Por
Fernando Morales (*)
Alberto
Fernández nació, al igual que el autor de esta nota, un 2 de abril. Hoy comanda
la batalla contra el denominado "enemigo invisible" (Foto: Télam)
Resulta
ser una verdad revelada lo que acontece cuando el calendario se posiciona cada
año en el 2 de abril. En esa fecha y desde hace casi cuatro décadas, la
sociedad argentina en su conjunto no puede abstraerse del recuerdo de aquella
madrugada en 1982 cuando se anunció el desembarco de tropas del Ejército y la
Armada en Puerto Argentino con la consecuente recuperación de una porción del
territorio nacional hasta ese momento en manos de la corona británica.
El
inexorable transcurrir del tiempo determina que, en el presente, casi la mitad
de la población del país, o bien no había nacido en 1982 o no tenía la edad
suficiente para alcanzar el umbral de razonamiento y memoria necesarios para
fijar un recuerdo sólido de la llamada “Gesta de Malvinas”. No obstante, esa
franja etaria de la sociedad vive la jornada casi con la misma intensidad con
la que lo hacemos no solo los veteranos de guerra sino además quienes la
vivieron desde el continente.
El
2 de abril es -por decirlo de alguna forma- un día de conmemoración diferente.
No es lo mismo recordar grandes hechos de la historia nacional que refieren
-por ejemplo- a la consolidación de la independencia evocando la memoria de
personajes a los que no tuvimos el gusto de conocer, que rememorar una guerra
con el grueso de sus protagonistas aún vivos, lúcidos y muchas veces con ganas
de contar la experiencia malvinera en primera persona.
Siempre
me permito “jugar” con una coincidencia del destino diciendo que, si para un
argentino cualquiera el 2 de abril es importante, para mí lo es más ya que nací
el jueves 2 de abril de 1959. Me permito aportar de paso otro dato casuístico
de aquella lluviosa mañana en la que llegué al mundo. Un par de horas antes de
mi nacimiento, lo hacía el presidente Alberto Ángel Fernández. Estoy seguro de
que aquel día, Celia, mi madre, no imaginó que 23 años después su hijo sería
parte de una guerra. Estoy seguro, además, que la madre del actual primer
mandatario (quien también, casualmente, se llamaba Celia) no pensó que estaba
trayendo al mundo a quien 60 años más tarde sería el 53º presidente de la
República Argentina y muchísimo menos que a su recién nacido hijo le tocaría
comandar en suelo argentino una batalla a nivel mundial contra un enemigo
muchísimo más poderoso que cualquier fuerza militar del planeta.
Pequeño
resumen de aquella guerra
La
guerra de Malvinas, perversa y cruel como toda guerra, tuvo algunas
particularidades entre las que me permito destacar el hecho de que se hubiera
librado dentro de los acotados límites establecidos unilateralmente por el
enemigo. Inglaterra trazó un círculo de 200 millas marinas con epicentro en el
corazón de las islas y Argentina aceptó de facto y sin dudarlo que ese sería el
“campo de batalla”. Es por ello que, salvo algunos operativos de oscurecimiento
en localidades del sur continental, el 90% del país prosiguió con su rutina
habitual mientras que la “lejana guerra” transcurría allá, en otra parte. A tal
punto se hizo carne este concepto que aún en nuestros días intentar explicar
que el hundimiento del crucero ARA General Belgrano no fue un crimen de guerra
-el buque era un objetivo militar válido y por lo tanto pasible de ser atacado-
nos puede generar un severo reproche. “¿Cómo dice usted eso si lo hundieron
fuera de la zona de exclusión?” recibirá como respuesta quien intente explicar
el ABC de la guerra.
El
2 de abril de 1982, con la torta de cumpleaños en una mano, me abracé con un
amigo que vino a despedirme, le di un beso a cada miembro de mi familia y sin
mirar atrás subí por la planchada de mi buque, el “Río Cincel”. Pasadas las 21,
la nave soltó amarras desde la dársena "B" del puerto metropolitano.
