15 de diciembre de 2019

MALVINAS: TAN CERCA, TAN LEJOS


Estuvimos en las islas tratando de conocer cómo viven y piensan sus habitantes. Postales de un lugar que para los argentinos sigue siendo propio y ajeno a la vez, con el recuerdo del conflicto armado atravesándolo todo.


Por Gabriel Esbry

Las Malvinas son un pequeño archipiélago del Atlántico Sur compuesto por dos islas mayores y más de 700 islotes de distinto tamaño, que en total suman casi 12 mil kilómetros cuadrados de superficie. Pero cada centímetro cuadrado de ese territorio hostil y helado está atravesado por una enorme carga simbólica de pasado, presente y futuro demasiado significativa para cualquier argentino.

Hace casi dos siglos que nuestro país reclama por la soberanía de Malvinas, y hace 37 años hubo allí una guerra en la que perdieron la vida 649 compatriotas.

La vida en Malvinas: la guerra en el recuerdo y la mirada en el futuro

Malvinas se enseña en nuestros colegios; Malvinas tiene un feriado nacional; Malvinas es el nombre de decenas de pueblos; Malvinas es un pedido recurrente ante la ONU. Malvinas es eso y mucho más. Malvinas es un sentimiento, del que los argentinos nos sentimos despojados.

Con todo eso dentro de una valija, La Voz visitó semanas atrás las islas, en oportunidad de la inauguración de la nueva ruta aérea que, partiendo desde San Pablo, Brasil, hace una escala mensual en Córdoba.

Lo que sigue son las impresiones de ese viaje único, extraño, histórico, que ni aún al final de esta nota terminarán de escribirse.

Puerto Argentino. La arquitectura urbana de la capital de las islas replica el paisaje de los pequeños poblados de la campiña inglesa. El 90% de los vehículos son camionetas 4x4. (La Voz)
Puerto Argentino. La arquitectura urbana de la capital de las islas replica el paisaje de los pequeños poblados de la campiña inglesa. El 90% de los vehículos son camionetas 4x4. (La Voz)

Un vuelo complicado

Ya antes de partir, el viaje comenzaba con problemas. Una denuncia penal contra el todavía presidente Mauricio Macri, por haber acordado con Inglaterra una nueva ruta aérea entre las islas y el continente sin haber pasado por el Congreso, amenazaba con suspender hasta nuevo aviso el vuelo.

Tras varias idas y vueltas, un día antes de la fecha prevista el juez Luis Rodríguez autorizó el servicio y el 20 de noviembre, paradójicamente, el Día de la Soberanía Nacional, el Boeing 767 de Latam partió desde el aeropuerto Ambrosio Taravella rumbo a Malvinas.

Apenas cuatro argentinos embarcamos en Córdoba, todos periodistas. En el avión que llegaba desde el aeropuerto de Guarulhos venía otro puñado de trabajadores de prensa de Brasil, Uruguay y Chile. El resto del pasaje estaba compuesto por funcionarios británicos de las islas, que celebraban la nueva conexión aérea entre Malvinas y San Pablo.

Para ellos, la escala en Córdoba era casi una consecuencia no deseada, una suerte de daño colateral de un acuerdo diplomático que, antes que nada, buscaba una conexión más directa entre el archipiélago y el mundo, además de una bodega de carga más grande para su abastecimiento cotidiano.

Apenas tres horas más tarde, desde la ventanilla del avión pudimos divisar los contornos duros e irregulares de las islas, bañados por las aguas cristalinas y heladas del Atlántico. El anuncio del capitán brasileño de la nave contribuyó a tensar aún más el nudo en la garganta: estábamos a punto de aterrizar en Malvinas.


En tierra firme

Pisar suelo malvinense nos generó sensaciones contradictorias. Estábamos allí, y eso nos producía una alegría inmensa. Pero también confirmábamos que el lugar está dominado por una potencia extranjera.

La primera impresión no podía ser más elocuente. El aeropuerto de Monte Agradable (Mount Pleasant) está enclavado en una enorme base militar a 48 kilómetros al sur de Puerto Argentino. Además del intenso viento, lo que se destaca en el lugar es el incesante trajinar de tropas y vehículos del ejército, la marina y la aviación británicos.

Un inmenso hangar de más de 40 metros de alto, desafiantemente pintado de verde militar, parecía advertirnos que allí hay mucho más que una pacífica población civil.

