La
guerra de las Malvinas sorprendía a un mundo cuya principal preocupación era un
posible enfrentamiento general entre los dos bloques y las consecuencias de la
crisis del Medio Oriente, y no un rescoldo post-colonial avivado de manera
inesperada en el confín del mundo. Dos naciones occidentales, anticomunistas
las dos, se enfrentaron en una guerra que muchos calificaron de anacrónica y
que, sin embargo, fue marco de la única batalla aeronaval importante desde
1945. Margaret Thatcher se ganó el título de “Dama de Hierro”, la junta
argentina perdió el poder, el valor de los pilotos argentinos provocó la
admiración británica y engendró muchos mitos. Hoy podemos ser más objetivos y
señalar, entre otras cosas, la responsabilidad de la marina argentina y de la
Royal Navy en el voluntario recurso a la fuerza.
Pleito
viejo y orgullos nacionales
Cuando
empezó la guerra la mayoría de los británicos ni siquiera podían ubicar las
islas en un mapa, mientras que para los argentinos las Malvinas eran una
convicción nacional (“¡las Malvinas son nuestras!”), una Alsacia-Lorena siempre
presente, un fermento de unidad, una frustración, un mito.
El
archipiélago se encuentra en el Atlántico meridional, 550 km al este de la
Patagonia argentina; tiene una superficie de 11800 km2 y de él dependen unas
islas desiertas, Georgia del Sur y las Sándwich del Sur, a 1600 y 2300 km al
sureste de las Malvinas.
En
1982 había 1830 habitantes, de los cuales 1550 asociación a la Corona. Apodados
los “kelpers” (“los que comen algas”), sus habitantes vivían de la cría de 650000
ovejas, bajo la gestión de la Falkland Island Company, uno de cuyos directores
era el esposo de Margaret Thatcher. Londres nombraba a un gobernador.
El
embrollo del dominio sobre las islas había suscitado muchos pleitos entre los
reinos de Francia, España e Inglaterra; Inglaterra aprovechó las guerras
napoleónicas para obligar a los últimos soldados españoles a retirarse en 1811,
pero la joven Argentina reclamó en seguida la propiedad de las islas. En 1833
los británicos tomaron posesión militar de las Malvinas y las bautizaron como
Falklands. En 1946 la llegada al poder de Juan Domingo Perón resucitó la polémica
en nombre del anticolonialismo y del panamericanismo, y la asamblea general de
las Naciones Unidas obligó a Inglaterra a entrar en negociaciones con
Argentina. En 1974 la misma asamblea pidió una solución pacífica del conflicto;
se habló de un condominio anglo-argentino, de un estatuto al estilo Hong Kong,
etcétera. ¿Por qué darles tanta importancia a esas islas? Antes del canal de
Panamá, las Malvinas tenían ciertamente un interés estratégico: “El control de
las Falklands podría ser muy útil en tiempo de paz, pero en tiempo de guerra
nos daría el control de los océanos”, escribía en 1740 lord Anson. En 1914 la
base naval ubicada en el cruce de las vías marítimas que unen al Atlántico con
el Pacífico en el hemisferio austral, demostró su valor: la Royal Navy hundió
cuatro navíos de guerra alemanes. En nuestros tiempos el archipiélago puede
alojar a una importante plataforma logística tanto aeronaval como submarina; su
posición es idónea para interceptar las ondas hertzianas y electromagnéticas
sobre América del Sur. Finalmente, existe la perspectiva de explotar
hidrocarburos.
¿Cómo
explicar la invasión argentina?
En
1976 una junta militar tomó el poder en Buenos Aires, se entrampó en una
“guerra sucia” y desplegó un hipernacionalismo que puso fin a la negociación
política sobre las Malvinas. En varias ocasiones los militares tantearon la voluntad
británica. Mientras, en Londres, bajo la presión de los habitantes de las islas,
en diciembre de 1980 el parlamento rechazó una cesión diferida del archipiélago.
Eso coincidía con la llegada al poder de Margaret Thatcher. Sin embargo, en
junio de 1980 el gobierno británico tomó dos medidas que pesaron mucho en la
decisión argentina: anunció el desmantelamiento de la base científica en
Georgia del Sur y una importante reducción del presupuesto militar, que
implicaba el retiro del único buque de guerra permanente en el Atlántico Sur.
Buenos Aires debió de interpretar esto como una prueba del desinterés británico
por la región.
En
1981 el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, en el contexto de la
alianza con las dictaduras latinoamericanas para combatir a las guerrillas
procomunistas, estableció estrechas relaciones diplomáticas y militares con
Buenos Aires. En diciembre, el General Leopoldo Galtieri, comandante del
ejército argentino, encabezó una nueva junta en compañía del General Lami Dozo,
jefe de la aviación, y del Almirante Jorge Anaya, comandante de la marina,
quien nunca había dejado de manifestar sus intenciones de reconquistar las
Malvinas. Frente a una situación interna pésima, sin ningún éxito externo
frente a Chile, exasperado por la actitud británica de dar largas a las
discusiones, Galtieri mostró su mejor carta: la unión nacional sobre una meta
simbólica, la reconquista de las islas.
El
29 de diciembre, a una semana de llegar al poder, la junta planeó la invasión,
reservándose una salida política en caso de negociaciones positivas. Los
preparativos se hicieron en el mayor secreto con base en dos planes distintos:
la Operación Alfa, para Georgia del Sur, implicaba a un empresario argentino
con contactos en Londres: Constantin Davidoff. Recuperador de fierros viejos,
éste quería comprar una vieja fábrica ballenera en Puerto Keith (Georgia),
cerca de la base científica de Grytviken; adonde mandaría a cuarenta obreros.
La marina argentina le ofreció apoyo material y fiscal muy ventajoso, con una
sola condición: esperar el día y la hora indicada por el estado mayor.
El
proyecto consistía en introducir comandos entre los obreros para poder tomar de
manera “pacífica” la isla y esperar refuerzos. A su vez, la Operación Azul apuntaba
a las Malvinas: desembarcar sorpresivamente en Puerto Stanley y establecer un
puente aéreo y marítimo tanto para enviar tropas como para disuadir a Londres
de cualquier reacción de tipo militar.
En
febrero de 1992 fue fijado el 9 de julio, día de la Independencia. Para esa
fecha la base británica de Grytviken habría sido evacuada y el patrullero HMS
Endurance retirado: vía libre... además, Galtieri había negociado la neutralidad
de Uruguay. Una última sesión de negociaciones diplomáticas con Londres dio,
contra lo esperado, resultados alentadores (1 de marzo, en Nueva York), lo que
alarmó a los militares. Al día siguiente la Secretaría de Relaciones declaró
que “si no se encuentra pronto una solución diplomática, la Argentina se reserva
el derecho de dar fin al proceso y de escoger libremente los medios más
adecuados para defender sus intereses”. El Estado Mayor General adelantó el día
D al 15 de mayo, antes de la próxima sesión de negociaciones, pero el Almirante
Anaya precipitó los acontecimientos al lanzar la Operación Alfa, al parecer sin
avisar a sus colegas de la junta.
A
finales de diciembre Anaya había puesto a disposición de Davidoff el buque
polar Almirante Irízar para ir a Puerto Leith; en marzo, Davidoff recibió luz
verde y el día 19 sus cuarenta obreros se instalaron en dicho puerto; varios de
éstos tenían un corte bastante marcial. Cuando la vigilancia de Grytviken, situada
a 20 kms, llegó a Puerto Leith, vio ondear la bandera argentina. Londres,
inmediatamente avisado, informó a Buenos Aires que tomaba el asunto muy en
serio. El patrullero Endurance recibió la orden de ir a Georgia con quince “marines”.
El 23 de marzo Richard Luce, ministro adjunto de Relaciones, declaró ante el
parlamento que el gobierno argentino aseguraba que no tenía nada que ver en el
incidente y que mandaba un barco para desalojar a los “obreros”. Efectivamente,
el 25 de marzo el buque polar Bahía Paraíso llegaba a Georgia, pero en lugar de
llevarse a los “obreros” desembarcó a unos cien comandos. El buque de guerra
británico más cercano se encontraba en Gibraltar, a más de 12 000 kms.
Dieciséis navíos con 5000 hombres salieron de Puerto Belgrano: la junta decidió
prevenir toda reacción militar y adelantar la invasión al día 1 de abril.
¿Realmente
fue una sorpresa para Londres?
El
24 de marzo el Coronel Stephen Love, de la embajada británica en Buenos Aires,
informaba secretamente a Londres que estimaba probable una acción militar
argentina. El día 27 fuentes americanas e inglesas confirmaron la actividad
extraordinaria de la marina argentina; el 29, Londres decidió mandar con
urgencia a tres submarinos nucleares; el 31 la CIA ratificó el plan de invasión
y William Casey, el anglófilo director de la Central, tomó la responsabilidad
de informar a Londres. Muy posiblemente ese mensaje de alerta fue corroborado
por fuentes chilenas. Ese 31 de marzo, a principios de la tarde, el gobierno
británico estaba convencido de que los argentinos iban a atacar.
¿Por
qué y cómo el gobierno británico decidió ir a la guerra?
Margaret
Thatcher reunió al gabinete restringido a las 19 horas de aquel día, después de
una agitada sesión en las Comunas. El jefe del estado mayor general se
encontraba en Nueva Zelanda y lo representaba el Almirante Henry Leach, jefe
del estado mayor de la marina. En un ambiente de malhumorada tensión, los
delegados del Foreign Office se manifestaron en contra de una respuesta
militar, argumentando que podría ser contraproducente por la reacción que
suscitaría en todos los países seducidos por el discurso socialista y
anticolonialista; además, Londres no podría contar con sus aliados
tradicionales y tres de sus socios europeos estaban demasiado ligados a
Argentina: España cultural y socialmente, Francia y Alemania por sus
importantes con-tratos armamentistas.
