La foto de esas dos figuras fantasmagóricas en la
proa del barco contiene una historia de lealtad y coraje. Las estremecedoras
vivencias de un capitán que pensó hundirse con su barco y un suboficial que,
sin saberlo, esa tormentosa tarde del 2 de mayo de 1982 se convirtió en héroe
Por Gaby Cociffi
Las dos figuras parecen fantasmas en el barco que
se hunde. El gigante está herido de muerte. Su tumba será el océano. Ellos lo
saben, pero siguen allí, aferrados a la baranda que ya roza el agua, sacudidos
por la tormenta. Son los últimos hombres que quedan a bordo.
¿Dejo o no dejo el buque?, duda el comandante
Héctor Bonzo con el casco hundido nueve metros en el mar.
Piensa que está solo en el ARA General Belgrano. La
nave ya fue evacuada. Y frente al inexorable final, por un instante duda.
Una voz lo sorprende en medio de la penumbra. No
alcanza a reconocer al hombre que debajo de una capucha le grita:
¡Si no salta, yo tampoco salto! ¡Me quedo con
usted, comandante!
El Capitán piensa que es una visión, que está
enloqueciendo. "Es el estrés, es la presión, no puede haber quedado un
hombre a bordo", se dice.
¿¡Cómo no se arrojó todavía a las balsas!? ¿¡Qué
hace usted aquí si ya no queda nadie!?, increpa Bonzo a la figura
irreconocible, tapada de pies a cabeza con un impermeable y un pasamontaña gris,
que se niega a abandonar el crucero.
¡Tirese al agua que es su deber!, eleva su voz el
oficial frente a un mar que ruge.
No señor, si usted no se tira, yo tampoco ¡Me quedo
con usted comandante!, recibe la firme respuesta.
A las 16:01 el submarino británico HMS Conqueror
disparó el primero de los dos misiles MK8 que dieron en la popa y proa del
barco. La increíble imagen fue tomada por el Teniente de Fragata Martín Sgut
desde una de las balsas
Es el domingo 2 de mayo de 1982. Son las 16:35 de
una tarde negra y helada en el mar austral. Treinta y cuatro minutos antes, en
las profundidades del océano, el operador del submarino británico HMS Conqueror
había recibido las tres palabras que sellaría el destino del crucero.
“Disparen a hundir”.
La voz del Capitán Richard Hask, de la Task Force,
recorre en segundos los 12489 kilómetros que separan el Reino Unido de las
Islas Malvinas. El comandante es quien transmite la implacable orden de
Margaret Thatcher, la primera ministra británica.
A las 16:01 el primer torpedo MK8 atraviesa el
barco, que navega a 30 millas de la zona de exclusión. La explosión sacude a la
mole de 13500 toneladas como si fuese de papel. Los 1093 tripulantes sienten
que el buque se eleva por el aire. El torpedo perfora las cuatro cubiertas en
forma vertical.
El agua penetra todos los compartimentos. El
Belgrano se convierte en un infierno. Treinta segundos después, el segundo
torpedo se incrusta en la proa que se desprende como cortada por un cuchillo.
Quince metros de la mole de acero desaparecen en el mar.
El ARA se inclina a babor, el fuego surge de sus
entrañas. Hay gritos. Hombres quemados. La piel que se desprende de la carne.
El horror. Y después el silencio de la muerte.
Desde el puente, y con un megáfono, el Capitán
Bonzo, 23 minutos después del primer impacto, da la trágica orden:
"¡Abandonen el barco!".
Setecientos setenta hombres alcanzan las balsas.
Trescientos veintitrés encuentran su destino final en el océano.
Gastada y borrosa por los años, esta es la única
foto que el suboficial Ramón Barrionuevo tiene junto al Capitán Héctor Bonzo
Bonzo, de pie en el casco, sabe que la gran escora
del barco puede provocar una vuelta campana. Y entonces el mar se lo tragará.
La voz vuelve a sacudirlo:
¡No hay tiempo, mi comandante!¡Debe abandonar la
nave!, ese hombre está decidido a impedir que el Capitán cumpla con la ley
marinera de hundirse con su barco.
"Ahí, de cara al mar, para mí era más difícil
vivir que morir", confesaría años más tarde el comandante Bonzo.
"Lo vi al Capitán con esa actitud de irse a
pique con el crucero, y no lo iba a permitir", explicó a Infobae con
humildad desde su Catamarca natal, a 37 años de la tragedia, el Suboficial
Ramón Barrionuevo, como si no tuviera conciencia de su acto de heroísmo.
"Yo soy una de las dos figuras que se ven en
la foto, ahí en la cubierta. En ese momento le estaba inflando el chaleco
salvavidas al Capitán", aclaró.
¿Y si Bonzo no saltaba, usted estaba dispuesto a
hundirse con el barco?
No lo sé. Íbamos a tener una larga discusión. Yo no
iba a dejar a mi comandante solo en el Belgrano. Porque lo que allí estábamos
viviendo era el peor de los infiernos.
Los últimos tripulantes
El Capitán de Navío Héctor Elías Bonzo, nacido en General
Rodríguez el 11 de agosto de 1932, fue último comandante del ARA General
Belgrano, había navegado 200000 millas marinas en su vida en la Armada y hasta
el día que murió, a los 76 años en 2009, recordó a cada uno de los hombres que
tuvo bajo su mando durante la guerra de Malvinas. Conmovido repetía: "El
crucero y sus tripulantes siguen navegando en la memoria de todos
nosotros".
Ramón Barrionuevo, nacido en Piedra Blanca el 17 de
febrero de 1947, hijo de Gerardo, albañil, y Antonia Sánchez, costurera, era suboficial
en el crucero y amaba la vida en el mar. Aquella trágica tarde del 2 de mayo de
1982 marcó su vida y dejó una cicatriz. Frente a Infobae rememoró con emoción
el instante en que vio cómo el océano se tragaba al gigante de 185,5 metros de
eslora. Nombró uno por uno a sus compañeros muertos. Recordó al Capitán Bonzo
con afecto. Y pidió disculpas cuando las lágrimas surgieron incontrolables.
2 de mayo de 1982. Hora 16:40. Dos hombres quedan
en el crucero que se hunde en un mar enfurecido. Son el Capitán de Navío Héctor
Bonzo y el Suboficial Ramón Barrionuevo
La imagen de esos últimos hombres en la cubierta
del buque dio la vuelta al mundo. Lo que allí vivieron, esos instantes entre la
vida y la muerte, quedaron grabado para siempre en su memoria. Ambos, Bonzo
hace años, Barrionuevo tiempo después, desgranaron esos dramáticos recuerdos frente
a Infobae.
16:01, comienza el horror
Barrionuevo: "A mí me tocaba hacer guardia de
4 am a 8 am y de 16 a 20. El 2 de mayo salí de mi camarote a las cuatro menos
cuarto para tener tiempo de recibir la información de mi compañero Juan Carlos
Córdoba, y tomar el puesto a las 16 en punto. Juan me pasó los datos de los
cañones cargados, de la gente que estaba lista, y de la posición del barco. Lo
saludé como cualquier día. Y él se fue para la popa, a nuestro camarote para
descansar. Ahí pegó el segundo torpedo. No lo vi más".
Bonzo: "Estaba subiendo a la torre de comando
cuando sentí el golpe y la vibración. Mi di cuenta que era un ataque de
torpedos porque se sentía el olor acre de los explosivos. El buque se frenó de
golpe, como si el crucero con sus 13 mil toneladas se levantara por los aires.
Y entonces comenzó a hundirse".
De los 1093 tripulantes, 770 llegaron a las balsas,
323 murieron en el mar
Barrionuevo: "A las 16:01 llegó el primer
torpedo. El ruido fue tremendo. El crucero se sacudió. Yo estaba sentado en una
banqueta y me caí. Era como si el barco se hubiese hundido debajo de mis pies.
Yo ya tenía 35 años y 14 de servicio, era experto en armamentos, supe que nos
estaban torpedeando".
Bonzo: "El proyectil había dado en la sala de
máquinas de popa, ingresó 2 metros dentro del buque antes de explotar e hizo un
boquete de 20 metros de largo por 4 de ancho. Por allí el Belgrano embarcó en
segundos 9500 toneladas de agua. Esa explosión causó la mayor cantidad de
muertos. Creo que al menos 275 cayeron en ese instante. El buque se quedó sin
fuerzas, sin luz, sin energía. Y lo más tremendo fue que ya no podía repararse.