Tras un celoso trámite aduanero, un transfer nos llevó hasta Puerto Argentino. En el viaje, el paisaje confirmaba que el reclamo de soberanía argentino tiene bases más que sólidas. Lo que entraba por los ojos era una típica estepa patagónica, con arbustos de no más de medio metro de altura y rocas grises por doquier.

Si hubiésemos volado desde Río Gallegos, en Santa Cruz, la continuidad visual entre el continente y las islas hubiera sido evidente.

Pero al llegar a Puerto Argentino, las coincidencias desaparecieron de inmediato. La camioneta que nos llevaba comenzó a deambular por un típico pueblo de la campiña británica. Allí todo es inglés. Desde lo más evidente, el idioma, pasando por el aspecto anglosajón de sus habitantes, la arquitectura de madera y techos a dos aguas de las viviendas, hasta los vehículos con su volante del lado derecho.

A pesar del hermoso día que nos recibió, con un inesperado sol y una temperatura agradable, casi no había gente caminando por las calles.

Nos alojamos en el principal hotel de la ciudad, el Malvina House, un nombre casi contradictorio para un lugar en el que “Malvinas” es casi una mala palabra.

Comenzábamos una visita de cuatro días en la que los ojos, los oídos y el alma iban a estar más atentos que nunca, con el recuerdo de la guerra contagiando todos los sentidos.

Contacto difícil

Los organizadores de nuestra estadía habían preparado diversas excursiones en las islas, pero lo que más nos interesaba era recorrerlas, caminar las calles del pueblo, respirar su aire, conversar con los isleños, saber qué piensan, cómo sienten, cómo viven, preguntarles qué creen que hay a escasos 650 kilómetros hacia el oeste.

La tarea no fue fácil. En todo intento de contacto nos topábamos con una actitud que, sin llegar a ser hostil, traslucía frialdad, indiferencia, reticencia. Más cuando el interlocutor confirmaba que quien estaba al frente era un argentino.

Salvo escasas excepciones, a los isleños no les interesó en lo más mínimo charlar con nosotros. La actitud y disposición era siempre asimétrica. Unos, nosotros, tratando de hacer contacto. Los otros, los isleños, casi esquivándonos.

Nuestros primeros interlocutores fueron trabajadores chilenos, que los hay y muchos en Puerto Argentino. La inmensa mayoría llegó a las islas para desempeñar tareas de baja calificación, como mozos, albañiles, recolectores de residuos, choferes. Lo mismo hacen filipinos y santaelenos, las otras dos grandes comunidades de extranjeros residentes en Malvinas.

“Llegue en 2002. Económicamente fue muy beneficioso para mí. Me pude comprar una casa y un lote. Tengo mi vida acá”, nos dijo Jaime Clambor, chileno de 58 años, técnico en Agricultura de profesión, pero chofer de un servicio turístico en las islas.

Jaime nos confirmó con palabras lo que habíamos sentido en nuestros primeros contactos con los locales. “A los isleños no les gusta mucho la Argentina, por lo que sucedió en 1982. Antes había una buena relación, hasta que llegó la invasión. Hay gente que está muy dolida por lo que sucedió en la guerra”, nos explicó.

Vivir en las islas

Muchos chilenos también trabajan en la pesca, la principal actividad económica de las islas. El 59 por ciento del empleo local lo concentra este rubro. El resto se dedica al comercio, a los servicios públicos, al incipiente turismo y a la cría de ovejas.

El ingreso promedio de los 3.500 habitantes de las islas (2.640 viven en Puerto Argentino) ronda las 1.875 libras esterlinas mensuales, unos 150 mil pesos argentinos.

Aunque la mayoría tiene un buen nivel de vida, no se ven construcciones ostentosas. La residencia oficial del Gobernador, Nigel Phillips, delegado directo de la reina de Inglaterra, es la única vivienda que se destaca en el lugar. La contracara es Teaberry, el barrio humilde de la ciudad, compuesto por pequeñas casas de madera que el gobierno arrienda a las familias de menores recursos.

Igual, nadie tiene mayores problemas económicos, aunque sí de acceso a ciertos productos y servicios. Salvo algunos alimentos frescos que llegan desde Chile o Uruguay, todo debe ser traído desde Gran Bretaña o Sudáfrica. Internet, por ejemplo, es un “bien” escaso en las islas, caro y de mala calidad.

