques por todas partes. Estos helicópteros
fueron bombardeados por las fuerzas inglesas. Y aquí siguen”, rememora Ailsa
Healthman, mirando el amasijo de chapas herrumbradas.
Para
ella, el recuerdo de la guerra sigue vivo: “Las heridas no han cerrado todavía.
Sería lindo ser buenos vecinos con los argentinos. Pero no creo que eso sea
posible por ahora...”.
Lamentablemente,
no pudimos ir al cementerio de Darwin, distante 88 kilómetros de Puerto
Argentino. 237 soldados argentinos descansan allí.
Distancias
Estuvimos
70 horas en Malvinas. Poco tiempo para conocerlas a fondo; suficiente para
llevarnos una idea aproximada de cómo se vive, se piensa y se siente en ese
extremo del mundo.
La
cuestión geopolítica se entremezcla con la condición humana de quienes allí
viven. Hay un relato unívoco que atraviesa las dos dimensiones, y se extiende
desde el pasado hasta el futuro. La visión de lo que fue la guerra, la mirada
actual sobre Argentina, el deseo de desarrollo de las islas.
Aunque
nadie lo diga, la impresión es que las islas necesitan de la Argentina para
poder proyectarse y crecer. Los 14 mil kilómetros que las separan de Inglaterra
son indescontables para una pequeña comunidad que muchas veces se siente
aislada. Todo sería más fácil si la relación con nuestro país fuera más fluida,
menos conflictiva.
Para
ellos, la Argentina está demasiado cerca y al mismo tiempo demasiado lejos.
Para nosotros, las Malvinas nos están ni cerca, ni lejos: están en la Argentina.
Fuente:
https://www.lavoz.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario