En
esos frenéticos días de junio de 1982, seis mujeres que, a fuerza de carácter,
lograron hacerse un lugar en un ejército exclusivo de varones, ayudaron a
salvar las vidas de combatientes argentinos en los quirófanos del Irízar
Por
Adrián Pignatelli
El
grupo de las seis instrumentadoras, fotografía tomada con la cámara de Silvia
Barrera.
Como
todas las mañanas Silvia Barrera desayunaba temprano, con Radio Colonia de
fondo. Como todas las mañanas, prestaba atención a la emisora que su papá, un Suboficial
retirado de Ejército, decía que había que escuchar para enterarse de lo que
pasaba. Así supo, ese viernes 2 de abril de 1982, de la recuperación de las
islas Malvinas
Y
ya no sería una mañana cualquiera.
En
1979, Silvia se había recibido de Instrumentadora luego de dos años de
exigentes estudios en el Hospital Ramos Mejía, donde había aprendido con los
mejores cirujanos. Pero además quería ser azafata, curso que también aprobó.
Esa chica delgada, de carácter, a los 17 años había egresado del secundario en
el Colegio Conservación de la Fe de Villa Urquiza, ahí nomás de su casa del
barrio militar de Villa Maipú. Solo debía cruzar la General Paz.
Por
decisión propia, y tomando el consejo de su padrino, dejó atrás sus sueños de
azafata y en septiembre de 1980 ingresó al Hospital Militar Central, luego de
aprobar exámenes teóricos y prácticos. Ignoraba que ese nuevo trabajo la
sometería a las pruebas más duras de su vida. No solo por haber sido una de las
5 mujeres que logró entrar al hospital de un total de 100, sino que con 2 de
ellas, Norma Navarro y María Marta Lemme, serían parte de las 6
instrumentadoras enviadas a la guerra de Malvinas.
En
el hospital, entraba a las 7 de la mañana y si bien su turno finalizaba a las
14 no se iba hasta terminar el trabajo, que incluía limpiar y ordenar el
instrumental y hasta lavar y esterilizar los guantes de látex, en tiempos en
que no existían los descartables.
Cada
instrumentadora debía elegir una especialidad, Silvia escogió urología, ya que
el cirujano era rápido y exigente, y ella era la única que podía seguirle el
ritmo.
Instrumentadoras
se buscan
Ese
2 de abril, el hospital era un hervidero de sorpresa y entusiasmo, donde la
mayoría del personal se ofrecía como voluntario. Silvia ni se molestó, porque
le aclararon que sólo iría a las islas personal militar. Y ella, como las demás
chicas, era civil.
El
hospital se preparó para el eventual estado de guerra, programando un escenario
en el que deberían recibir heridos. Solamente se hacían cesáreas y operaciones
oncológicas. Hubo una nueva alerta el 2 de mayo, cuando hundieron al Crucero
General Belgrano. Mientras tanto, ella veía que progresivamente varios médicos
viajaban al escenario de la guerra.
Silvia
no olvida la fecha. El 7 de junio llegó una comunicación militar pidiendo 10
instrumentadoras para las islas. De las 32, se presentaron 20, Silvia entre
ellas. Les advirtieron que debían tomar la decisión en el momento, porque al
día siguiente, a las cinco de la mañana, tomarían un vuelo al sur.
El
rompehielos Irízar, transformado en buque hospital.
Así
quedaron, además de Silvia, Susana Maza, Cecilia Ricchieri, Norma Navarro,
María Marta Lemme; al grupo se sumaría María Angélica Sendes, que venía de
Campo de Mayo, que era la mayor, con 33 años. La propia Silvia y Cecilia las
más jóvenes, con 23.
“Norma
y Susana eran las más altas”, remarca Barrera a Infobae. Pero todas tenían algo
en común: un carácter complicado. Algunas se conocían de vista, de cruzar un
hola o un qué tal. Ya tendrían tiempo de ponerse al día en el vuelo.
Fue
un día frenético. En el hospital mismo, rompió un año de noviazgo con un médico
cirujano. “Si yo no voy, vos tampoco”, le exigió en vano.
Cuando
Silvia llegó a su casa su papá, que la revolución de 1955 lo había retirado del
Ejército de prepo aún sin ser peronista, se fue corriendo a Puente Saavedra a
comprarle una cámara fotográfica, la más pequeña que encontró. “Quiero que
fotografíes todo, quiero saber todo de las islas”, le pidió, mientras le daba
10 rollos de 36 fotos cada uno.
Tuvo
tiempo de pasar por la peluquería a cortarse el pelo larguísimo que usaba.
Después, de nuevo su papá, emocionado y orgulloso, le dio un curso acelerado de
cómo ponerse y quitarse los borceguíes lo más rápido posible, un calzado que
Silvia nunca había usado.
La
primera misión: llegar a las islas
Les
dieron ropa de hombre, ya que en el Ejército no había mujeres. Los pantalones
se les caían, a pesar de que el cinturón más corto alcanzaba para darle dos
vueltas completas a la cintura. Usaban las mangas de camisa arremangadas y a
ella le habían tocado un par de borceguíes número 40, cuando en realidad
calzaba 37. Por entonces, en el Ejército ni se pensaba en incorporar mujeres y
todo estaba preparado para hombres.
Silvia
Barrera, la primera de la derecha.
El
8 de junio llegaron en un vuelo de Aerolíneas Argentinas a Río Gallegos. Nadie
las esperaba. “Pensé que era un Ejército ordenado”, se lamenta. Era el caos
propio de un estado de guerra. Los acompañaba un médico oftalmólogo que estaba
tan desorientado como ellas. Hasta que vieron a un hombre con un ambo blanco.
Resultó ser un médico que habían trabajado en el Hospital Militar Central. Él
las acompañó al hospital de la ciudad, que estaba casi despoblado. El director
no sabía qué hacer. Con 3 grados de temperatura y ropa de verano, alguien se
apiadó y les alcanzó sándwiches y gaseosas, que devoraron sentadas en la
vereda.
En
el Irízar
La
suerte quiso que se cruzaran con un Mayor de Ejército, quien les consiguió ropa
de invierno y una campera y les dio algunos consejos útiles sobre cómo
acomodársela. En un camión las acercaron hasta un lugar llamado Punta Quilla.
Recuerdan las risas del piloto del helicóptero que las llevaría al rompehielos
Almirante Irízar, al verlas acarrear el bolso porta equipo, tan alto y, por qué
no, tan pesado como ellas.
Cuando
llegaron al buque, las dejaron en el hangar. Escuchaban los gritos y las
protestas del jefe de cubierta, que no podía creer que tuviera a 6 mujeres a
bordo, con la mala suerte que traían, justo cuando habían hundido al Belgrano.
Al oficial no le importó que el buque estuviera señalizado como hospital, decía
que en el agua era un barco como todos.
En
el hangar, les dieron una clase sobre cómo evacuar el buque en caso de
emergencia y les indicaron cuál sería su bote salvavidas. Pero aún quedaba una
cuestión por resolver: “¿Dónde dejamos nuestros bolsos?”, preguntaron, y todos
se miraron. Se negaban a hacerles un lugar, hasta que un helicopterista le
cedió su camarote. Fue así como 6 mujeres se acomodaron en un habitáculo con
tres cuchetas.
Por
la noche, el comandante organizó una picada para que el personal de sanidad se
conociese y limar asperezas por la hostil bienvenida. El 3 de junio el buque,
que había sido transformado en hospital, disponía de 160 camas de internación,
sala de terapia intensiva y dos quirófanos.
Durante
la navegación, y hasta tanto llegaran a la Puerto Argentino, las
instrumentadoras organizaron los dos quirófanos. Uno, llamado “sucio” para
infecciones y otro, que era una suerte de consultorio oftalmológico, para
traumatología.