40 marinos profesionales más cinco cadetes de la Escuela Nacional de Náutica
(dos de ellos mujeres) integraban la dotación de la nave. Un novedoso aparato
instalado por primera vez en un buque nacional llamado “Navegador Satelital” o
GPS, que prometía dejar atrás la navegación astronómica y transformar el arte
de navegar en un cuento del pasado (aunque nadie creía que “esa cosa”
funcionaría) había sido instalado el día anterior a la partida y un sobre con
instrucciones militares que debería ser abierto en un momento determinado sólo
conocido por Juan Carlos Trivelín, a la sazón Comandante de la unidad,
completaban el combo pre-bélico. Esos eran los únicos datos concretos de los
que teníamos conocimiento. Todo lo demás era tan incierto y misterioso que hizo
que con el correr de los días algunos llegáramos a pensar que seríamos parte de
un enorme show montado por Estados Unidos para darle marco a la devolución de
las Islas por parte de “Su Majestad”. Nos equivocamos feo, no hace falta que lo
diga.
Con
bodegas repletas de carga para la Fuerza Aérea Argentina, divisamos Puerto
Argentino en la mañana del 7 de abril, convirtiéndonos así en el primer buque
de la Marina Mercante Argentina en llegar a las Islas recién recuperadas.
Cumplimos en ese mismo momento con lo que habíamos jurado alguna vez: seguir
fielmente a nuestra bandera y defenderla hasta perder la vida. El pabellón
nacional flameaba victorioso en el mástil que se divisaba desde el mar y allí
estábamos precisamente para defenderlo. Obviamente, en nuestro caso particular
la patria no nos exigió tanto como a los 649 héroes que regaron con su sangre
la turba y el agua de las islas. Pero sí destaco que además pudimos honrar el
juramento profesional de todo marino, el que determina la obligación de
defender a como dé lugar la vida humana en el mar. Un muy arriesgado y difícil
rescate de una dotación de infantes de marina que tripulaba una embarcación a
la deriva en medio de un mar embravecido fue mucho más que el cumplimiento de
un deber; fue algo que nos cambió la vida.
En
1982, sin celulares, sin Internet, sin cámaras digitales de fotografía y sin
más noticias continentales que las que se podían “pescar” con alguna radio
portátil desde el camarote y usada contrariando la orden de no hacerlo, no nos
quedaba más remedio que alentarnos, consolarnos, elucubrar teorías y predecir
nuestro futuro como mejor nos complaciera entre los miembros de la tripulación.
Nadie sabía en el fondo que pasaría al día siguiente, si es que había día
siguiente. ¡Igualito que ahora!
Desde
Buenos Aires se organizaba la ayuda solidaria, colectas, recolección de
alimentos, cartas para los soldados en las trincheras, ropa de abrigo y gorros
de lana tejidos por una nueva generación de “Damas Patricias” o si lo prefiere
personas con un enorme sentido solidario. Si pensamos en la cantidad de gente
que en estos momentos se ha puesto a hacer barbijos y máscaras, volvería a
decir que aquello fue...¡igualito que ahora!
Quienes
no fueron a Malvinas me han contado que aquí en el continente, oficinas, bares
y hogares se transformaron en foros de debate sobre la guerra y se hacían
vaticinios solo comparables en intensidad con los referidos al inminente
mundial de fútbol que en parte coexistió con el conflicto bélico. Prodigiosos
estrategas militares mutaban a directores técnicos en cuestión de minutos.
Dejando de lado que la cuarentena no permite juntarse y fomentar el debate,
pero considerando que las redes sociales y los medios de comunicación son mucho
más masivos y penetran hasta por los poros en cada uno de nosotros, me arriesgo
a decir, una vez más, ¡igualito que ahora!