El
secretario de Defensa, John Nott, presentó todas las razones que hacían
aleatoria, por no decir imposible, una expedición militar, a 15 000 kms, cuando
se avecinaba el duro invierno austral. Subrayó la miseria presupuestal y material
de las fuerzas armadas y la contradicción entre las últimas reducciones y una
costosa operación en el Atlántico Sur, ¡justo cuando habían decidido retirar el
único barco patrullero! Mandar un cuerpo expedicionario a las Falklands pesaría
demasiado en un presupuesto ya cargado con dos programas mayores: cambiar los
misiles nucleares Polaris por los nuevos Trident y renovar el material
convencional de las fuerzas británicas instaladas en Alemania frente a las del
Pacto de Varsovia. Pero la razón principal de la reserva de la Defensa era la
muy verosímil posibilidad de un desastroso fracaso de la eventual empresa militar.
La Royal Air Force (RAF) no tenía ninguna base al alcance del archipiélago, los
argentinos disponían de una buena marina equipada con el temible misil Exocet,
combatían cerca de sus bases y las islas se encontraban al alcance de sus
aviones. Los argumentos de John Nott expresaban la extrema reticencia del
ejército y de la RAF para enfrentar un conflicto lejano, con resultados muy
inciertos, cuando las fuerzas terrestres y aéreas británicas estaban masivamente
implicadas en Europa Central, en el marco de la OTAN. Cualquier operación fuera
de ese marco implicaba retirar fuerzas normalmente asignadas a la defensa vital
de Europa, en un momento en que el oso soviético era especialmente agresivo.
Margaret
Thatcher, apoyada por Anthony Acland, representante de los servicios de
información y seguridad, pensaba de otra manera: había que vindicar el orgullo
nacional y, en un contexto de enfrentamiento entre los dos bloques, la Gran
Bretaña tenía por fuerza que reaccionar cuando alguno de sus territorios fuera
agredido; no hacerlo era darles un cheque en blanco a los soviéticos. Thatcher
no se negaba a negociar, pero quería hacerlo desde una posición de fuerza y,
para eso, debía mandar a un cuerpo expedicionario. Además, eso sería un mensaje
muy claro para el Kremlin a la hora de la crisis de los euromisiles. Una Gran
Bretaña capaz de mandar tropas al otro lado del mundo para recuperar unas islas
desconocidas, evidentemente era capaz de hacerlo para oponerse a una agresión
militar por parte del Pacto de Varsovia.
A
veces la historia pende de un hilo. En ese instante preciso, el bedel anunció
la llegada del Almirante Harry Leach, que regresaba de una inspección en
Portsmouth. Desde hacía varios días había movilizado a las fuerzas vivas del almirantazgo,
considerando que la oportunidad era ideal para demostrar al poder político la
utilidad de la RAF, cuyo porvenir estaba seriamente amenazado por los recortes
presupuestales. Entre 1972 y 1982 la marina había perdido veintiséis buques de
combate (tres cruceros y cinco portaaviones), ¡la quinta parte de la flota y el
40% del tonelaje total! Por suerte, el último de los portaaviones pesados, el
Hermes, seguía en servicio. Leach dijo que se podía reunir una fuerza aeronaval
capaz de impresionar a los argentinos y de ganarse el corazón de los diputados
británicos. Cuando Margaret Thatcher le dio la palabra, el Almirante ajustó su
uniforme y empezó tranquilamente su operación de seducción: “Puedo reunir una
fuerza naval compuesta de destructores, fragatas y navíos de desembarco y de
apoyo logístico. La encabezarán los portaaviones Hermes e Invencible. Irá
también una brigada de marines. Puede salir en 48 horas. Creo firmemente que
tal fuerza podría retomar las islas. Lo único que necesito es su acuerdo y su
autorización para empezar a reunirla tan pronto como termine esta reunión”. Era
marino de verdad; el 26 de diciembre de 1943, en la batalla del Cabo Norte,
frente a Murmansk, mandaba una de las torretas del crucero Duke of York que
hundió al Scharnhorst alemán. Su profesionalismo y su audacia convencieron
fácilmente a una Thatcher que pensaba además en el beneficio potencial que una
victoria significaría para su carrera política. El contexto socioeconómico le
era desfavorable, pues sus reformas ultraliberales aún no daban frutos y sí
habían radicalizado a laboristas y sindicatos. Margaret Thatcher sabía que
sería muy difícil ganar las elecciones legislativas programadas para principios
de 1983. No dudaba de los efectos de una victoria militar y diplomática bien
explotada, y por lo tanto aprobó el plan del Almirante. Se abriría una línea
presupuestal ilimitada para financiar la expedición y el secretario de finanzas
asistiría a todas las reuniones del gabinete restringido. Así, la Gran Bretaña
entró en una lógica de guerra el 31 de marzo en la noche, 36 horas después del
primer balazo en las Malvinas, cuando la flota argentina estaba todavía en alta
mar. Ambos lados se habían metido en una situación conflictiva que tenía que
resolverse por la fuerza. La junta se había equivocado gravemente en su
análisis.
¿Con
qué fuerzas se contaba?