Al
día siguiente, el barco se detuvo en una zona franca, determinada por la Cruz
Roja, donde podían estar los buques hospitales de ambos bandos. Los británicos
le pidieron medicamentos y plasma para sus soldados heridos, muchos de ellos
con graves quemaduras por los ataques de la aviación argentina. Como los
ingleses no previeron las grandes olas del Atlántico Sur, muchos recipientes de
plasma que llevaron se terminaron coagulando con el bamboleo. Ahí Silvia se enteró
que los ingleses heridos eran llevados a Uruguay.
La
guerra en vivo y en directo
Al
fin llegaron a Puerto Argentino. El Irízar ancló en la bahía. Las mujeres se
prepararon para desembarcar, pero las frenaron. “No pueden ahora. Va a
oscurecer y comenzará el bombardeo inglés”. Entonces vieron desde la cubierta
cómo los británicos disparaban bengalas para iluminar el terreno, y hasta creía
sentir las bombas pasar sobre sus cabezas que impactaban mucho más adelante.
“Para nosotros era como estar en una película”.
A
la mañana siguiente creían que pisarían suelo malvinense. Pero otra vez no. No
tenían grado militar. Hubo un llamado a los altos mandos. Uno explicó que
debían darles una jerarquía acorde; de teniente, decía. Pero tenientes son los
médicos, recordó otro. ¿Quién ordenaba a quién? La discusión fue frente a las
mujeres, de quien nadie se percataba. “Los ingleses se acercan a Puerto
Argentino”, advirtió alguien. “Imposible descender sin grado militar”, fue la
orden final.
Instrumentadoras,
enfermeras, camilleras
Pero
ya no hubo tiempo para discusiones. Al buque comenzaron a llegar a heridos, ya
que el hospital terrestre no daba abasto. Los primeros tuvieron la suerte de
llegar en helicóptero, que dejó de operar por los misiles enemigos. Los heridos
eran llevados en pequeños barcos pesqueros, similares lo que se ven en el
puerto de Mar del Plata. Estaban pintados de negro con una cruz roja.
Las
salas del Irízar rápidamente colapsaron. El trabajo de las instrumentadoras se
multiplicó, y fueron al mismo tiempo enfermeras y camilleras, mientras hacían
curaciones para atender a los soldados que venían directo del campo de batalla.
A muchos debían cepillarles las heridas con Pervinox para quitarles las costras
negras que se les formaban, mezcla de sangre, pólvora y turba.
Comenzaron
a aplicar el Triage. Fue un médico cirujano que combatió con Napoleón Bonaparte
a quien se le ocurrió. Es un método de selección y clasificación de pacientes
en casos de guerra o de desastres. Silvia y sus compañeras lo aplicaron,
colocando carteles a los pacientes, y se sabía si ya se les había suministrado
morfina, plasma o algún medicamento.
Barrera,
con sus distinciones por su papel en la guerra de Malvinas.
Era
un trabajo de nunca acabar. Porque al soldado operado, al trasladárselo a tierra,
muchas veces se le abría la herida al trasbordarlo desde la mole del Irízar a
un buque de menor calado. Y volvía nuevamente a la mesa de operaciones.
Así
trabajaron, sin descanso, del 9 al 14 de junio. Ese día, por los altoparlantes,
se enteraron del alto el fuego. Y esas jóvenes que apenas habían pasado los 20
años vieron a hombres de 40 llorar y derrumbarse. “Para nosotras, eran personas
mayores. Eso nos marcó para siempre, nos tocó contener a hombres rudos,
mientras continuaba nuestra tarea, porque sabíamos que en algunos puntos de las
islas se seguía combatiendo”.
Al
pandemonio que suponía atender a los heridos en las trincheras, se sumaron los
civiles que fueron embarcados. Personal de Defensa Civil, de Correos, Vialidad,
periodistas, curas también se despedían de las islas.
Cuando
los británicos subieron al buque, requisaron los camarotes y a Silvia le
quitaron la mitad de los rollos fotográficos; el resto logró ocultarlos en sus
ropas, ya que a las mujeres no las revisaban.
