Por
Cristian Sirouyan
Puede
que la atmósfera a toda hora serena, esa paz inquebrantable que reina en cada
rincón de las islas Malvinas, resulte un bálsamo para la mayoría de los
visitantes que aterrizan en medio del paisaje vacío que enmarca el aeropuerto
militar de Puerto Argentino.
Pero
otras resonancias afloran cuando el pasajero que acaba de saltar de la
escalerilla del avión a la pista barrida por el viento es un ciudadano
argentino. Para nosotros, entre ellos este cronista, participante directo del
conflicto de 1982 en condición de soldado conscripto clase 63, los resabios de
la guerra están listos para aflorar incluso desde los claroscuros de la memoria
más frágil.
Pero
pareciera que las huellas de esa gran tragedia colectiva también fueron
barridas por las tempestades a lo largo de 37 años y apenas se empecinan en
persistir en el arcón de los recuerdos.
Las
marcas de la guerra de Malvinas se conservan intactos a lo largo de las islas.
Por
las dudas, los nombres Falklands, Stanley y hasta Margaret Thatcher
(inmortalizada por un monumento y una calle céntrica) asoman bien visibles en
la cartelería vial, una suerte de complemento de la advertencia expresada por
el gobierno local en el formulario de admisión que debieron completar diez
periodistas sudamericanos antes de embarcar: “Malvinas no es el término español
o portugués que corresponde a Falkland Islands. Es la palabra que utiliza la Argentina
para reclamar su soberanía y la población local considera ofensiva. Por favor,
en español utilice “Islas Falkland” y en portugués “Ilhas Falkland”. Las islas
fueron descubiertas por un marino británico en 1592”. El prolijo texto forma
parte discretamente del ítem “Behaviours”, redactado para guardar ciertas
formas de comportamiento.
En
la isla Soledad es tarea sencilla advertir que los pobladores, visiblemente
perturbados por los hechos dolorosos de ayer y los desencuentros posteriores,
se muestran poco dispuestos a dialogar con desconocidos que acusan aspecto y
acento afines con las pampas australes. De entrada, a la hora de exhibir el
pasaporte, un guardia militar de gesto severo y ninguna palabra, ya había hecho
su aporte lanzando, sin avisar ni brindar un mínimo saludo protocolar, un perro
aún menos amistoso a husmear bolsos de mano, cuerpos y vestimentas del puñado
de diez periodistas recién aterrizados.
El
autor de la nota en Moody Brook, durante su regreso a las islas Malvinas
después de 37 años.
Rodrigo
Cordeiro, sub editor del semanario Penguin News, nacido en España en 1981 y
“kelper” adoptado desde hace 30 años, no anduvo con vueltas una vez que terminó
de ponderar las “situación socioeconómica bastante avanzada”, “la colonia de pingüinos
de Volunteers Point”, “comunidades importantes como la chilena y la filipina” y
el “optimismo para la nueva conexión aérea desde San Pablo con escala en
Córdoba” y sus entrevistadores desviaron el foco hacia cuestiones más ríspidas.
“Los isleños tienen una visión complicada sobre la Argentina. Quieren que no
haya ningún cambio en la soberanía y ven hostil la política sobre este tema por
parte de algunos gobiernos argentinos. Hay un proceso muy traumático con la
guerra, algo muy difícil de olvidar para la población local”, observó el colega
con inobjetable franqueza. Su rostro severo pareció desplomarse cuando se sumó
a la charla un periodista, visiblemente conmovido por su visita al Cementerio
de Darwin, donde el Equipo Argentino de Antropología Forense identifica los
restos de 123 soldados argentino.
El
estado de shock que arrastraba el colega replicaba mi propio ánimo alterado al
reencontrar la ubicación de la base de Royal Marines en Moody Brook (donde me
había instalado con mis compañeros del Comando de la IX Brigada de Infantería
de Comodoro Rivadavia) y descubrir que sólo quedan los cimientos.
Sala
dedicada a la guerra de 1982 en el Museo Histórico del Astillero, en Puerto
Argentino.
La
disputa no resuelta se disfraza de materia del pasado. Ni siquiera parece haber
algún resquicio para el único camino posible, el del diálogo sin
condicionamientos y la discusión civilizada que otorga la vía diplomática. Aquí
sólo se percibe voluntad para departir sobre desarrollo económico, potencial
turístico, tradiciones, criquet, paseos embarcados y pesca.
Sin
embargo, la llaga abierta por la guerra resurge una y otra vez junto a los
caminos de ripio que recortan la estepa, como para prestarle debida atención y
apelar a la buena memoria. La propia guía malvinense Elsa Heathman, audaz
conductora de un vehículo Land Rover que se bambolea sobre un hostil relieve de
cráteres, lomadas, matas y lagunas, sugiere una escala para ver de cerca y
llevarse imágenes de los restos intactos de dos helicópteros derribados, a
pasos de una trinchera cavada en el suelo y protegida con bloques de piedra.
Cementerio
Argentino de Darwin, en las islas Malvinas (foto de Marcos Brindicci /
Reuters).
No
es todo: aquí y allá saltan a la vista las parcelas delimitadas por cintas, que
advierten sobre la presencia de minas sembradas en 1982. Un equipo de expertos
arribado desde Zimbabwe se encarga pacientemente de detectar esas minúsculas
piezas explosivas y desactivarlas.
A
la hora de regresar al pueblo tras una excursión hasta la pingüinera es grato
escuchar la voz suave de Mrs Heathman, algo desdibujada por el ronquido del
motor de su 4x4. La mujer no mide el impacto, poco menos que una afrenta, que
provoca su monólogo al referirse a su madre malvinense y destacar que estudió
en el Colegio Británico de Montevideo en los años 40 o al afirmar que los
peones uruguayos llevados a las islas por el estanciero Samuel Lafone en el
siglo XIX habrían impuesto las expresiones “camp”, “galpón” y “corral”.
Del
mismo modo no cabe más que resignarse a escuchar en silencio cuando Joselyn
Segovia (empleada hotelera nacida hace 25 años en Punta Arenas, Chile, y hace
tres años establecida en Malvinas) habla maravillas de su relación con los
kelpers. Un momento de plenitud parecido embarga al chef uruguayo Sebastián
García, de 22 años, que “antes no tenía ni idea sobre las islas” y ahora
disfruta de un buen pasar junto a dos compatriotas y varios chilenos,
nepaleses, peruanos y filipinos.
La
Argentina parece una lejana comarca en el inconsciente de esta sociedad
multiétnica. En caso de tener la fortuna de pisar este suelo soñado, todo
indica que nos queda reservado apenas un rol secundario, como meros
observadores de un universo distante.
Fuente:
https://www.clarin.com
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