Al frente de todas las casas hay entre dos y tres vehículos estacionados, por lo general camionetas 4x4 de marca Land Rover. El pueblo tiene un hospital, una escuela, un banco, varios supermercados, una comisaría, una estación de servicio, dos iglesias (la más grande, protestante; la otra, católica), un cementerio, un periódico.

“Las islas están bien, en una buena situación económica. Hay bastante optimismo entre la población. Todo el mundo quiere mirar hacia el futuro”, nos contó Rodrigo Cordeiro, vicedirector del Penguin News, el diario local, español de nacimiento, isleño por adopción.

Pero ese futuro no pareciera incluir a nuestro país. “El problema de la relación con la Argentina es que la causa Malvinas está muy viva allá. Y mientras eso subsista será difícil poder integrarnos”, entendió Cordeiro.

Guerra fría

Han pasado 37 años, pero el conflicto armado sigue allí. Como si el pueblo estuviera detenido en una suerte de guerra fría.

Muchas viviendas tienen banderas inglesas en sus puertas y carteles en sus ventanas que aseguran a quien quiera mirar que “The Falkland are british”.

Algunos patios están adornados con tanquetas militares en desuso, y la taberna más concurrida del pueblo, The Globe Tavern, tiene colgados en sus paredes amenazantes obuses y ametralladoras, como si fueran trofeos de combate.


En el centro de Puerto Argentino, el principal monumento es el memorial a los caídos ingleses en la guerra de 1982. A su lado, un busto de la ex premier británica Margaret Thatcher mira imperturbable hacia el mar. A los pocos metros, una calle lleva su nombre.

El Museo de Malvinas, discreto y pequeño, tiene una sala exclusivamente dedicada a la guerra. Todo está contado como una injusta e inexplicable invasión argentina, que logró ser repelida por las fuerzas británicas. “1982 In our own words” reza una infografía gigante que cronológicamente repasa los 74 días de conflicto.

En las afueras de la ciudad, varias playas de arenas blancas y frías aguas turquesas todavía están minadas. Alambres de púa y carteles con calaveras advierten a quien llegue desprevenido que el lugar es peligroso. “Danger Mines” se lee.

A pesar del tiempo transcurrido, varias playas de las islas todavía están minadas. Un equipo de trabajadores zimbabuenses tiene a su cargo la tarea de detectarlas y desactivarlas.
A pesar del tiempo transcurrido, varias playas de las islas todavía están minadas. Un equipo de trabajadores zimbabuenses tiene a su cargo la tarea de detectarlas y desactivarlas.

A cuatro kilómetros de la capital, los restos de dos helicópteros argentinos permanecen arrojados en medio del campo. Las turbinas están casi intactas, lo mismo que las aspas de las hélices. Pero el resto es un manojo de hierros difíciles de reconocer. La imagen estremece.

“Yo tenía 24 años cuando estalló la guerra. Vivíamos cerca de aquí, en una granja. Fue un tiempo aterrador. Había tanques por todas partes. Estos helicópteros fueron bombardeados por las fuerzas inglesas. Y aquí siguen”, rememora Ailsa Healthman, mirando el amasijo de chapas herrumbradas.

Para ella, el recuerdo de la guerra sigue vivo: “Las heridas no han cerrado todavía. Sería lindo ser buenos vecinos con los argentinos. Pero no creo que eso sea posible por ahora...”.

Lamentablemente, no pudimos ir al cementerio de Darwin, distante 88 kilómetros de Puerto Argentino. 237 soldados argentinos descansan allí.

Distancias

Estuvimos 70 horas en Malvinas. Poco tiempo para conocerlas a fondo; suficiente para llevarnos una idea aproximada de cómo se vive, se piensa y se siente en ese extremo del mundo.

La cuestión geopolítica se entremezcla con la condición humana de quienes allí viven. Hay un relato unívoco que atraviesa las dos dimensiones, y se extiende desde el pasado hasta el futuro. La visión de lo que fue la guerra, la mirada actual sobre Argentina, el deseo de desarrollo de las islas.

Aunque nadie lo diga, la impresión es que las islas necesitan de la Argentina para poder proyectarse y crecer. Los 14 mil kilómetros que las separan de Inglaterra son indescontables para una pequeña comunidad que muchas veces se siente aislada. Todo sería más fácil si la relación con nuestro país fuera más fluida, menos conflictiva.

Para ellos, la Argentina está demasiado cerca y al mismo tiempo demasiado lejos. Para nosotros, las Malvinas nos están ni cerca, ni lejos: están en la Argentina.

Fuente: https://www.lavoz.com.ar

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