Los isleños viven distantes de la nostalgia
argentina. Son ricos y miran al mundo.
Malvinas hoy, tan cerca y tan lejos / Foto: Gabriel
Pecot
Las Malvinas son la Luna. Están ahí, sabemos casi
todo de ellas, pero la mayoría no fuimos nunca. Hace 80 años les hicimos una
marcha que comienza Tras su manto de neblina... y tras su manto de neblina está
Londres. No las hemos de olvidar, claro. Jamás.
El fin de semana hubo bandas militares que
entonaron la Marcha de las Malvinas, compuesta en 1940 por Carlos Obligado, un
intelectual que traducía poemas de Edgar Alan Poe, en distintas canchas
argentinas, donde hubo homenaje a los caídos. Malvinas también es ese orgullo
recuperado tras años de silencio y vergüenza: el orgullo de los veteranos y sus
islas perdidas en el Sur que son su Norte.
En los estadios, el público esperó en silencio el
último acorde para seguir con un clásico: El que no salta es un inglés...
¿El que no salta es Thatcher, Theresa May o Paul
McCartney, con quien estuvimos saltando hace unos días en el Campo Argentino de
Polo?
No importa tanto. Por eso al gol más grande de la
historia lo seguimos llamando el gol de Maradona a los ingleses. A todos los
ingleses.
Nuestro gol de la venganza eterna en dos versiones:
primero con la mano y luego con los pies, gambeteando insensatez, muerte,
derrota y olvido para recuperar el orgullo provisorio. Un arrebato individual
que supere a la organización colectiva sólo funciona en el fútbol. Pero las
islas siguieron lejísimo.
Ahora, dos enviados de Clarín vivieron una semana
en lo que las guías del mundo llaman Port Stanley y lo que vieron fue a isleños
modernos, conectados, millonarios y europeos en el Fin del Mundo. Distantes de
la nostalgia argentina y recelosos de cada bandera celeste y blanca: está
prohibido exhibirlas fuera del Cementerio de Darwin o más arriba de la cintura.
Cada argentino les recuerda que no están en Europa
y que no quieren ser la Argentina. Por eso conservan en el paisaje cabinas
telefónicas londinenses que nadie usa, se reúnen a tomar el té y manejan por la
mano izquierda vehículos de lujo con volantes a la derecha.
No hay bares con fileteado porteño sino pubs con
cerveza roja y fish and chips. Y ningún desayuno tiene medialunas ni dulce de
leche.
Cada tanto, un puñado de argentinos va a ver cómo
es nuestro territorio extranjero. Esa prolongación de Patagonia ventosa y árida
que abriga prosperidad y no sufre con la inflación, la inseguridad, la pobreza
ni el dólar y donde la única argentinidad permitida es la del cementerio.
Hasta allí peregrinan aún las familias de los
chicos que fueron héroes antes de ser adultos. Los chicos perdidos por las
esquirlas de la conciencia nacional que recién ahora van recuperando el derecho
a una tumba con nombre.
La producción especial de Clarín incluye también el
relato de un hombre que desembarcó allí el 2 de abril de 1982, con la ilusión
de la quimera insensata. Y documentos inéditos que muestran desde cuándo las
islas eran gobernadas y habitadas por argentinos y cómo el mundo reconocía la
soberanía nacional.
La guerra marcó a una generación que en la
Argentina lleva 37 años y en Port Stanley, una eternidad. Para nosotros no pasa
nunca. Para ellos fue una batalla medieval, ganada con los estandartes reales y
tan lejana y beneficiosa que no quieren ni mirarla. Los kelpers granjeros son
ahora ingleses ricos. La guerra lo hizo.
Por eso sienten que hablar de soberanía con los
argentinos es como discutir si York, ocupada por los vikingos antes del año 1000,
debería volver a ser de Dinamarca.
Esa ajenidad creciente es la otra cara de nuestra
Luna enorme y distante.
Fuente: https://www.clarin.com
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