El
14 de junio, en forma coincidente con la rendición, volvimos a Buenos Aires,
amarramos en uno de los ahora remozados diques de Puerto Madero. Nos abrazamos
-nuevamente- con nuestros seres queridos (únicos presentes para recibirnos), el
aire olía a derrota, mientras agentes de inteligencia naval nos ordenaban no
contar nada de lo que pudiéramos haber visto, oído o vivido en las islas. Una
pequeña “muestra" de las libertades ciudadanas de aquellos años, que
contrasta con lo que tras 37 años de democracia supimos cambiar entre todos
Humilde
reflexión sobre esta “guerra”
Lo
que para nada es ahora “igualito” a 1982 es precisamente el diámetro del área
de exclusión al que antes hice referencia. Ahora el teatro de operaciones es el
planeta entero. Malvinas era “allá”. El COVID-19 es acá y la palabra “acá” en
este caso aplica para cualquier lugar del mundo desde el cual se lea esta
columna.
Confinados
en nuestros hogares al igual que los ex combatientes en sus trincheras
malvineras, somos constantemente bombardeados por comentarios de señores que
dan cátedra de cómo protegernos del contagio al tiempo que escuchamos a otros
señores que indican que lo mejor es contagiarnos entre todos para generar
anticuerpos a nivel universal. Transcurrimos este complicado presente confiando
en nuestros generales de la política, los que gracias a Dios han decidido
marchar juntos y con el mismo uniforme ideológico al menos por una vez. Lo
hacemos aun sabiendo, en el fondo, que por mucha buena voluntad que pongan, no
se prepararon para esta imprevisible guerra y están atravesando un campo minado
tratando de aprender de los errores que cometen quienes van un paso adelante y
vuelan por los aires junto a sus miles de compatriotas muertos. Nos limitamos a
llevar la cuenta diaria de heridos y fallecidos en “combate”, mientras
aplaudimos a soldados simbólicos o reales a las 21 de cada día por su lucha
para cuidarnos al tiempo que ellos nos dicen casi de rodillas que el mejor
tributo no es el aplauso, sino que no salgamos al campo de batalla, campo que
comienza precisamente en la puerta de cada una de nuestras casas. No es menos
cierto que cada día de encierro hace que a millones de argentinos el agua les
llegue un poco más cerca del cuello y que no hay a la vista respuestas para
muchas preguntas y amplios sectores medios de la sociedad sienten que para
ellos no hay plan B.
Miedo,
incertidumbre y ansiedad. También esperanza, ilusión y fe. A 38 años de la
gesta de Malvinas, lo que para algunos de nosotros puede llegar a ser “la
segunda batalla” para la gran mayoría de la sociedad es la primera. Más cruel,
violenta y mortal que cualquier experiencia anterior en la historia reciente.
Tal vez si se lo piensa detenidamente cuando salgamos de esta, los que
sobrevivan a la pandemia serán todos veteranos de guerra. En el corto plazo y a
nivel local, esta vez la patria no nos pide seguir a su bandera a ningún lado,
no nos pide el sacrificio sublime de entregar la vida. Por el contrario, nos
pide que la cuidemos, que nos quedemos en casa y que -sin tener necesariamente
formación militar- aceptemos por una vez cumplir una orden del comandante que
-en el fondo- se parece más a un ruego.
En
lo personal, no será seguramente este mi mejor cumpleaños, seguramente tampoco
lo será para el Presidente ni para miles de argentinos. No habrá fiesta, no
habrá cena familiar, no habrá ni torta ni feliz cumpleaños, hasta soplar una
vela parecería un acto irresponsable y más si se junta gente a corta distancia
para hacerlo.
Por
eso lo invito a reflexionar sobre la fecha que en este día recordamos: hoy
formalmente es el día de homenaje a los Caídos en Malvinas y de los Veteranos
de Guerra. No hay ningún lugar al que se pueda ir a aplaudir, a abrazar o a
vivar a los ex combatientes. No hay desfile, misa, acto o conmemoración alguna.
Entonces qué mejor forma de honrar a quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio,
que dar de nuestra parte en esta ocasión lo poco que se nos pide, y que no es
más que cuidarnos y cuidar a nuestro prójimo. ¡Por favor, quedate en casa!
(*)
El autor es vicepresidente de la Liga Naval Argentina, oficial superior de la
Marina Mercante y capitán de Fragata (RN). Asimismo es Veterano de la Guerra de
Malvinas
Fuente:
https://www.infobae.com
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