Las
fuerzas armadas argentinas, con sus 230000 hombres, eran el segundo ejército de
América Latina. Si su material era por lo general anticuado, sus hombres
estaban motivados y bastante bien entrenados. Habían ganado fama en la lucha
antiguerrilla. El ejército y la infantería de marina sumaban 136000 hombres, en
su mayoría instalados frente a Chile y Brasil. La aviación y la fuerza
aeronaval tenían 165 aviones de combate (51 A-4B/C/P/Q Skyhawk, 41 Pucara, 24
Dagger, 17 Mirage III E, 17 MB-326/339, 10 Canberra y 5 Súper Etendard), pero
el estado mayor no podía coordinar más de seis aviones a la vez. La marina
tenía veinte navíos de combate. Mandaron sólo a 12000 hombres para ocupar las
Malvinas, de los cuales una mayoría eran conscriptos poco entrenados de la
tercera y décima brigadas de infantería.
Los
británicos tenían 350000 hombres, todos profesionales. Unos cien marines
sufrieron el choque de la invasión y sucumbieron ante un adversario más
numeroso. Londres armó pronto un cuerpo expedicionario de 28000 hombres,
movilizando todos los recursos de la flota: 110 navíos, de los cuales 33 eran
de combate y 60 de apoyo de la Royal Fleet Auxiliary. Llevaba 38 aviones de combate
Sea Harrier y Harrier, así como un centenar de aviones y helicópteros de apoyo.
Además de los famosos SAS (Special Air Service), SBS (Special Boat Squadron) y
Gurkhas, la punta de lanza de las fuerzas terrestres (9500 soldados) pertenecía
a dos brigadas, la tercera de comandos (marines y paracaidistas) y la quinta de
infantería. Contrariamente a lo que se afirmó en la época, existió un
equilibrio relativo de las fuerzas terrestres y aéreas, aunque los británicos
tenían la ventaja naval.
Las
operaciones
Temprano
en la mañana del 2 de abril los argentinos desembarcaron mil hombres que, bajo
el mando del General Carlos Büsser, conquistaron fácilmente Puerto Stanley. Al
día siguiente tomaron Georgia del Sur, para mayor éxito de la Operación Rosario
y humillación del viejo león británico. El gobernador Rex Hunt y la guarnición
cayeron presos y fueron inmediatamente repatriados a Inglaterra, tal como lo
había previsto la junta. En Buenos Aires reinaba la euforia. El General
Galtieri habló al pueblo desde la Casa Rosada, declarando que la “reconquista
histórica” de las Malvinas colmaba los más caros deseos de la nación. Si una semana
antes las manifestaciones de hostilidad contra la junta llenaban la capital,
ahora los bonaerenses lo celebraban a la manera romana. El General Mario
Menéndez, nombrado gobernador del archipiélago, declaró que la vida cotidiana
de los insulares no cambiaría en nada, con una sola excepción: los autos
tendrían que ir por su derecha.
El
gobierno británico lanzó la Operación Corporate; la parte naval le tocó al Almirante
John “Sandy” Woodward y la terrestre al General Jeremy Moore. El Consejo de
Seguridad de la ONU condenó la agresión argentina y reconoció el derecho
británico a ejercer la legítima defensa. La isla de Ascensión, a 6750 km de las
Malvinas, que se convertiría en el centro del esfuerzo logístico británico durante
la guerra, recibió pronto el grueso de las fuerzas. Mientras, los diplomáticos
buscaban una salida negociada: el secretario de Estado norteamericano,
Alexander Haig, viajó muchas veces, en el transcurso de seis semanas, entre
Londres, Nueva York y Buenos Aires, antes de reconocer su fracaso.
El
12 de abril Londres había decretado una zona de exclusión de 200 millas
náuticas alrededor de las Malvinas; el 25 sus comandos retomaron Georgia del
Sur y unos días después el cuerpo expedicionario se acercaba. Una batalla
aeronaval abrió pronto la segunda fase del conflicto. El 2 de mayo el crucero
argentino General Belgrano fue hundido por el submarino nuclear Conqueror, al
sur de la zona de exclusión; ese controvertido ataque fue aprobado por el primer
ministro inglés tanto para neutralizar una amenaza muy real como para demostrar
la determinación británica y disuadir a la flota argentina. Esto último se
logró, ya que las naves argentinas regresaron a puerto.
Sin
embargo, dos días después el destructor Sheffield era abatido por un misil
Exocet, disparado por un Súper Etendard argentino, lo que le valió una publicidad
formidable a la industria francesa, productora tanto del avión como del cohete.
Los combates se recrudecieron hasta las operaciones de desembarque anfibio.
Así, las fuerzas especiales inglesas llevaron a cabo una serie de golpes
espectaculares, fracasando en Río Grande y teniendo éxito en la isla Pebble,
mientras que dos viejos Vulcan bombardeaban la pista de Puerto Stanley sin
consecuencia militar. Esos golpes demostraron a los argentinos que, si la RAF
bombardeaba las Malvinas, bien podía hacer lo mismo sobre la Argentina. En
consecuencia, la mayoría de los Mirage III se quedaron para defender Buenos
Aires y Puerto Belgrano: su ausencia sobre las Malvinas se hizo notar.