No funcionaban las bombas de achique ni el generador de emergencia".
“El proyectil había dado en la sala de máquinas de
popa, ingresó 2 metros dentro del buque antes de explotar e hizo un boquete de
20 metros de largo por 4 de ancho. Por allí el Belgrano embarcó en segundos
9500 toneladas de agua”, relató el comandante
Barrionuevo: "Un vigía que estaba con
prismáticos vio la estela en el agua y alcanzó a gritar: '¡Torpedo!'. Abrí la
puerta del cuarto de control y llegó el segundo impacto en la proa. Pero ése no
lo sentí, quizás fue por los nervios o porque el humo del primero ya cubría la
cubierta. Escuché los gritos de la gente que se estaba quemando. Bajé las
escaleras desde la tercera cubierta, y fui llevando conmigo a todos los
tripulantes que encontraba en el camino. Veía el miedo de los más jóvenes,
intentaba mantener el orden. Era un infierno".
Bonzo: "El segundo proyectil dio en la proa 30
segundos después. Estaba ya en el puente cuando impactó al crucero. Entonces
ocurrió algo inenarrable: una columna de agua se elevó 20 metros, volaron
hierros y maderas, y cuando cayó faltaban 15 metros de la proa. El duro barco
de acero se había partido como manteca"
Gritos, muerte y la orden de abandonar el barco
Barrionuevo: "La gente saltaba directo a las
balsas porque el barco había comenzado a escorarse, a ladearse cada vez más. El
viento era muy fuerte y las balsas golpeaban contra el costado del buque.
Algunas eran arrastradas por la corriente hacia la proa, donde las chapas
abiertas como filos las partían al medio. Vi como la cadena del ancla arrastró
al fondo del océano una balsa con todos los tripulantes. Nadie pudo
salvarse".
Bonzo: "La situación era tremenda. Sin luz era
difícil moverse… los gritos de heridos y quemados, los muertos y la escora que
iba siendo cada vez más pronunciada. A los 4 minutos ordené largar las balsas
al mar, pero sin abandonar el barco. Era una decisión muy difícil. Quería
lograr que los sobrevivientes se mantuvieran reunidos antes de dar la voz de
abandono, que es la más tremenda que puede dar un comandante. El riesgo, con el
mar encrespado, era que el casco diese una vuelta de campana y nos tragara a
todos".
A las 16:50, el crucero está inclinado a 60 grados.
El Belgrano tardó menos de una hora en hundirse. No tenía sonares para detectar
submarinos, por eso navegaba en compañía de los destructores Bouchard y
Piedrabuena que sí contaban con el equipamiento
Barrionuevo: "No quisiera volver a ver nunca
en mi vida lo que vi aquella tarde. Había un marino con el cuerpo totalmente
quemado, la corbata y los puños de la camisa estaban pegados a la piel, chamuscados.
La piel escamosa, en carne viva. Nos pidió que lo tiráramos al agua. Si caía al
mar, con el cuerpo quemado, no hubiese podido sobrevivir. Lo bajamos con mucho
cuidado con una soga que habíamos hecho con las sábanas que iban dejando
tiradas en la cubierta aquellos marinos que estaban en su hora de descanso
cuando comenzó la tragedia".
Bonzo: "Mi función en ese momento era dar la
trágica voz de abandono, que fui demorando porque no sabía cuántos habían
llegado a las balsas. La voz de abandono significa que el buque ya queda solo…
23 minutos más tarde la tuve que dar ¿Si dudé en hundirme con el barco? En ese
momento, frente al mar, para mí era más fácil decidir morir que vivir. Porque
si moría, otros se ocuparían de lo que iba a venir, si vivía tendría que
enfrentar que muchos de mis hombres murieron."
Barrionuevo: "De pronto un chico llegó
gritando: 'Ayúdenme, ayúdenme'. Se tapaba la cara con las manos. Le separamos
las manos y la piel se despegó y quedó adherida a las palmas. Empezó a sangrar
mucho. Le di un pañuelo para que se secara la sangre. Lo bajamos a una balsa. Y
no lo vi más. Meses después, en julio de 1982, fui hasta el hospital de Azul,
en la provincia de Buenos Aires. Y sentí que alguien me llamaba. '¡Suboficial
Barrionuevo! Tengo algo suyo para devolverle'. No lo reconocí hasta que me
trajo el pañuelo. ¡No sabés la emoción que sentí! ¡Estaba vivo!".