Retuvieron
al Irízar hasta el 18 de junio. Zarparon con más de 300 heridos, que acomodaron
donde pudieron. Hasta en los pasillos. Así llegaron a Comodoro Rivadavia.
Seis
mujeres solas
Antes
de desembarcar, debieron firmar un documento de confidencialidad, por el que se
comprometían a no hablar con nadie de lo que habían vivido en las islas.
Nuevamente,
eran seis mujeres solas, sin saber dónde ir. Dos oficiales de Inteligencia les
dijeron que se hospedarían en un hotel, frente al mar. Había un detalle: aún no
había sido habilitado, estaba habitado por un sereno, que se llevaba de su casa
la comida. Solo había agua caliente, que les sirvió para bañarse.
Silvia
Barrera, el orgullo de ser veterana de guerra.
A
la noche, al notar que los oficiales habían relajado la vigilancia, se
escurrieron al centro y terminaron en una pizzería. No fue difícil ubicarlas,
era tarde y nada llamaba más la atención que media docena de mujeres vestidas
con ropa de combate comiendo en la soledad de una noche de invierno en
Comodoro.
Al
otro día, las llevaron al aeropuerto. Ellas, que se habían jugado la vida en la
guerra como voluntarias, estuvieron todo el día retenidas en un galpón,
vigiladas por un piloto. Sin comida y sin disponer de un baño, a las 6 de la
tarde las subieron a un vuelo que las dejó en la ciudad de Buenos Aires. Fue en
ese galpón que Silvia terminó el último rollo de fotos que le quedaba. El
domingo 20 de junio, día del padre, se abrazaron con sus familias en la pista
de El Palomar.
Una
dura posguerra
Silvia
volvió, al igual que las demás, a su trabajo en el Hospital Militar Central.
Hasta muchos años después se siguió cruzando con ese ex novio que la guerra
separó. Tres años después Silvia se casó con Carlos, un veterinario y
reservista. Tienen cuatro hijos, dos varones y dos mujeres.
El
grupo de instrumentadoras siguió siempre en contacto. Cecilia Ricchieri se
recibió de médica; Norma Navarro fue a trabajar al Hospital Garrahan; María
Angélica Sendes descubrió su otra vocación, la de maestra. Junto a Silvia,
continuaron en el Hospital Militar Central María Marta Lemme y junto a Susana
Maza, que falleció hace un año y medio.
La
posguerra les mostró su peor cara. Compañeros y jefes las ignoraron y las
fueron marginando. Primero en sus trabajos, donde una tras otra debió dejar los
quirófanos. Hasta en los actos que se hacían con veteranos, a ellas las
ubicaban entre los familiares o con organismos de Derechos Humanos. “Es más
fácil hablar de la guerra de Malvinas que de lo que nos pasó después”, se
lamenta Barrera. “No solo fue el vacío que nos hicieron, sino que todas
sufrimos enfermedades concomitantes con el stress post traumático. Casi todas
tenemos cáncer, diabetes e hipertensión. Malvinas se paga”.
En
1983 el Ministerio de Defensa las había reconocido como veteranas de guerra y
en el 2012 lograron el reconocimiento presidencial.
Silvia
continúa en el hospital. Le hizo frente al ninguneo estudiando Ceremonial y
Protocolo y ahora organiza los eventos y actos en la institución a la que
dedicó su vida. Hoy el hospital está armado de la misma forma y con la misma
disposición, para hacer frente a otra guerra: la pandemia del coronavirus.
Recibieron
muchas distinciones. Pero la de 2002 tiene un sabor especial. Es el Premio
Mujer en el Ejército que merecieron Maza, Navarro y Barrera. Lo instituyó y se
los dio el jefe del Ejército, Teniente General Ricardo Brinzoni. El mismo
oficial que hace 38 años, siendo Mayor, les consiguió a 6 instrumentadoras
desamparadas en Río Gallegos en una congelada mañana de junio, ropa de invierno
para que pudieran cumplir con su deber en Malvinas.
Fuente:
https://www.infobae.com
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