El
21 de mayo desembarcó la tercera brigada comando en la bahía de San Carlos; la
aviación argentina multiplicó los contraataques sobre la marina, destruyendo y
dañando varios buques, pero perdiendo a su vez varias decenas de aparatos. Los
británicos lograron consolidar su cabeza de puente con gente de la quinta
brigada de infantería. Habían logrado lo más difícil, a pesar de que el 25 de
mayo fueran hundidos el destructor Coventry y el transportador Atlantic
Conveyor.
La
tercera fase fue aeroterrestre. El día 28 los paracaidistas ingleses se enfrentaron
con los argentinos en sus trincheras de Darwin y Goose Green; sufrieron fuertes
pérdidas, pero triunfaron. Durante dos semanas, mientras la aviación argentina
llevaba a cabo un último combate por su honor contra la Royal Navy, las tropas
británicas progresaban hacia Puerto Stanley, cercando progresivamente la gruesa
guarnición argentina. El 8 de junio el resto de la quinta brigada desembarcó en
Fitzroy y Bluff Cove y alcanzó a las tropas transportadas en helicóptero desde
San Carlos. Después de los últimos enfrentamientos, que dieron a los atacantes
el control de las alturas de Puerto Stanley, el General Menéndez capituló sin
condiciones el 14 de junio.
Una
guerra de dos meses y medio, librada en un clima extremoso, terminaba con la
incontestable victoria británica. El costo humano y material fue elevado: 746
argentinos y 265 británicos murieron; la Argentina perdió 6 buques y 99 aviones
(la tercera parte en tierra); Inglaterra, 6 naves, 12 dañadas y 34 aviones.
¿Pudo
argentina haber ganado?
Poco
faltó para que los británicos sufriesen una derrota. Con catorce naves destruidas
o fuera de combate (el saldo no fue peor porque muchas bombas argentinas de 225
y 450 kilos eran obsoletas o estaban mal regladas, y también porque el estado
mayor argentino cometió el error de atacar más los buques de guerra que los
navíos logísticos y los transportes de tropa, más indefensos) la Royal Navy
alcanzaba el límite de las pérdidas soportables: la tercera parte de sus
destructores y fragatas. De haber perdido uno de sus dos portaaviones o el
paquebote Queen Elizabeth II transformado en transporte de tropas, el golpe hubiera
sido fatal, según el testimonio de las principales autoridades comprometidas en
la Operación Corporate. Hay todavía una controversia sobre un hipotético ataque
argentino contra el portaaviones Invencible; los argentinos sostienen, con
testimonios y cajas negras, que lo atacaron el 30 de mayo con dos Súper
Etendard y cuatro Skyhawk, y que lo alcanzaron. Los británicos lo niegan, reconociendo
sin embargo que la escolta más alejada del Invencible sí fue atacada aquel día,
pero que los argentinos, quizá, confundieron la nave con el destructor Exeter.
En cuanto al Queen Elizabeth II, poco le faltó para sufrir un ataque de Skyhawk
que hubiera sido mortífero.
La
destrucción del Belgrano había disuadido al grupo aeronaval argentino de pasar
a la ofensiva, pero hubiera sido suficiente emboscar a los submarinos cerca de
las Malvinas para aumentar las pérdidas de la marina inglesa. Si los servicios
secretos argentinos hubiesen logrado comprar (lo intentaron) unos diez misiles
Exocet, ya habían disparado los cinco que poseían, no cabe duda de que los
británicos lo hubieran pensado dos veces antes de acercarse a las islas.
Con
todo y el aparente desequilibrio en las pérdidas (diez aviones de combate
ingleses contra setenta argentinos), la batalla aérea fue muy reñida y ningún
bando pudo tomar una decisiva ventaja sobre el archipiélago. Globalmente, fue
la defensa antiaérea la que hizo el trabajo. Ya que las fuerzas aéreas
argentinas operaban al límite extremo de su radio de acción, nadie entiende
hasta la fecha por qué no aprovecharon las siete semanas anteriores al desembarque
de marines en San Carlos para prolongar la pista de Puerto Stanley y recibir
así Skyhawk, Mirage y Súper Etendard: el plan de batalla británico hubiera sido
totalmente trastornado.
En
tierra, el mando argentino multiplicó los errores: retirar las tropas de élite
e instalar conscriptos mal armados y poco entrenados; empecinarse en una
defensa estática en lugar de apostar por el movimiento; tan pronto como desembarcaron,
los británicos no dejaron de tener la iniciativa, cuando los argentinos bien
pudieron golpearlos con duros contraataques. Por cierto, la reconquista de
Georgia estuvo a punto de terminar en desastre, con la famosa operación Mikado,
felizmente cancelada a última hora cuando todo un escuadrón de SAS se inconformó:
se trataba de destruir la base de Río Grande en Tierra del Fuego, la que
albergaba a los Súper Etendard equipados de Exocet. Sesenta SAS en dos Hércules
C-130 debían hacer un viaje sin regreso. Los comandos argumentaron que era una
estupidez perder la cuarta parte del regimiento SAS para destruir cinco
aviones.