El hundimiento
Barrionuevo: "Eran las 16:38 y el barco estaba
muy escorado. La gente desde las balsas nos gritaba que saltáramos al agua, que
el crucero se hundía. Fuimos hasta la proa. Y ahí noté la duda del Capitán. “Si
usted no salta yo también me quedo”, le dije. Me miró. El Belgrano se inclinaba
cada vez más. Me ordenó: “Salte y yo lo sigo".
Bonzo: "En esa duda estaba cuando apareció una
figura fantasmagórica. Creí que la imaginaba, que era productor de mi estrés.
Pero él era el oficial Barrionuevo. Me dijo que si no saltaba él tampoco lo
haría. Le ordené que abandonara el barco. Y se negó. Entonces le pedí: “Ayúdeme
a ver si hay alguien más, si quedó algún herido”. La cubierta del barco casi
rozaba el mar, entraban toneladas de agua… Fui el último hombre que abandonó el
Belgrano".
“El barco hizo un movimiento, volvió a surgir del
agua y se hundió definitivamente en forma vertical. En el fondo del mar
explotaron las calderas y se hizo un gigantesco torbellino de agua”, recuerda
Barrionuevo
Barrionuevo: "Antes de tirarnos, le inflé el
chaleco salvavidas. Nos atamos las sábanas como cinturón para poder
deslizarnos. Nos sacamos los zapatos para nadar mejor, y guardamos las medias
en los pantalones. Me tiré por la parte más alta del barco, que en ese momento
estaba a unos 4 metros del mar, porque el viento impedía bajar por el lado
donde la cubierta casi rozaba con el mar.
Salté al agua y no sentí frío, era una situación
tan grande la que estábamos viviendo que había bloqueado mis sentimientos.
Empecé a nadar para alejarme del crucero, porque si se hundía me iba a
arrastrar. A Bonzo no lo vi más, lo perdí en el océano".
Bonzo: "Barrionuevo aceptó tirarse. Hizo la
señal de la cruz, se paró en la quilla del buque y desde ahí se lanzó al mar.
Segundos después, yo también hice la señal de la cruz y me dejé deslizar por la
misma soga hasta el agua. Tres balsas estaban esperando a esas dos figuras
humanas que no sabían quiénes eran, pero eran dos tripulantes, con el peligro
de que el buque se diera vuelta y las chupara.
“Nadé 50 metros y me subí a esas balsas. Estaba
exhausto. Me quedé tirado en el piso. A las cinco de la tarde escucho una voz
que me dice: “Señor, el buque se está hundiendo”. Saqué mi cabeza y me asomé.
Vi al crucero desaparecer en el océano”, contó Bonzo
Barrionuevo: "Las olas eran gigantescas. Veía
a las balsas subir y bajar, sacudidas como cáscaras de nueces. De pronto, una
vino hacia mí a toda velocidad empujada por el viento. Nadé y me agarré como
pude. El golpe me sacó un dedo de lugar: fue la primera vez que sentí dolor.
Cuando pude subir a la balsa, empecé a temblar de frío. Era como si mil agujas
se clavaran en mi cuerpo. Me estaba congelando".
Bonzo: "Las balsas eran para 20 personas.
Primero se habían atado unas con otras para formar en el mar una gran mancha de
color y que los aviones de rescate pudieran encontrarlas. Las olas enormes y el
mar encrespado hicieron que tuviéramos que cortarlas, para evitar que las
balsas se rajaran. Estaban equipadas con sachets de agua, raciones de comida,
cigarrillos, una pequeña Biblia, elementos de botiquín para curaciones. El
comportamiento de los hombres, el "espíritu de buque" hizo que muchos
se salvaran y es lo que llevo grabado en mi memoria".
Barrionuevo: "Me asomé y al ARA se lo estaba
tragando el mar. Era tristísimo ver cómo semejante mole desaparecía. El buque
hizo un movimiento, volvió a surgir del agua y se hundió definitivamente en
forma vertical. En el fondo del mar explotaron las calderas y se hizo un
gigantesco torbellino de agua. Lo último que vi fue el guardabote, el palo de 6
metros que salió a la superficie y quedó flotando en el océano. La gente gritó:
“¡Viva el crucero, viva el Belgrano, viva la Patria!”. No sé de dónde sacamos
las fuerzas".