¿Cuál
fue la actitud europea?
Contra
las esperanzas argentinas y los temores británicos, la solidaridad europea
funcionó. El 3 de abril, día de la toma de Georgia del Sur, el presidente
francés Mitterand habló por teléfono con Margaret Thatcher para darle el total apoyo
de su gobierno (¡cuando su secretario de Relaciones, Claude Cheysson estaba a
favor de una posición contraria!). Para Mitterand, Francia y Gran Bretaña
compartían los mismos intereses: una influencia de vocación mundial, un sillón
permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, un arsenal nuclear modesto
pero disuasivo, territorios ultramarinos muy alejados de la metrópoli. Contra
las lucubraciones de la prensa amarillista inglesa, París congeló en seguida
toda entrega de armas a Buenos Aires (el hermano de Mitterand era el presidente
de la sociedad que producía el misil Exocet). Más aún, los códigos de los
misiles ya en poder de los argentinos fueron parcialmente abiertos a los
ingleses, lo que les permitió tomar contramedidas electrónicas. Los franceses,
con sus Mirage y Súper Etendard, efectuaron ataques simulados sobre la marina
para entrenarla contra futuros ataques argentinos, realizados con los mismos
aparatos. Los pilotos franceses demos-traron en esa ocasión una temible eficacia
que convenció al almirantazgo de lo peligrosa que era esa arma. Los servicios
secretos franceses cooperaban a fondo, interceptando las comunicaciones de los
argentinos mandados a Francia para adquirir, a cualquier precio, más Exocet. Se
dice incluso que arrestaron a un equipo de buzos tácticos que pasaban por
Francia hacia Gibraltar para sabotear buques de guerra británicos.
En
el campo diplomático, el presidente Mitterand usó toda su influencia para
convencer a Togo y Zaire, miembros del Consejo de Seguridad, de votar la
resolución favorable a los británicos. Convenció al canciller Helmut Schmidt de
renunciar por un tiempo a los jugosos contratos de armamento entre Alemania y la
Argentina. El gobierno alemán renunció a sus intereses industriales, evitando
así una grave crisis en la OTAN. Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Dinamarca
siguieron siendo anglófilos como siempre. Italia apoyó también, y la Comunidad
Europea proclamó un embargo comercial contra la Argentina. Hasta España se
olvidó de la solidaridad hispánica para, pragmáticamente, cuidar la negociación
de su integración a la Comunidad Europea tanto como a la OTAN, así que se
abstuvo cuando se votó la resolución 502 en el Consejo de Seguridad, contra lo
que esperaba Argentina.
¿Qué
hicieron los Estados Unidos?
La
sorpresa la dio Washington con su ambigüedad a lo largo de la primera fase del
conflicto; el gobierno se encontró atrapado entre su voluntad de evitar una
crisis mayor en la OTAN y su deseo de no comprometer sus pactos de seguridad
con la mayoría de los Estados del subcontinente: Chapultepec (abril de 1945),
tratado de Río de Janeiro de asistencia mutua (septiembre de 1947), carta de la
OEA (abril de 1948)...
En
los meses anteriores, la prensa norteamericana hablaba del recalentamiento de
las relaciones con Buenos Aires y algunos artículos permitían pensar que
Washington no se opondría a una eventual acción directa argentina contra las
Malvinas. El Departamento de Estado se decía a la vez hostil a los antiguos
intereses coloniales y favorable al principio de autodeterminación de los
colonizados. Alexander Haig, agradeciendo el apoyo argentino en las recientes
elecciones en El Salvador, habría dicho a su colega Nicanor Costa Méndez: “En
el fondo, este asunto de las Malvinas no le interesa a nadie, ¿a quién le
importa que sean inglesas o argentinas?”.
El
gobierno americano se encontraba obviamente dividido y el conflicto enfrentaba,
de manera poco habitual, a dos países aliados, sin implicar indirecta o
directamente a ningún país comunista. El Pentágono y la CIA querían defender a
toda costa la relación privilegiada con Gran Bretaña; el Departamento de
Estado, en su Dirección Europa, trabajaba para una gestión “atlantista” de la
crisis, mientras que la Dirección América Latina buscaba reforzar sus lazos con
los Estados “fuertes” de la zona, la Casa Blanca y el Consejo Nacional de Seguridad
dudaban. La indecisión del presidente Reagan, deseoso de reducir a cualquier
precio la influencia marxista en América, se notó claramente cuando declaró a
Margaret Thatcher que el General Galtieri le había contestado que era demasiado
tarde para detener la Operación Rosario. Eso ¡cuando Londres le urgía a
presionar a Buenos Aires para impedir la invasión! Su embajadora en la ONU,
Jean Kirkpatrick, asistió al día siguiente a la recepción que dio en su honor
la delegación argentina, justo cuando en primera plana todos los periódicos
anunciaban la invasión de las Malvinas. Fue posiblemente ella quien estuvo a
punto de torpedear la famosa resolución 502 del Consejo de Seguridad, que pasó
por un voto, con la abstención de los países comunistas. Obviamente no podía
votar en contra, pero parece que presionó al representante jordano para que lo
hiciera. Fue necesaria la intervención directa de Margaret Thatcher con el rey
Husain para restablecer el equilibrio a su favor. Por lo mismo, Alexander Haig
no fue muy bien recibido en el 10 de Downing Street cuando empezó su mediación,
y la falta de confianza británica contribuyó a su fracaso. Quizá sea más que
una coincidencia el hecho de que Haig renunciara al Departamento de Estado el
25 de junio, unos días después del fin de la guerra y dos días después de la
visita de Margaret Thatcher a Washington, cuando se encontró con el presidente
Reagan para un buen reajuste. Esa indefinición norteamericana duró cuatro
semanas; ciertamente, el Pentágono entregó con toda urgencia los misiles, radares
y material electrónico antimisiles requeridos por Londres, pero sólo cuando las
operaciones militares empezaron de verdad la lógica estratégica de bloque
volvió a funcionar: Washington se fue claramente del lado de Londres, como lo
dictaba la guerra fría. Y Moscú se declaró dispuesta a apoyar a Buenos Aires,
si así lo pidiese la junta; buques “pesqueros” soviéticos pululaban ya en el
Atlántico Sur y varios satélites Cosmos fueron lanzados para seguir el
desarrollo de la crisis. El gobierno americano hizo lo imposible para hacerse
perdonar, estableciendo un puente aéreo ente las bases militares de la costa
este y la isla de Ascensión, pasando toda la información de sus servicios a los
británicos.
¿Y
América Latina?
En
general los Estados de la región apoyaron la causa argentina y se negaron a
calificar de “agresión” la conquista; se negaron también a cualquier embargo,
pero detrás de una solidaridad aparente varios países se definieron de otra manera.
En el Consejo de Seguridad, Panamá apoyó a la Argentina y Guyana a Londres (no
quiso dar un premio al agresor, cuando la vecina Venezuela reclamaba
rectificaciones en su frontera). Uruguay apoyó a la Argentina pero abrió su
espacio aéreo y marítimo a las naves inglesas, a condición de que fuesen
desarmadas. Brasil abrió una de sus bases al submarino Vulcan, que tenía
problemas. Perú se declaró neutral y se negó a vender a la Argentina sus Exocet,
aunque diplomáticamente fue el más activo de todos los países latinoamericanos.
El peruano Javier Pérez de Cuéllar acababa de llegar a la secretaría general de
la ONU y el presidente Belaúnde Terry tomó el relevo de sus esfuerzos, proponiendo
un plan de paz, que fue rechazado por los adversarios. Ecuador adoptó también
una línea muy moderada: sus problemas fronterizos con Perú no lo predisponían a
aprobar el uso de la fuerza. Chile tomó una posición inesperada. Sobran las
pruebas de que Santiago informó a Londres de la inminente invasión argentina.
El servicio de información naval, muy competente, había detectado los
preparativos, y parece que cuando el helicóptero Sea King tomó tierra en Chile,
el 18 de mayo de 1982, el comando SAS que transportaba fue discretamente
evacuado. Hasta se dice que algunos comandos podrían haber operado directamente
desde Chile. Con todo y discursos de solidaridad latinoamericana frente al
imperialismo, no es sorprendente que los marinos chilenos hayan apoyado a sus
colegas británicos. Desde hacía más de 150 años las dos marinas habían tejido
estrechos lazos. Lord Cochrane, al mando de la marina chilena entre 1818 y
1823, había derrotado varias veces a la flota española, y a lo largo de los
años los consejeros británicos no dejaron de asesorar a una marina chilena que
compraba su material en Gran Bretaña. En 1982 la tercera parte de su flota era
de tipo británico. Pero los chilenos tenían una razón mayor para apoyar a
Londres: la perenne hostilidad argentina contra Chile. El General Pinochet
calculó que el asunto de las Malvinas era una prueba mayor para el equilibrio
regional y que si nadie paraba al General Galtieri, la Argentina no tardaría en
voltearse contra Chile. En 1978 los dos países habían estado a un paso de la
guerra a propósito del estrecho de Magallanes. Margaret Thatcher reconoció en
1999 que Chile había proporcionado una ayuda muy valiosa durante la guerra de
las Malvinas.
Consecuencias
políticas.
El
17 de junio de 1982, tres días después de la capitulación de su gobernador, el General
Galtieri renunció, abriendo así el largo proceso que llevaría la democracia a
la Argentina. El 18 de junio Londres ofreció repatriar a los 14000 presos de
guerra argentinos y el intercambio de presos terminó sin problemas el 12 de
julio. La comunidad internacional hizo todo lo posible para reintegrar a la Argentina
al concierto de las naciones; cancelado el embargo comercial, Francia y
Alemania volvieron a entregar material bélico para mayor rabieta de la prensa
inglesa, la cual olvidaba que dieciocho meses antes de la invasión Londres
había vendido a Buenos Aires dos destructores ultramodernos equipados con
misiles Exocet.