Los días a la deriva y el rescate
Barrionuevo: "Estuvimos más de 48 horas a la
deriva. Yo pensé que no nos iban a encontrar nunca. Sabía que la unión de los
dos océanos tira hacia el sureste y que en algún momento si el mar nos
arrastraba íbamos a morir. Miré a mis compañeros y pensé: “Somos todos finados”,
pero no se lo dije a nadie. Recordé a mis cuatro hijos pequeños. Le pedí a Dios
que los cuidara. Y me encomendé a la Virgen del Valle: “Madre mía, solo te pido
no sufrir”. Cuando estás en la balsa no dormís… La oscuridad del mar es la más
absoluta y tremenda que existe, es la nada. Cuando amanecía seguíamos con la
incertidumbre: “Somos una sola balsa en el mar… no la puede ver nadie… y el
enemigo anda por ahí".
Bonzo: "Mi balsa fue la última que se rescató.
Cuando subí al Gurruchaga no sentía las piernas, eran como de algodón. Antes de
ir al médico para que me revisara o me diera una inyección para hacerme dormir,
en la balsa nos manteníamos en vigilia, quise ver a mis tripulantes. Entonces
bajé. Estaban en el suelo, en las mesas, en los bancos, desparramados por todas
partes. Cuando me vieron muchos se incorporaron, empezaron a gritar "Viva
el Belgrano".
El rescate de las balsas. Estuvieron más de 48
horas a la deriva en un mar furioso con vientos de 120 kilómetros por hora
Barrionuevo: "Cuando ya no esperábamos nada,
el 4 de mayo escuchamos el ruido del motor de un avión. ¡Era un A4-Q de la
Armada! No sabíamos si nos había visto… Pasó un rato, que fue eterno- hasta que
empezamos a ver, en medio de la tormenta, las luces de un barco que apuntaban
al cielo y luego al mar, sacudidas por el tremendo oleaje. “¡Nos están
buscando!”, gritamos. Y el ánimo cambió. Nos olvidamos del frío, de la sed, del
hambre y empezamos a organizarnos para el rescate. Y apareció el Gurruchaga.
Nos subieron a bordo. El barco estaba repleto. Nos sacaron la ropa helada y
dura por la sal y nos dieron un caldo caliente. Éramos tantos que se habían
quedado sin víveres. El cocinero hizo un poco de pan con harina y agua. Nos
acomodamos en el piso como pudimos, y nos envolvimos con unas mantas".
“Miré a mis compañeros y pensé: “Somos todos
finados”, pero no se lo dije a nadie. Recordé a mis cuatro hijos pequeños. Le pedí
a Dios que los cuidara. Y me encomendé a la Virgen del Valle: “Madre mía, solo
te pido no sufrir”, recordó Barrionuevo
Bonzo: "Empecé a saludar a mis hombres, a
preguntar… En ese momento se acercó una persona y me dijo: “Está viniendo para
aquí el Suboficial Barrionuevo”. No podía creerlo, porque cuando él saltó al
mar lo había perdido de vista. No supe durante todos esos días a la deriva si
Ramón había sobrevivido. Y ahora iba a verlo. ¡Estaba vivo! Nos dimos un abrazo
eterno. Y todos los hombres comenzaron a aplaudir".
Barrionuevo: "Cuando entramos al Canal de
Beagle, el Gurruchaga parecía una coctelera. En medio de la gente, apareció un Cabo
que gritaba mi nombre: “Barrionuevo, ¿está aquí Barrionuevo?”. Yo me incorporé.
Eran las 6 am. “El Capitán Bonzo está en el barco y lo busca, quiere hablar con
usted”, me dijo. Yo no sabía que él había sobrevivido, y él tampoco sabía si yo
estaba vivo… pero me estaba buscando. De pronto se abrió una puerta y apareció
el Capitán. Se acercó hasta donde yo estaba de pie, firme, esperándolo. Se
olvidó de las jerarquías, de la venia, del saludo formal. Nos dimos un abrazo. “Ya
vamos a hablar de esto que pasó”, me dijo. Y lloramos. Antes de irse, me dijo
al oído: “Gracias. Gracias".
Fuente: https://www.infobae.com
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