En
Londres, la guerra dio credibilidad y prestigio a las fuerzas armadas, pero
aceleró el proceso de reorganización de la Defensa. Los militares sintieron la
necesidad de clarificar sus relaciones con los civiles: los Generales del
cuartel general de Northwood se quejaban amargamente de las interferencias constantes
de Margaret Thatcher durante la campaña. Fue una de las razones por las cuales
se creó el Defence Crisis Manage-ment Center, que permite al primer ministro
manejar los aspectos políticos de las crisis, y el Permanent Joint Head
Quarter, que deja a los estrategas militares la gestión de las operaciones
desde Northwood, a cincuenta kilómetros de la capital.
En
1984 argentinos y británicos reanudaron las negociaciones directas sin lograr
nada. En 1985 Londres otorgó a las Malvinas una nueva Constitución que reconoce
el derecho de sus habitantes a la autodeterminación. Fue necesario esperar
hasta 1990 para una normalización completa de las relaciones diplomáticas. En
1995 los dos países firmaron un acuerdo de reparto de las eventuales riquezas
petroleras de la zona. En 1999 se establecieron vuelos regulares entre la Argentina
y Puerto Stanley, y el anuncio “las Malvinas son nuestras” desapareció del
aeropuerto de Buenos Aires. En julio de 2001 el primer ministro Tony Blair efectuó
la primera visita oficial a la Argentina. Sin embargo, en diciembre de 2001,
entre los cinco mapas que adornan la Secretaría de la Defensa británica, figura
entre los de Irlanda del Norte, Chipre, la ex Yugoslavia y Sierra Leona, el de
las Falklands/Malvinas.
Lecciones
militares de la campaña
Al
terminar la guerra, Gran Bretaña construyó cerca de Puerto Stanley una moderna
base aérea y hasta la fecha mantiene un destacamento de la RAF, una fragata,
dos navíos de apoyo y 1500 soldados (en lugar de los 100 de 1982). El costo de
ese aparato de seguridad es muy elevado. La reconquista del archipiélago pudo
costar 4 mil millones de dólares de la época; el costo anual de la plaza es de
120 millones de dólares.
Si
uno piensa que una de las razones que decidieron a los argentinos a invadir las
islas fue el anuncio del retiro del patrullero Endurance, la lección es la
siguiente: toda medida de ahorro que afecte a las fuerzas armadas puede tener
consecuencias indeseables, de modo que es necesario considerar el contexto
histórico y estratégico antes de tomarla.
Desde
el punto de vista operacional, la guerra demostró una vez más la importancia
cardinal de la logística y el papel siempre determinante del factor humano.
Confirmó el valor fundamental de la sinergia de los medios de mando, de
comunicación, de control operacional e informativo. Aseguró la importancia de
la guerra electrónica y de los misiles; doce tipos de misiles diferentes
probaron su solvencia aeronaval y aeroterrestre. Los submarinos nucleares demostraron
su terrible eficacia y su alta capacidad de disuasión en el control de los
espacios marítimos. Sin el portaaviones la reconquista hubiera sido imposible,
por más que siga abierto el debate para saber qué tipo de portaaviones es el
más indicado. Los partidarios del tipo pesado dicen que si la fuerza británica
hubiese tenido un buque capaz de transportar doce interceptores Phantom,
catorce aviones de ataque Buccaneer y cinco aviones de alerta avanzada Gannet,
hubiera logrado la superioridad aérea absoluta sobre las islas, conservando a
la vez la capacidad de golpear las bases argentinas. Los defensores del tipo
ligero dicen que la versatilidad de los aviones de combate con despegue
vertical manifestó ser ideal. Además, los aviones embarcados en los portaaviones
pesados trabajan muy mal en las extremosas condiciones atmosféricas de una
guerra de ese tipo (visibilidad muy reducida, inclinación del puente superior a
4 grados). Los Sea Harrier pudieron trabajar, mientras que los Phantom y
Buccaneer no hubieran podido hacerlo. El Sea Harrier demostró ser capaz de
desempeños muy superiores a lo que esperaban los argentinos. Sus pilotos
tuvieron veintiúna victorias y ningún aparato fue abatido por un caza
argentino. Sin embargo, lo que logró finalmente la superioridad aérea fue el
misil aire-aire Sidewinder, entregado justo al principio de los combates: le
deben dieciocho de las veintiúna victorias.
El
entrenamiento y las tácticas de la Royal Navy demostraron su eficacia, pero
considerando las pérdidas sufridas se ha trabajado para modificar la concepción
de los barcos a fin de aumentar su capacidad de resistencia. Finalmente, se
debe subrayar el papel indispensable de los aviones de alerta radar avanzada
(AWACS), de los aviones de reconocimiento y de lucha contra submarinos, así
como de los aviones de reabastecimiento de combustible en vuelo. Sin ellos, la
Navy hubiera sido ciega y los portaaviones no hubieran sobrevivido.
Fuente:
https://www.academia.edu
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